—Cometiste un pecado de infancia. Él vio la compunción en tu corazón y limpió tu falta. Yo soy un devoto de Su Toráh y no debí actuar así. Pero a tu pregunta, Yehudáh… No me atrevo a hablarle. Rezo, pero mi corazón no dialoga con Él, porque estoy avergonzado y desearía Su Castigo para quedar limpio mediante la acción de Su Justicia sobre mí.
—Padre, ¿acaso el dolor que sientes y llevas como cadenas pesadas desde que ocurrió no es un castigo? También nos has enseñado que la humildad lo puede todo. Yo estoy seguro de que, si pides perdón con humildad, ha–Shem mirará con compasión tu error y hará porque sientas Su Perdón.
Matityáhu suspiró nuevamente y sonrió.
—Que ha–Shem te bendiga, Yehudáh.Tienes el don de abrir los ojos incluso a un veterano cohén como yo. Lo haré, hijo, y hasta que no sienta Su Perdón no dejaré de postrarme ante Él en lugar de arrastrarme por este mundo con las cadenas de mi pecado. Ven y déjame abrazarte.
Aquel día, Matityáhu permaneció ausente de los demás. Pero Yehudáh ya no estaba preocupado porque estaba seguro de que ha–Shem devolvería a su padre la fuerza espiritual y la paz que anhelaba. Con el ejemplo de su padre, Yehudáh había aprendido que nunca podemos considerarnos infalibles en la fe ni en el seguimiento de la Toráh. Matityáhu era un férreo y estricto cumplidor de la Ley Mosaica, pero cuando la vida te pone ante el reto de saltar al vacío, entonces nuestra relación íntima con Di–s puede resentirse como jamás podríamos imaginar. Las dudas de su padre, su dolor por la desorientación que sufría y el infierno que experimentaba en su interior, no habían variado, sin embargo, el alto concepto que Yehudáh tenía de él. Sabía cuánto se esforzaba por ser el padre perfecto. Pero a Yehudáh le hacía bien verlo también como un hermano mayor que podía equivocarse. Así que la lección más importante que, hasta ese momento, había aprendido era que ha–Shem, por Su Infinita Bondad, perdona a quien ha pecado siempre que presente su corazón humillado para ser limpio otra vez y renueve su compromiso con la Alianza. Desde niño había grabado en su ser que un yehudí piadoso debe llevar una vida de pureza y evolución. Sabía que cualquiera que fuera la edad del pecador, ha–Shem solo tendría en cuenta la pureza de su compunción.
Desde aquel momento en har-Tavór, Matityáhu irradiaba una autoridad que brillaba para todos y animaba con valor a los combatientes en el propósito de defender al Pueblo de la tiranía y la injusticia, para preservar la Alianza.
En el verano del año 167 a. e. c, se les unió un grupo de doscientos jasidím rebeldes que habían visto en Matityáhu a su líder. (1) Durante años, habían sido los primeros yehudím que se habían atrevido a enfrentarse a los seléucidas. Basaban su vida y sus ideales en la piedad individual, la esperanza apocalíptica y el valor expiatorio del sufrimiento y del martirio, en la estricta observancia del Shabbát y de las reglas sobre los alimentos puros o aptos. Tras conocer el martirio de aquella comunidad del sacerdote El’azár junto a la viuda Danah y sus hijos, habían ido al lugar a honrar la memoria de todos ellos y a servir de ayuda para Matityáhu, cuya valía conocieron entonces. Poco después, se convencieron de que tenían que unificar sus fuerzas para ofrecer mejor resistencia a los seléucidas.
En general, cuantos solicitaban su incorporación tenían dos circunstancias comunes: eran jóvenes que habían perdido a sus familias a manos de los seléucidas y todos buscaban a Di–s. Eran muchas las conversaciones que Matityáhu mantenía con unos y con otros sobre la Toráh y otros aspectos de la vida de un yehudí que no comprendían. Esta labor daba ánimo a Matityáhu porque en ella veía su auténtica vocación como cohén de ha–Shem.
Algunos de ellos eran, además, también mutilados de guerra que no habían merecido agradecimiento o reconocimiento alguno por parte del ejército seléucida en el que habían servido desde niños. Muchas de las familias, además de sufrir asesinatos en su seno, eran, despojadas de sus hijos, los cuales eran incorporados al ejército y eran adiestrados para formar parte de las tropas seléucidas. Sin embargo, cuando eran heridos en combate y sufrían alguna discapacidad que les invalidaba para el frente, eran rechazados para desempeñar otras funciones porque los seléucidas no olvidaban su origen yehudí. Así que, a pesar de ser fuertes y jóvenes, eran expulsados del ejército. La gran mayoría de ellos quedaban perdidos en tierras lejanas o donde hubiera ocurrido su desgracia. No sabían dónde ir ya que habían perdido todas sus raíces.
Matityáhu recibía a todos con paciencia y ponía interés en conocer los motivos de cada uno para unirse a la rebelión. Tenían una larga conversación cara a cara, después se retiraba a orar y terminado esto, decidía si podían unirse o debían regresar a sus casas. Algunos se quedaban un tiempo a prueba. Matityáhu era sincero con todos, de manera que cada cual conociera bien sus decisiones de ser aceptados o no. No quería mercenarios, porque necesitaba que quien combatiera a su lado sintiese el espíritu de la Toráh grabado a fuego en su interior.
También era habitual que algunos de los que eran rechazados pidieran quedarse para ayudar en otras tareas mientras recuperaban su espíritu y las buenas costumbres y tradiciones yehudím, abandonadas durante sus servicios en el ejército seléucida. Matityáhu les daba una oportunidad y los observaba en el día a día.
Había, entre los últimos llegados, dos antiguos oficiales del ejército seléucida llamados Shim´ón y Daniel, que habían sido licenciados por haber resultado heridos de gravedad en batalla. Debido a su menor capacidad para la lucha, habían sido expulsados del ejército sin pensión, honra o reconocimiento alguno, porque siempre se les recordaba su origen yehudí. Eran usados y cuando, a su juicio, no servían, se los despedía.
—Así nos tratan los yavaním, Matityáhu. Si aún hay un yehudí que crea que con la cultura helena se vivirá mejor, queremos enseñarles cómo honran a quienes han dado su vida por ellos —decía Shim’ón el de Sebaste en Shomrón—. Nos raptan desde pequeños y nos separan de nuestras familias y nuestras tierras, Matityáhu. También hemos sido testigos de muchos casos de niños alistados por sus propios padres cuyos padres para que hagan carrera en el ejército seléucida. Les da igual renunciar a su religión con tal de que sus hijos tengan formación y un futuro, pero no conocen la realidad.
Shim’ón había sido herido en un brazo. Presentaba un corte profundo en el bíceps que mostró sin reparo a Matityáhu cuando se interesó por la razón de su expulsión del ejército.
—En la guerra de Susiana sufrí un ataque por la espalda y mi escudo cayó de inmediato. Faltó muy poco para que, desprotegido, me mataran. El corte dejó mi brazo colgando. Se salvó milagrosamente. Un médico armenio pasó cuarenta días a mi lado hasta que los músculos de mi brazo parecían despertar. Esto hizo que casi no sintiera mi mano izquierda y ya no les servía a pesar de que con la mano derecha puedo matar a muchos aún —decía orgulloso de su preparación.
El otro era Daniel el galileo, llamado así porque su padre se había casado con una joven de ha-Galíl a la que dieron muerte en uno de los hostigamientos ordenados en época de Antíoco III contra sus pueblos para imponer sus leyes. Después, su padre fue asesinado también y él quedó como uno más de los muchos niños esclavos que serían formados como tropa. Una flecha enemiga le había atravesado los músculos extensores del muslo derecho en la batalla de Hecatómpilos. También milagrosamente como Shim´ón, superó la infección sin atención médica alguna, pero nunca recuperó la fuerza en la pierna y presentaba una cojera muy evidente.
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