Tintineó la campana anunciando el noveno giro, la penúltima vuelta. El moavita y el antioquiano estaban imponiendo un ritmo infernal para todos pues temían que Jagáy pudiera disputarles aún los puestos de honor. Sabían que el esfuerzo realizado por el yehudí desde la caída, tendría que pasarle factura y pronto quedaría exhausto. Pero no paraban de mirar al grupo y asegurarse de la posición rezagada de Jagáy respecto a ellos, la cabeza de la carrera. Los representantes de ha-Galíl, Mitsráyim y Perea se mantenían en el grueso del pelotón que tras nueve vueltas cerraban tres atletas con visibles problemas para aguantar tan fuerte ritmo. Eran el representante del Golán, el de Cilicia y el nabateo. Inmediatamente detrás de ellos venía Jagáy.
El representante de Cilicia dio, entonces, un traspié y empujó al nabateo que iba a su lado, haciéndole perder el difícil equilibrio que ya mantenía de por sí en su forcejeo por mantenerse en el grupo. El nabateo no pudo sostenerse y terminó cayendo y desestabilizando también a Jagáy, al del Golán y al de Cilicia, causante del accidente. Finalmente, los tres pudieron sortear el riesgo, pero esta vez Jagáy había estado especialmente alerta y aprovechó la circunstancia para superar definitivamente tanto a uno como a otro.
Jagáy corría como un león a la caza del antioquiano y el moavita a quienes empezaba a hacerse eterno el final de la carrera. Comenzó a rebasar por el exterior al de Perea y al de Mitsráyim que cerraban ahora el grupo de los llamados a conquistar la corona. El galileo aún se resistía a ceder su posición. Esta disputa entre el galileo y Jagáy puso distancia con los perseguidores, el de Perea y el egipcio, y contribuyó a que se estrechara la ventaja desfavorable que ambos tenían con respecto a la cabeza de la prueba, el antioquiano y el moavita. En esta ocasión, no hubo empujones, ni codazos o zancadillas entre el galileo y el yehudí, sino una limpia competencia que el público apreció aplaudiendo con vigor y emoción.
Mientras tanto, el de Cilicia, ya desfondado y rezagado, abandonaba finalmente la carrera al igual que, poco antes, había tenido que hacer el nabateo. El de ha-Golán, que marchaba muy alejado del grupo, aguantaba a duras penas solo por el orgullo de cruzar la línea de meta.
Jagáy había superado los obstáculos de la novena vuelta con la ligereza de un caballo. Apuraba para llegar a la última curva de esa vuelta en posición de igualar al galileo. Durante todo el tramo intentó rebasarlo por fuera una vez más. Quería rebasarlo y cerrarse hacia la cuerda interior ya que, en toda su persecución desde la caída, todo su recorrido lo había hecho por la parte externa de la pista y esto suponía un mayor desgaste que el de sus contrincantes. El galileo no aguantó ese primer pulso y finalmente terminó cediendo su posición a Jagáy al finalizar la curva. De todas formas, no se había rendido y pasaron muy juntos la línea de meta completando la penúltima vuelta.
Sonó la campana marcando la décima y definitiva vuelta para todos salvo para los rezagados, el del Golán y el pequeño Yehudáh que seguía admirando al público con su pundonor.
En la primera curva del último giro, el representante de Perea que, junto al de Mitsráyim, marchaba por detrás del grupo de cabeza, sintió cómo le fallaba su tobillo. Aunque continuó corriendo, en el apoyo del primer obstáculo sufrió tal dolor que no pudo continuar. Era el quinto atleta que dejaba la prueba.
Jagáy, la gran esperanza local, estaba entre los cuatro primeros. El público seguía enfervorecido. El pequeño Yehudáh continuaba su particular prueba. Cada vez más asfixiado, veía cómo se alejaban los atletas, pero quería terminar. Además luchaba por superar al representante del Golán quien optó por abandonar la carrera antes de sufrir tal deshonra.
Jagáy aún marchaba en tercera posición, una zancada por delante del persistente galileo y tres por detrás del moavita y del antioquiano. El egipcio se había descolgado sin posibilidad de disputar ya los puestos de honor.
Llegaban al último obstáculo antes de la curva final. Los cuatro de cabeza lo pasaron sin problemas, pero Jagáy había recortado un codo más la diferencia con los dos primeros. Quedaba un cuarto de estadio para concluir la prueba. El antioquiano conservaba la primera posición y dos codos por detrás marchaba ahora el moavita. Los cuatro de cabeza corrían a tumba abierta. Con el aliento del público, Jagáy logró situarse a media zancada del moavita. También el galileo parecía haberse fortalecido en esta disputa con Jagáy. En mitad de la última curva, tanto Jagáy como el galileo estaban a la altura del moavita y a una zancada del antioquiano. El público gritaba enardecido y exultante de emoción. En la grada de honor todos estaban de pie ante el espectáculo.
Una vez más, Jagáy tuvo que abrirse para intentar rebasar al moavita antes de terminar la curva. Culminar la recuperación estaba siendo titánico para Jagáy. Encaraban la recta final y aún tenía que rebasar al moavita, seguir manteniendo por detrás al galileo y neutralizar la zancada con la que le aventajaba el antioquiano. Ver la línea de meta y sentir a sus conciudadanos gritando por él, dio ánimo y resistencia a Jagáy. Pero el moavita y el galileo seguían firmes. Los cuatro de cabeza habían salido de la última curva casi en paralelo. El antioqueño mantenía un codo de ventaja. Era la hora de la verdad para los cuatro. Enseguida arreciaron los manotazos y golpes con el codo por lo que Jagáy tuvo que relegarse ligeramente al cuarto puesto ya que no quería arriesgarse a sufrir una caída que arruinaría definitivamente su épica batalla en los amót finales.
En los rápidos gestos que intercambiaban, se entrevía complicidad entre los representares de ha–Galíl, Antioquía y Moáv. Querían asegurarse los tres puestos de honor y para ello tenían que volver a deshacerse del representante de Yerushaláyim.
Jagáy se había refugiado de los golpes abriéndose más en la pista, pero ahora tenía que cerrar el paso a sus contrincantes porque la diferencia entre unos y otros era mínima. A escasos amót de la meta lo empujaron a la desesperada y consiguieron que trastabillara de tal forma que sus zancadas eran extraordinariamente amplias, no por técnica, sino por supervivencia para no caer.
Finalmente, se desplomó hacia adelante dándose de bruces contra el suelo de la pista, pero justo cuando su cuerpo había tocado la seda roja que señalaba la meta.
Había llegado apenas una mano antes que el galileo, finalmente, clasificado segundo. El antioquiano fue tercero y el moavita, cuarto.
Jagáy el saduceo, el hijo de Zejaryáh y representante de Yerushaláyim, había vencido en una carrera de la que se hablaría mucho por todas las provincias. Era el héroe de todos. Poco después llegaron el de Mitsráyim, quinto, y Yehudáh el pequeño, sexto. Se le veía exhausto además de ensangrentado desde que en el inicio recibiera ese sucio golpe con el que le partieron el labio.
El público, enloquecido, había abarrotado la pista. Jasón se mantenía de pie aplaudiendo y con él toda la tribuna. Había sido una prueba insospechadamente delirante, en buena parte, gracias al pequeño Yehudáh. Algunos que lo veían, lo abrazaban, pero la mayoría estaba ya entregada al vencedor. Mientras agasajaban al campeón, los hermanos de Yehudáh habían llegado hasta él y lo besaban, limpiaban su boca y lo conducían fuera del tumulto.
Cuando llegaron con él hasta Matityáhu, su rostro estaba impregnado de lágrimas de rabia por lo sucedido y de amor a su hijo. No tenía fuerzas para regañarle. Un juez de pista le había entregado las sandalias de su hijo diciéndole que era un futuro campeón. Fue hacia él, lo abrazó en silencio, le colocó sus sandalias y se marcharon.
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