Cuando el ejército de Matityáhu llegó al asentamiento, muy a lo lejos se veía aún el ejército de Antíoco. La situación era desoladora. Los campos calcinados, el aire irrespirable por el olor a carne humana sacrificada, humo y sangre por todas partes.
Un pequeño rayo de esperanza les recorrió el espíritu cuando oyeron los apagados rebuznos de algunos asnos y los últimos alaridos de un perro en uno de los establos en los que habían sido encerrados personas y animales. Todos corrieron atropelladamente al auxilio. En dos de las cuatro casas cuya estructura quedaba aún en pie, se oían también débiles quejidos humanos. Todas las tiendas y el resto de las cabañas y establos eran ya cenizas.
Con trapos mojados cubriendo sus rostros y utilizando toda suerte de palos, espadas, piedras y troncos, derribaron con violencia las puertas que aprisionaban a los sacrificados. Mientras tanto, otros se afanaban en echar tierra y agua sobre el fuego. Tres asnos salieron abrasados, aunque vivos, luego hubo que darles muerte. Al igual que al can. El sufrimiento de estos pobres animales había sido extremo y no tenían posibilidad de sanar. Los que había allí dentro no tenían ni fuerzas para salir, hubo que tirar de sus cuerpos a toda prisa y alejarlos de las brasas y del humo pues la temperatura era sofocante. Ciertamente, parecía imposible que pudiera haberse salvado alguien de morir en aquellos hornos.
De los tres primeros graneros y establos, solo algunos salieron con vida y la mitad de ellos con quemaduras muy graves. Tras sacar a todos los del último granero, arrastraron al exterior el cuerpo de Yehudáh.
—¡Matityáhu!, ¡Matityáhu!, ¡es Yehudáh! —gritó Yonáh uno de los rebeldes.
—¡Hijo! —gritaba Matityáhu, que corría junto a los demás hermanos hacia el cuerpo de Yehudáh.
Matityáhu, al verlo, tuvo que contenerse para que de su boca no saliera la más fuerte maldición hacia los asesinos. Corrió a tumbarse junto a su hijo e incorporó su cuerpo hasta juntar su cabeza contra su pecho y, ante la mirada de los demás, le habló así:
—¡Hijo, despierta, vuelve a la vida, porque has de ver la justicia de ha–Shem obrando por nuestro Pueblo! Despierta hijo, despierta, te necesitamos y ha–Shem lo sabe, te necesitamos…
«¡Adonay, Adonay, Adonay!», repetía, hasta que Yehudáh comenzó a toser con virulencia y desesperación. Cuando los espasmos empezaron a ceder, pudieron darle agua, y al recibirla en su boca, abrió los ojos y alcanzó a decir:
—Abba, nuestro Pueblo ha vencido a Antíoco. No ha podido doblegarnos.
—No hables ahora, hijo, recupérate, tendremos tiempo de superar este horror. Quédate aquí con tu hermano, vamos a organizar la ayuda a los heridos y el enterramiento a los asesinados… ¡Barúj Atáh, Adonay!, doy gracias, Bendito Di–s, porque Yehudáh sigue con nosotros.
—Hay algo, padre, que no puedo comprender. El sufrimiento al que se los sometió era inhumano, cualquiera de nosotros habría gritado, sollozado o se habría desmayado viendo lo que le hacían a nuestros hermanos. Ha sido aterrador. Les arrancaban la carne, sacaban sus entrañas y les quebraban los huesos. ¡Los quemaron estando aún vivos! ¡A una viuda madre de siete hijos le rompieron el corazón obligándola a presenciar la tortura y la muerte de sus siete hijos! La deshonraron, la golpearon y la torturaron hasta morir. ¡Di–s mío! ¡Y ellos no gritaron! Miraban a un lugar hacia allá —señaló con esfuerzo el lugar que él imaginaba— ¡y entraban en una paz que jamás he visto!
—Hijo, mi corazón sangra por todo ello. No sé a qué te refieres, pero insisto en que tendremos ocasión para hablar. Ahora, lo más importante es tu recuperación. Hay que tratar tus quemaduras, terminar de apagar los fuegos y comenzar cuanto antes a enterrar a nuestros hermanos. Antíoco arderá en sus propias llamas al final de los tiempos y la sangre inocente que ha derramado caerá sobre él. ¡Adonay, en verdad no saben lo que Te hacen dañando a Tu Pueblo y de qué manera se condenan!
—Padre, ni siquiera aquí encerrados han gritado estos hermanos, solo sus pobres hijos lloraban y los padres los consolaban. No podré olvidarlo nunca.
—Descansa, hijo…
Yehudáh no dijo nada más, cerró sus ojos y trató de respirar profundo y limpiar sus pulmones del humo inhalado. No paraba de toser.
La estampa del martirio difícilmente podría borrarse del paisaje. Antíoco había dejado una huella en la Tierra Sagrada que se convertiría en una pesadilla para él, pues quedó condenado para el resto de su vida a ver los rostros de los martirizados y a oír gritos en la noche. Nunca más pudo descansar, ni conciliar el sueño si no mediante potentes hierbas que le suministraban los médicos de la corte. Ni siquiera este estado le hizo recapacitar. Su carácter se envenenó aún más y manchó su alma con derramamientos de sangre por todo su Imperio. Un hombre, formado en la exquisitez de las culturas griega y romana, había perdido por completo su refinamiento y se había convertido en un ser maligno, que recibía con frialdad las noticias sobre ajusticiamientos y muertes masivas de los yehudím o de cualesquiera que les prestaban ayuda.
Después de un largo rato en el que todos sus compañeros habían seguido trabajando para disponer los enterramientos mientras él retomaba fuerzas, Yehudáh se levantó. Caminó hacia el lugar del martirio y vio, preparados para su purificación, los cuerpos descoyuntados de los sacrificados. No pudo contenerse. Brotaron lágrimas de sus ojos y se le cerró el estómago.
Yehudáh entonces pidió a los que allí estaban, que se ocuparan de enterrar juntos a los siete hermanos y a su madre colocándolos en una fosa contigua a la de El´azár. Entre ellos había un descendiente de una noble familia de filisteos de nombre Sami, que seguía la religión de los hijos de Israel y se había unido al grupo. Entre sus habilidades estaba la escritura y se había ofrecido a recoger en pergaminos todos los hechos vividos para informar al Pueblo. Yehudáh le llamó y le rogó que anotara sus palabras:
—Dice Moshé: «Todos los justos están bajo Tus Manos». Y ellos, que se santificaron por causa de ha–Shem, no solo fueron honrados con tal honor, sino también con el de lograr que los enemigos no dominaran a nuestro Pueblo y que el tirano fuera castigado y nuestra patria purificada. Pagaron por los pecados de todos. Por la sangre de aquellos justos y por su muerte propiciatoria, la divina providencia salvó a Israel. Así pues, ¡israelitas!, vosotros, que descendéis de Avrahám Avínu, ¡obedeced esta Toráh y observad en todo la piedad! Sabéis que la razón piadosa es dueña de las pasiones y de los sufrimientos tanto internos como externos. Por eso aquellos, al ofrecer sus cuerpos a los sufrimientos por causa de la piedad, consiguieron la admiración de los hombres y sus propios verdugos, preservando nuestra herencia divina. Gracias a ellos, algún día esta nación recobrará la paz, se restablecerá la observancia de la Toráh en nuestra patria y obligaremos a los enemigos a capitular.
Cuando terminó, se sentía aturdido, era como si esas palabras no fueran suyas, sino brotadas a través de él y nuevamente lloró.
Entonces se acercó Yehonatán y le dijo:
—Yehudáh, por mi culpa murieron. Si hubiera escapado antes y hubiera corrido más, esto podría haberse evitado… Tuve que parar varias veces porque me dolía el pecho, pero tenía que haber seguido. Estoy avergonzado ante vosotros y ante ha–Shem.Tenía que haberme quedado y tú, que eres el más fuerte y quien mejor corre, hubieras llegado a tiempo.
—Ají, hermano mío, no tienes nada que reprocharte o achacarte, no seas injusto contigo. Nadie hubiera corrido más que tú. Eres puro y me obedeciste. Yo, a lo mejor, no lo hubiera hecho y hubiéramos perdido nuestra oportunidad de escapar discutiendo y poniendo en riesgo nuestra vida. Ha–Shem te eligió y tú hiciste cuanto pudiste. ¡Y me has salvado! Si el cuerpo te obliga a tomar aire, nada debemos hacer. Paraste cuando no tuviste más remedio, no quebrantes tu paz con ello.
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