Juan Pablo Aparicio Campillo - Yehudáh ha-Maccabí

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Yehudáh ha-Maccabí: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando una fuerza dominadora se propone acabar con la libertad, la vida y la fe de un Pueblo, solo espíritus excelsos como el de Yehudáh ha-Maccabí pueden percibir la voz de Di-s, mostrándole su misión y haciéndole ver las virtudes con las que logrará defender con éxito la Alianza. Nada hay más trascendente para un yehudí que el Pacto que ha-Shem dio a Su Pueblo, el cual implica comprometerse a cumplir con unas Sagradas Leyes que contienen las mejores enseñanzas, para que todos podamos evolucionar en este mundo y ser partícipes de la obra del Creador. Yehudáh fue un héroe cuyos valores representan la más alta dignidad que pueda predicarse de un ser humano. Su ejemplo debería inspirarnos para saber que podemos derribar nuestros muros, cualesquiera que sean, y para que nunca olvidemos que quien maltrata a un hermano escribe su sentencia y su nombre es borrado del Libro de la Vida.

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Los muchos méritos contraídos por Shim’ón y Daniel en numerosas batallas para el ejército seléucida les sirvieron para ser reconocidos como mandos de sus respectivos batallones, pero cuando dejaron de ser válidos fueron repudiados.

Un año después se encontraron en Gaugamela buscando trabajo y, desde entonces, no se separaron. Después lo intentaron en Nisibis y también en Damésec sin éxito. Fue cuando decidieron regresar a Shomrón y procurar comenzar una nueva vida lejos de las armas.

—¿Solo sois estos? —preguntó Daniel— Aquí no hay más de cien hombres…

—Ahora estamos doscientos en el campamento, los demás están ayudando en los nuevos asentamientos de comunidades a instalarse. Con otro grupo que está recorriendo las tierras ahora, sumamos cerca de seiscientos hombres. Algunas compañías regresarán a lo largo de la semana —contestó Matityáhu, que estaba muy pensativo.

—¿Y las armas? No veo apenas. ¿Con qué haréis la revolución? — preguntó Shim’ón.

—Ha–Shem proveerá, hermanos —fue lo único que pudo contestar Matityáhu.

Desde luego mostraban un gran rencor hacia todo lo relacionado con el helenismo y eran hombres muy experimentados, pero Matityáhu quería luchadores por la Toráh y no soldados que actuaran ciegos de venganza, aun por muy justos que fueran los motivos. Finalmente, les dijo cuánto lamentaba no poder aceptarlos pues ha–Shem guiaría solo a los puros a la victoria en la lucha por la libertad. Ellos no ocultaron su decepción ante esta respuesta pues también se temían que podía deberse a sus limitaciones físicas.

—Tenemos que respetar tu decisión —dijo Daniel.

—Entendemos tus razones, y aunque creo que pierdes a amigos nobles para vuestra causa —añadió Shim’ón—. No vamos a intentar convencerte. Regresaremos a nuestro trabajo mañana si nos permites pasar la noche en vuestro campamento.

—Sois parte de nosotros esta noche. Disponed de la tienda que ahora os mostrará uno de mis hijos, Di–s os bendiga.

Aquella noche decidieron también compartir con todos el rezo de Arvít. A la luz de la hoguera, en aquella sinagoga de corazones unidos, percibieron su particular llamada. Después se retiraron todos a descansar, salvo los que quedaban de guardia.

Daniel y Shim’ón compartían sukkáh, una pequeña tienda en la que podían tumbarse para dormir o bien estar sentados en unos troncos que servían de asiento. Ninguno de los dos podía conciliar el sueño debido a la experiencia de volver a escuchar la Toráh junto a las explicaciones y el midrásh dados por Matityáhu. Desde que sus respectivos padres fueron ejecutados, no habían vuelto a sentir la vibración interior que produce la Palabra Sagrada. Todo esto, unido al disgusto por no haber sido aceptados, les removía. Así que comenzaron a urdir un plan para quedarse con los proscritos y formar parte de ellos.

—Yo no pienso regresar —dijo Daniel.

—Sin encontrar la forma de que el tozudo cohén nos admita —dijo Shim’ón—, ¿cómo piensas que podamos quedarnos? Y nos hemos comprometido a dejar el campamento mañana.

—Te apuesto a que, de todos estos, nadie sabe nada de campañas militares, de armas, de estrategia, de aprovisionamiento. ¡Van a una muerte segura sin gloria alguna! Si quieren ser una cuadrilla de forajidos, entonces nos vamos, pero ¡si quieren presentar algún tipo de oposición a los seléucidas, nos necesitan! —replicó Daniel.

—¿Crees que aceptarán que les ofrezcamos adiestramiento? —preguntó Shim’ón.

—Matityáhu es inteligente, le haremos recapacitar. Me gustaría ayudar a convertir a este grupo de insensatos en un ejército. Sin adiestramiento no durarán ni el primer cuerpo a cuerpo —continuó Daniel.

—Estoy contigo, da pena ver lo que van a hacer con ellos, y Matityáhu debería saberlo antes de liderarlos hasta una muerte ignominiosa —sentenció Shim’ón.

—Durmamos y mañana lo hablamos nuevamente con él, si Di–s le está guiando en su misión, no puede permitir que no le ayudemos.

Tras desearse paz y descanso, se dispusieron a reponer fuerzas, siendo desconocedores del acontecimiento que les sorprendería en plena vigilia.

Alguien de la guardia gritó: «¡A mí, por ha–Shem!».

Jinetes armados atravesaban el campamento, incendiando las sukkót, de donde salían aún aturdidos los soldados de Matityáhu. El fuego y el aluvión de flechas provocaban una confusión total. Estaban siendo atacados por sorpresa. El retén de guardia no había sido capaz de advertir ni un ruido y, de repente, los tenían encima, acribillándolos y cortándoles el paso a las armas y a la retirada.

Guardias del Cohén–ha–Gadól y soldados seléucidas habían descubierto, gracias a un espía, el lugar donde se escondía Matityáhu con su grupo de rebeldes. No eran más de sesenta hombres, pero estaban bien provistos de arcos y espadas, iban a caballo y sabían lo que era matar. En cambio, los de Matityáhu no eran sino un puñado de buenos yehudím dispuestos a todo, pero carentes de lo necesario para enfrentarse no ya a un ejército, sino a una pequeña facción de aquél.

Daniel y Shim’ón, los recién llegados, cogieron sus espadas y salieron de la sukkáh para combatir.

—¡Huid hacia el agua! —gritaban a todos—, ¡alejaos de la luz del fuego! ¡Corred!

Los yehudím corrían de un lado para otro y se defendían como podían. Pero la velocidad del ataque y la falta de armas efectivas les había dejado indefensos. Trataban de repeler los ataques de espada con lo primero que encontraban. Al tercer golpe caían y eran rematados en el suelo. Solo los hijos de Matityáhu aguantaban protegiendo a Yehudáh, que no tenía armas. Por suerte, ellos sí habían podido coger sus espadas, pues eran parte de la guardia en el lado contrario del campamento por donde sufrieron la embestida.

El enemigo se había organizado en dos posiciones de ataque, los primeros penetraron a saco en el campamento, los demás quedaban detrás. Unos atentos a perseguir a los que lograban huir y los de la retaguardia saeteando a los yehudím con sus flechas y atentos a entrar en la lucha si sufrían bajas.

Daniel y Shim’ón daban muestra de su experiencia como hombres de guerra. Quizá no estaban capacitados para liderar a un ejército, pero eran excelentes combatientes a pesar de sus respectivos problemas. Lograron derribar a cinco jinetes entre los dos, pero eran muchos para ellos. Espalda contra espalda siguieron repeliendo los ataques a la vez que observaban la posición del enemigo. En medio de la confusión, lograron ver cómo Matityáhu se defendía de dos atacantes que él mismo había derribado de sus caballos. Daniel y Shim’ón corrieron hasta él y les dieron muerte sorprendiéndoles por la espalda. Matityáhu les dijo:

—¡Tengo que encontrar a mis hijos! ¡Socorred a los que huyen o nos matarán a todos!

—¡Cuenta con ello, pero han ido en demasiadas direcciones y solo somos dos!

—Ha–Shem os guiará, hermanos —dijo mientras era atacado por otro seléucida—. ¡No os preocupéis por mí! ¡Corred a defender a los demás!

Daniel y Shim’ón conocían estas situaciones de ataque nocturno por sorpresa y decidieron actuar a su manera. Mientras se deshacían de otros soldados y esquivaban alguna que otra flecha, dándose instrucciones el uno al otro luchaban coordinados ante la avalancha de enemigos que tenían que neutralizar.

—¡El círculo, Daniel, no hay otra forma! —gritó Shim’ón.

—¡Tú por allí y yo por este lado! —contestó aquel.

Los seléucidas estaban intentando mantener a todos bajo control en el campamento para terminar rápida y fácilmente con ellos. Unos hostigaban y otros, más alejados, controlaban las huidas y lanzaban sus flechas. Solo los que salían del umbral de la luz producida por el fuego, tenían escapatoria pero los que permanecían bajo el resplandor eran blancos fáciles que acababan atravesados por una o varias flechas. Si no morían en la pelea con el soldado enemigo, los arqueros terminaban con su vida.

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