—¡Qué desgracia! ¡Haber nacido para ver la ruina de mi Pueblo y de la Ciudad Santa, y tener que quedarme con los brazos cruzados mientras que ella cae en manos de sus enemigos y el beit–ha–Mikdásh queda en poder de paganos!
Aquella herida había rebrotado en su espíritu con el suceso de Mod’ín. Lo ocurrido con Matityáhu, se calificó de revuelta ante el man-do militar en Yerushaláyim. Buscando la intervención inmediata contra los rebeldes, magnificaron la tragedia elevando el número de muertos. Se advirtió de que se trataba de una banda organizada de insurrectos levantados contra el rey. La muerte del funcionario y del apóstata había sido una demostración de enemistad contra el helenismo. Los delatores consiguieron instar a las autoridades para que tomasen la mayor de las represalias contra Matityáhu y los suyos.
Pocos días después ya se había organizado una columna de soldados para ir en su persecución. Durante su búsqueda causaron muertos y destrucción en los pueblos y comunidades que cruzaban, porque querían dar un escarmiento a la población. Para ello, además, esperaban al Shabbát, porque así se aseguraban de que los yehudím no les tirarían ni una piedra, sino que preferirían morir con la conciencia limpia ante ha-Shem que era testigo de cuán injustamente les perseguían y quitaban la vida.
Como rebeldes perseguidos, cada vez que Matityáhu, sus hijos y sus amigos sabían de lo que se estaba haciendo con el Pueblo, derramaban lágrimas de amargura. Comenzaron a temer por la extinción del Pueblo de Di-s. Tuvieron que plantearse que si no luchaban contra los paganos, pronto perecerían sin que generaciones venideras pudieran conocer el santo significado de la Alianza.
Matityáhu, un cohén piadoso, necesitaba resolver un dilema de gran trascendencia para él: defender la Alianza dejándose sacrificar, o defenderla protegiendo al Pueblo, aún a costa de asumir el pecado de no respetar el Shabbát.
Para Matityáhu, las leyes no eran solo normas a seguir, sino que estaban en su corazón y eran su vida. No podía respirar, comer o descansar, si no era con la satisfacción de estar siguiendo los dictados de Su Creador. Este era su único objetivo y sentido en la vida. Gracias a ello era un yehudí útil para su Pueblo. En medio de todas las dificultades de una existencia tan difícil, marcada por las muertes, la persecución y la soledad, el fiel cumplimiento de la Toráh era su fuerza y el Shabbát constituía el núcleo de su vida. El Shabbát era el día en que se dedicaba con más devoción a su unión con ha–Shem. Sin duda era la decisión más difícil que podría tomar y todos esperaban una respuesta de su líder.
Al finalizar aquel día, Matityáhu comunicó al incipiente ejército rebelde lo que había meditado durante horas, aunque llevaba mucho tiempo sopesando sus reflexiones:
—Si alguien nos ataca en Shabbát, nos organizaremos para que algunos de nosotros defiendan a quienes están cumpliendo la Toráh y todos rezaremos por la limpieza de esos nuestros hermanos a los que les corresponda defender al Pueblo. Así pues, el enemigo nos encontrará alerta para defendernos y evitar que seamos asesinados y sacrificados como corderos según han hecho con nuestros hermanos. Ruego a ha–Shem el perdón de nuestro pecado y que solo vea nuestra entrega por Su Pueblo y la Alianza. También os digo, que sois libres de seguir o no mi decisión acerca de nuestra situación durante el Shabbát. Lo entenderemos y lo bendeciremos.
En poco tiempo se fueron uniendo hombres a su causa. También lo hizo un grupo de jasidím (devotos), israelitas valientes, todos decididos a ser fieles a la Toráh. Estos se habían escindido de otro grupo mayor, porque no creían ya en su líder y temían caer en combate inútilmente sin haber conseguido otra cosa que su propio sacrificio. También pedían su ingreso en el grupo de Matityáhu muchos que querían escapar de la situación vivida en sus poblados y ciudades, así como aquellos a los que tanto sus familias como sus bienes les habían sido arrebatados. De esta manera, fueron reforzando sus filas con un creciente número de yehudím dispuestos a defender la Alianza.
Matityáhu y sus seguidores organizaron un grupo de rebeldes apenas armado aún, pero que fue convirtiéndose en un ejército para servir y defender al Pueblo. Atacó a los paganos impíos y a los apóstatas renegados que servían a los yavaním (griegos) como cómplices y acusadores. Se consagraron a recorrer el país destruyendo los altares sacrílegos y a proteger el sagrado cumplimiento de la circuncisión de los niños hebreos. Perseguirían a sus enemigos, defenderían la Toráh y no se rendirían ante la tiranía de un rey por poderoso que fuera.
Aquel día en el que la comunidad de El’azár y la viuda Danah con sus siete hijos fueron martirizados, dos de los hijos de Matityáhu, Yehudáh y Yehonatán, estaban entre los amenazados, pues acababan de llegar al asentamiento a interesarse por su situación. Puesto que eran rebeldes perseguidos, cuando vieron a los primeros soldados del contingente de Antíoco, pensaron que venían en su busca.
Determinaron que Yehudáh se quedaría con las familias mientras que Yehonatán escaparía para alertar a su padre. Por desgracia, Matityáhu y sus hombres se encontraban a casi cien estadios que Yehonatán, una vez saliera de aquella emboscada, tendría que recorrer a pie desde allí, ya que intentar llegar a su montura era una temeridad. (2) Así pues, Yehudáh se preparó para cubrir la huida de su hermano y Yehonatán logró ocultarse sin despertar ninguna alarma.
Sin embargo, no se trataba de compañías que vigilaban los caminos y hostigaban a los yehudím, sino de la hueste del rey Antíoco regresando de la guerra. Yehudáh fue testigo directo de la masacre de sus hermanos de fe, lacerados y torturados por causa de su épica defensa de la Toráh. Yehudáh estaba predestinado a ser contado entre las víctimas de la valerosa comunidad. ¡Cuánto hubo de contenerse confiado en que Matityáhu llegaría para enfrentarse al mismo Antíoco y con la ayuda de ha–Shem vencería a su poderoso ejército! Desde El´azár, a cada uno de los hermanos y a la madre viuda, los vio sufrir con una dignidad encomiable gracias a la cual él también recibía la necesaria fortaleza en su compungido corazón. Sentía a la vez impotencia, rabia, dolor y orgullo de ser yehudí. A cada sollozo, golpe y desgarro descargados contra las víctimas, su mano quería actuar, pero el valor que le transmitían los propios mártires le ayudaba a sujetar su pasión. Sin duda, cualquier movimiento sería una torpeza que le costaría la vida y quizá la de toda la comunidad, así como la de su hermano que permanecía escondido hasta asegurarse del éxito de su evasión.
Se terminó de organizar la hilera de yehudím. Quedaron preparados los instrumentos de tortura y el fuego. Todos se temían que los yehudím no complacerían a Antíoco sin resistirse. Unos y otros estaban concentrados en vigilar que nadie huyera de la fila y atender las órdenes del rey. Después de la tensa espera, Yehonatán comprobó que era el momento de huir sin ser advertido y salió a la carrera sin mirar atrás y encomendándose a Di–s.
Yehudáh no llegó a ser ejecutado, sino que fue encerrado y quemado vivo junto a los demás.
Mientras aquel tormento se desarrollaba, Yehonatán corría con la fuerza de su sangre alterada por la pena y también por el temor al destino de su hermano. La distancia se le hizo muy larga, pues había comenzado a correr a toda velocidad y pronto su corazón le impidió mantener el pretendido ritmo. Tuvo que detener su marcha varias veces y cuanto más paraba más se angustiaba y peor corría. Con el pecho dolorido y los pies ensangrentados, llegó, por fin, hasta Matityáhu. No podía ni hablar, pero su padre entendió que Yehudáh estaba en peligro y sin demora comenzó a dar órdenes. A toda prisa se organizaron en sus monturas, también Yehonatán, algo más rehecho, y se dirigieron a la colina del oprobio.
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