Juan Pablo Aparicio Campillo - Yehudáh ha-Maccabí

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Cuando una fuerza dominadora se propone acabar con la libertad, la vida y la fe de un Pueblo, solo espíritus excelsos como el de Yehudáh ha-Maccabí pueden percibir la voz de Di-s, mostrándole su misión y haciéndole ver las virtudes con las que logrará defender con éxito la Alianza. Nada hay más trascendente para un yehudí que el Pacto que ha-Shem dio a Su Pueblo, el cual implica comprometerse a cumplir con unas Sagradas Leyes que contienen las mejores enseñanzas, para que todos podamos evolucionar en este mundo y ser partícipes de la obra del Creador. Yehudáh fue un héroe cuyos valores representan la más alta dignidad que pueda predicarse de un ser humano. Su ejemplo debería inspirarnos para saber que podemos derribar nuestros muros, cualesquiera que sean, y para que nunca olvidemos que quien maltrata a un hermano escribe su sentencia y su nombre es borrado del Libro de la Vida.

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—¡Nosotros también, padre! —coincidieron los demás—. ¡También hemos pecado!

—No, hijos míos, solo manifestasteis vuestro amor por vuestro hermano. No pecasteis y os necesito fuertes para llevar el trabajo de la casa y del campo. Lo haremos Yehudáh y yo. Orad por nosotros.

Aquella fue la única vez en la vida de Yehudáh que desobedeció a su padre. Desde entonces, comenzó a modelar su carácter. Se tornó más introspectivo. Buscaba momentos en los que poder mantenerse con sus ojos cerrados en silencio y sentía más pureza en sus oraciones. Trataba de visualizar esa esfera de luz que tanta paz le había dado, pero no lo había vuelto a conseguir.

Pidió permiso a Matityáhu para ejercitarse cada día porque decía que necesitaba hacerlo y que, si ha–Shem no lo desaprobaba, a él le hacía bien.

—Ha–Shem nos ha creado con un cuerpo que hay que cuidar también, Yehudáh. No me opondré a que lo fortalezcáis. Solo procurad ofrecerle todo lo que hagáis para que sea glorificado en vosotros.

Las conversaciones entre Matityáhu y Yehudáh eran ahora más ricas y profundas. Todo lo que no hablaba con los demás, lo reservaba para hacerlo con su padre. Ni siquiera con sus hermanos compartía sus inquietudes. Un día le preguntó:

—Padre, nuestros antepasados tuvieron que luchar y matar. ¿Cómo puede ha–Shem amarnos aún? ¿Cómo podemos ser Su Pueblo elegido si hacemos el mismo mal que todos los demás?

Matityáhu tomó inspiración primero y luego le explicó:

—Nuestros padres sufrieron mucho en el pasado, más aún que nosotros, y todo lo hicieron por la Alianza. Sufrimos muerte, persecución, castigos y un sinfín de penalidades no solo por la maldad ajena sino por causa de nuestros errores. Ha–Shem había elegido una tierra para Su Pueblo, pero la tierra prosperó y los pueblos vecinos quisieron arrebatárnosla. Por eso, Él nos protegió y permitió que respondiéramos a los hombres con sus propias armas, pero siempre que rogáramos por las víctimas y lo hiciéramos por defensa, nunca por conquistar lo que no se nos había dado.

—Pero ¡David ha–Mélej conquistó y, antes que él, Moshé cuando guio al Pueblo, había tenido que conquistar tierras para asentarse…!

—¡Yehudáh, no! Ellos no conquistaron nuevas tierras, sino que recuperaron lo perdido. Pero todo había sido dado por ha–Shem desde la época de Avrahám Avínu. Es cierto que parte de los hebreos decidieron ir a Mitsráyim ante las dificultades que durante años se presentaron y terminamos siendo poco menos que esclavos en esa nación. Aquellos otros que permanecieron en la tierra de Israel acabaron abandonando la Alianza. De esta manera, no consideraban ya hermanos de fe a los que regresaron con Moshé ni reconocieron la voluntad de Di–s que con ellos regresaba a esta santa tierra. Pero no somos un Pueblo conquistador como los yavaním, los babilonios, o los romanos. Solo queremos vivir en paz en laTierra que se nos confió. Ten esto siempre presente, hijo, y recuerda que a David ha–Mélej no le fue permitido levantar el beit–ha–Mikdásh, sino que hubo de hacerlo Shlomóh porque David tenía las manos manchadas de sangre. Ha–Shem es justo, perfecto y puro, no podemos ensuciar Su obra ni poner trabas a Su Voluntad. Todos somos iguales ante Él, no importa que hayamos sido reyes o poderosos en este mundo.

—¿Entonces nosotros tendríamos que luchar para defendernos de los seléucidas? Ellos queman nuestras casas, matan al Pueblo y han profanado el Templo…

Se hizo un silencio que congelaba los labios de Matityáhu. Finalmente habló:

—Roguemos a ha–Shem para que Su Voluntad nos guíe y proteja, Yehudáh.

—Sí, padre —contestó pacífico Yehudáh.

Durante su adolescencia, Yehudáh y sus hermanos crecían en virtudes. Sabían cuidar el ganado, labrar y sembrar la tierra, ayudaban a sus vecinos y entre ellos eran un grupo unido.

Todos los jóvenes de Mod´ín acompañaban a Yehudáh en sus prácticas. Subían la colina varias veces, tantas como cada uno aguantaba. Jugaban a lanzar piedras pesadas lo más lejos posible. Marcaban el impacto en la tierra trazando una línea. De esta forma comprobaban la progresión de sus lanzamientos. También practicaban la puntería con arcos y flechas, todo fabricado por ellos mismos y, con frecuencia, jugaban con palos que chocaban como espadas.

Su padre les observaba de lejos y recordaba su propia juventud cuando le gustaba ejercitarse con la guardia del beit–ha–Mikdásh. Con ellos había aprendido a sobrellevar el sufrimiento con disciplina y valor.

La Guardia del Templo se ejercitaba con rigor porque tenían que estar preparados para garantizar la seguridad en el beit–ha–Mikdásh. Por el contrario, Matityáhu se sometía a tan estricta instrucción, para cuidarse mejor y así lo ofrecía a ha–Shem en sus oraciones. Pero lo cierto es que había adquirido gran destreza cabalgando y luchando. Sin ser lo más propio para un futuro cohén, no sentía que ha–Shem estuviera enojado con él. Además, sus maestros tampoco le reprendían porque era un fiel cumplidor de la Toráh.Veían en él a un cohén de gran humanidad y piedad que serviría fielmente a Di–s y al beit–ha–Mikdásh.

Todas estas cualidades le habían convertido en un aspirante a ocupar el cargo de Sumo Sacerdote si, algún día, se quebrara la línea familiar de ha–Cohén–ha–Gadól instaurada desde el regreso de Babilonia y la reconstrucción del beit–ha–Mikdásh. Había tenido el honor de conocer a Joniyó II, a Shim´ón II y, finalmente, a Joniyó III.

Pero estas virtudes de Matityáhu, se habían vuelto contra él por envidias y porque, entre muchos de ellos, primaba la afición por el poder y ensuciaban el sagrado servicio al que estaba consagrado el beit–ha–Mikdásh. En esas pugnas por el poder nunca estuvo Matityáhu.

Habían pasado muchos años desde el acontecimiento de los juegos de Yerushaláyim. Jasón ya había sido depuesto y sustituido por Menelao en el año 172 a. e. c. Pero nadie se había olvidado de aquel dichoso día. Por entonces, Menelao asistía ya a Jasón como secretario y también había conocido a Matityáhu. Tampoco él se olvidó ni de Matityáhu ni de Mod´ín. Movido por su propia indignad, Menelao envió emisarios a Antioquía para que nuevas estatuas de Júpiter le fueran enviadas a la provincia de Yehudáh.

La orden de Menelao fue cumplida. Se llevaron los nuevos ídolos a los pueblos y ciudades con instrucciones de levantar altares y obligar a los yehudím a cumplir con las ofrendas que se exigían para los nuevos dioses en las fechas conmemorativas señaladas por los seléucidas. Por orden de Menelao, para Mod´ín se había preparado un ídolo especialmente irreverente, así como un altar desmesurado en comparación a los destinados a las demás poblaciones.

Fue entonces cuando sucedió el incidente que culminó con la muerte del heraldo y del renegado a manos de Matityáhu ante su indignación por el altar pagano de Mod’ín y su rechazo a admitir tal ofensa a ha–Shem y contra los yehudím.

Aquel suceso cambió para siempre la vida de Matityáhu y la de su familia. Pero también la del Pueblo Yehudí, pues trajo consecuencias que ni Jasón ni Menelao, sus instigadores, podrían haber imaginado.

CAPÍTULO IV

La vida de los rebeldes. Un ejército para defender la Toráh

Desde el triste acontecimiento de Mod’ín, Matityáhu y sus hijos se convirtieron en proscritos y fugitivos. Huyeron lejos de las poblaciones, al desierto y a las montañas. Constantemente se veían obligados a cambiar su posición porque ningún lugar era seguro para ellos. Otros veinte hombres, cuyas familias habían sido asesinadas en las aldeas de alrededor, se unieron a ellos como hermanos unidos en la lucha.

Apenas habían intervenido de forma relevante pero la fama de Matityáhu y sus hijos se extendió muy rápidamente pues los yehudím necesitaban una esperanza de que su Di–s iluminara a alguno de Sus hijos para defender la Alianza y su libertad. Por esta razón, cualquier hecho referido a los rebeldes de Matityáhu, era magnificado y utilizado para darse ánimo unos a otros. En pocos meses, el grupo se había ampliado a doscientos hombres. Después de vagar de un lugar a otro, viviendo tanto en los desiertos como en los bosques y los montes, se asentaron en unas elevaciones al noroeste de Yerijó, a poca distancia del nejar–ha–Yardén, el río Jordán.

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