—¡Cohén-Gadól, haz una señal a los jueces para que detengan esta burla! —le decían sus secretarios.
—¡No, dejadlo! ¡Es una prueba de Zeus! ¡Un niño yehudí que no soporta más su esclavitud y se adhiere por fin a los valores griegos! ¡Daos cuenta! ¡Vamos, animad al chico! Además, se va a cansar en cuanto empiecen a doblarle en la segunda vuelta… ¡Lástima! ¡Aprisa, decid al pintor que dibuje esta escena, al menos que el rey la vea representada!
Matityáhu no sabía qué hacer. Estaba confuso, avergonzado y también asustado porque conocía las represalias que todo esto podría acarrearles.
Yehudáh seguía corriendo. Aunque iba el último de todos era capaz de sostener su ritmo. En el primer obstáculo tropezó debido a la gran altura que suponía aún para él y se llenó de paja y barro. El público estalló en carcajadas pero él se levantó y recuperó parte de lo perdido. En el segundo obstáculo, los dos primeros, que corrían en paralelo, se empujaron hombro con hombro y se desequilibraron yéndose al suelo ambos y haciendo trastabillar a casi todos menos a Yehudáh, que aún venía por atrás. Cuando se levantaron, el pequeño Yehudáh había llegado a la altura de los últimos y se reincorporaba al grupo. En ese momento los corredores se dieron cuenta de esta irregularidad. Se miraban atónitos y con gestos preguntaban a los jueces.
Sonó la campana que anunciaba el primer paso por la línea de meta. Comenzaba la segunda vuelta. Unos y otros seguían luchando por mantener la cuerda, el interior de la pista, ya que hacer las vueltas por fuera exigía más esfuerzo. Cuando Yehudáh se puso en paralelo con el décimo y undécimo, los representantes del Golán y Shomrón le cerraron el paso y salió dando trompicones. Pero no llegó a caer. Había perdido distancia nuevamente. En los obstáculos de la segunda vuelta hubo nuevas caídas en el foso y el idumeo no pudo levantarse. Había pisado en la batida y, cayendo en mala postura, se había fracturado la muñeca y tuvo que retirarse. En la pista quedaban nueve atletas más el pequeño Yehudáh. El agua de los fosos se había convertido en barro que teñía las piernas y los cuerpos de todos ellos.
Al paso para comenzar el tercer giro, Jasón, sus consejeros y los nobles que le acompañaban se sorprendían por la resistencia y la fuerza del infante. Los que venían de otras provincias preguntaban quién era ese muchacho y qué hacía allí, si era acaso una distracción preparada o un elemento de diversión más para el espectáculo. Pero miraban a Jasón con complicidad y lo aprobaban, ya que les parecía una excentricidad muy divertida. Jasón no paraba de regocijarse con este final de los juegos.
Yehudáh cada vez superaba mejor los obstáculos, estaba aprendiendo rápidamente la técnica para apoyarse durante la subida y caer casi desde lo alto sobre el agua embarrada sin que las rodillas o los tobillos se desestabilizaran. Pero aquello le requería un gran esfuerzo por su todavía corta estatura y porque aún le faltaba fuerza en las piernas. Con cada obstáculo perdía casi cuatro codos respecto a los demás.
Matityáhu estaba hundido, pues además veía a sus otros hijos disfrutar ingenuamente con lo que su hermano estaba haciendo.
Shim’ón, su hermano, gritó:
—Maccabáh, ají, ¡vas a ganar!, ¡corre!, ¡corre!, ¡por ha–Shem!
Los demás hermanos gritaban también animando a Yehudáh. Estaba rojo y su respiración era muy agitada, pero su mirada mostraba una determinación impropia del niño que aún era. Sus hermanos comenzaron a gritar al unísono jaleando su paso y así hicieron también los que había a su alrededor.
Todo estaba fuera de control para Matityáhu, su único consuelo era ver a Jasón disfrutando sin visos de querer castigar a Yehudáh. Miraba al Cielo y luego a Jasón y a su hijo. No podía creer que él hubiera dado lugar a esto.
—¡Adonay, perdóname! —repetía.
Sonaba el paso por el cuarto giro. El grupo de corredores parecía más compacto. Todos habían ido encontrando el ritmo de carrera que se iba imponiendo. Solo se extrañaban de ese intruso que les había aguantado ya cuatro vueltas. Cuando llegaban a la segunda curva del circuito, Yehudáh amenazó con rebasar al de Moáv que marchaba cerrando el pelotón de atletas tras el de Cilicia. En el momento en que el moavita sintió la llegada del pequeño, le hundió el codo en la boca y Yehudáh comenzó a sangrar. Acababa de recibir una dura lección.
Se oyó un lamento en el público. Yehudáh quedó nuevamente rezagado y como sin aliento, dudando si continuar o no. Entonces vio a su padre llorar. Se limpió la boca y arrancando un trozo de lino de su vestidura, lo mordió y continuó corriendo. Acababa de sonar el inicio del quinto giro.
Durante la quinta y sexta vuelta solo pudo aguantar a unos pasos muy por detrás de la cola del grupo sin perder más distancia. Los atletas, sin embargo, continuaban intercambiándose en la cabeza de la prueba, puesto que era un honor comandarla, aunque fuera fugazmente. Jasón y sus invitados se miraban encandilados por el emocionante regalo. Estaba siendo un espectáculo digno del rey. Era extraordinario y cuando se lo contaran a Seléuco, sería una grata noticia para él.
Los corredores comenzaban a aumentar el ritmo, sonaba la campana para la séptima vuelta. Lo apretado que iba el grupo mostraba la igualdad y excelente condición de todos. El ritmo de carrera seguía acrecentándose. El público se encendía mirando la lucha en la cabeza de carrera y la del niño Yehudáh que no se daba por vencido.
Antes de terminar el séptimo giro, en la recta de tribuna, Jagáy, el favorito por Yerushaláyim, fue derribado por el moavita y el representante antioquiano. Mediante señas y miradas cómplices, ambos se habían puesto de acuerdo para deshacerse del más peligroso contrincante. Mientras uno amagaba con rebasarle por el exterior, el otro se pegaba por detrás a sus piernas para provocar su tropiezo. Casi todos los seguidores pudieron esquivar a Jagáy que yacía en la arena. Pero el shomroní que, cerraba el grupo, no pudo reaccionar a tiempo y, después de chocar con el cuerpo de Jagáy, cayó hacia adelante y se rompió la nariz. El público lanzó una exclamación de gran decepción, expresando su lamentación y su desaprobación por la maniobra empleada para sacar de la carrera a Jagáy. Los yehudím veían desvanecerse las esperanzas depositadas en que uno de los suyos se coronase sobre todos los demás.
El shomroní (samaritano) abandonó la pista por su pie, pero estaba mareado y tenía un fuerte dolor por la fractura. Deambulaba aturdido intentando retirarse, por lo que el pequeño Yehudáh tuvo que sortearlo. Pasó entonces a la altura de Jagáy y, sin pensarlo, se entretuvo en darle la mano y ayudarle a levantarse. Jagáy solo había recibido una contusión, así que con la ayuda de su pequeño amigo se reincorporó lleno de furia a la carrera. El ánimo que este gesto insufló en el saduceo fue suficiente para intentar recomponer la prueba, aunque era muy difícil. Esta acción fue vitoreada por el público y el propio Jasón y sus invitados se pusieron en pie y comenzaron a aplaudir con locura, dando más alas a Jagáy para que siguiera luchando. Los espectadores no paraban de mostrar su júbilo con gritos de ánimo y celebración.
Tras el incidente, quedaban ocho atletas en carrera. Jagáy cabeceaba en un esfuerzo titánico por recuperar el ritmo de la prueba y la distancia perdida. Enseguida dejó atrás a Yehudáh.
Se marcaba el comienzo del octavo giro. Jagáy lograba enlazar con el representante de ha-Golán que cerraba ahora el pelotón. Aún estaba cuatro zancadas por detrás, pero había alcanzado al grupo en menos de una vuelta. El pequeño Yehudáh, sin embargo, seguía rezagado. Se completó el octavo giro sin más incidencias. Los corredores estaban de nuevo igualados. Habían pasado la recta de tribuna en un puño, con Jagáy a dos zancadas del último.
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