Juan Pablo Aparicio Campillo - Yehudáh ha-Maccabí

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Cuando una fuerza dominadora se propone acabar con la libertad, la vida y la fe de un Pueblo, solo espíritus excelsos como el de Yehudáh ha-Maccabí pueden percibir la voz de Di-s, mostrándole su misión y haciéndole ver las virtudes con las que logrará defender con éxito la Alianza. Nada hay más trascendente para un yehudí que el Pacto que ha-Shem dio a Su Pueblo, el cual implica comprometerse a cumplir con unas Sagradas Leyes que contienen las mejores enseñanzas, para que todos podamos evolucionar en este mundo y ser partícipes de la obra del Creador. Yehudáh fue un héroe cuyos valores representan la más alta dignidad que pueda predicarse de un ser humano. Su ejemplo debería inspirarnos para saber que podemos derribar nuestros muros, cualesquiera que sean, y para que nunca olvidemos que quien maltrata a un hermano escribe su sentencia y su nombre es borrado del Libro de la Vida.

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Menelao, como anteriormente había hecho Jasón, su predecesor, hacía siempre méritos para ganarse la confianza y simpatía de los seléucidas. Ordenaba frecuentes invasiones que violentaban la tranquilidad de las comunidades, con el fin de cautivar a los enviados del rey mostrándose inflexible con los contrarios al helenismo. No dudaba en obligar a los yehudím a traicionar la Alianza, y los conminaba a ingerir alimentos impuros, a levantar altares, aceptar a Júpiter como el nuevo ídolo y alzar estatuas de los dioses griegos, que debían ser adoradas en cada población. Sus mandatos eran ejecutados con encarnizamiento a fin de asegurar el éxito de sus planes al servicio del rey. Algunos israelitas renunciaron a la Alianza y apostataron por temor, pero Matityáhu BenYehojanán ha–cohén y sus cinco hijos, se negaron. Entonces los funcionarios del rey que habían llegado a su pueblo, les dijeron:

—Tú eres una persona de autoridad, respetada e importante en esta ciudad, y tienes el apoyo de tus hijos y de tus hermanos. Acércate, pues, para ser el primero en cumplir la orden del rey. Así lo han hecho en todas las naciones y muchos en esta misma provincia, así como la gente que ha quedado en Yerushaláyim. De esta manera, tú y tus hijos formaréis parte del grupo de los amigos del rey, y seréis honrados con obsequios de oro y plata, y con muchos otros favores. De igual forma, vuestra ciudad será premiada con más construcciones que protegerán y engrandecerán vuestra condición de ciudad del Imperio.

Matityáhu respondió con voz potente para que todos lo escucharan:

—Pues, aunque todas las naciones que viven bajo el dominio del rey le obedezcan y renieguen de la religión de sus antepasados, y aunque acepten sus órdenes y sus envenenados regalos y reconocimientos, mis hijos, mis hermanos y yo seguiremos fieles a la Alianza que ha–Shem hizo con nuestros Padres. ¡No abandonaremos ni la Toráh ni los mandamientos! ¡No obedeceremos las órdenes del rey que injustamente vayan dirigidas a apartarnos de nuestra religión en lo más mínimo!

Pero, apenas había terminado de hablar Matityáhu, un judío se adelantó, a la vista de todos, para ofrecer un sacrificio sobre el altar pagano que se había levantado en Mod’ín. Al verlo, Matityáhu se llenó de indignación, se estremeció interiormente y no pudo evitar correr iracundo hacia aquel renegado con quien forcejeó hasta darle muerte sobre el mismo altar pagano. El funcionario que obligaba a los yehudím a ofrecer esos sacrificios, intentó acabar con la vida de Matityáhu atacándole por la espalda. Pero Matityáhu lo había advertido y se adelantó a su agresor derribándole. El desdichado funcionario se clavó su propia daga al caer y murió casi al instante. Ante la estupefacción de los demás guardias, vasallos y funcionarios, Matityáhu destruyó finalmente el altar. Solo entonces recobró la calma y fue plenamente consciente de lo ocurrido.

Cuando terminó, todo el Pueblo quedó sobrecogido y asustado ante las consecuencias de este acto. No sabían si explotar de alegría o correr a refugiarse por temor a la represalia que se tomaría contra ellos. Enseguida Matityáhu tomó fuerzas y se dirigió a sus vecinos exhortándoles con estas palabras:

—¡Todo el que tenga celo por la Toráh y quiera ser fiel a la Alianza es bienvenido a nuestra familia! No temáis rebelaros contra lo injusto cuando el bien que se quiere destruir es nuestra fidelidad a ha-Shem. Yo os digo que, quien por cobardía consiente la ruptura de la Alianza, se enfrenta a algo infinitamente más terrorífico en la eternidad.

Mientras pronunciaba esta arenga a la multitud, los enviados del rey y del Cohén–ha–Gadól, alarmados ante lo que se les venía encima, recogieron a toda prisa las mesas, registros y enseres que los acompañaban en sus viajes y huyeron cuidando de que no les persiguieran.

Matityáhu y sus hijos se rasgaron las vestiduras, se pusieron ropas ásperas y lloraron amargamente por lo acontecido pues habían matado a dos hombres. De inmediato, se esforzaron en dar rápida sepultura a los muertos, y rezaron por los dos.

Con el propósito de librar al Pueblo de la represalia que iba a conllevar esa acción, Matityáhu y sus hijos recogieron sin demora todo lo que pudieron cargar y abandonaron Mod´ín.

Dejaron su casa y entregaron al Pueblo los animales y todos sus bienes. Solo se llevaron un asno que cargaba con las pertenencias más básicas. Se refugiaron en el desierto y en las montañas. De esta manera, comenzaron su vida como fugitivos.

Matityáhu, hijo de Yehojanán y nieto de Shim’ón, era cohén y descendiente de Yehoyarív, originalmente de la casa de Jashmón (o Hasmón). Había nacido en Yerushaláyim, pero años atrás, se había establecido en Mod’ín. Sus cinco hijos eran: Yehojanán, Shim’ón,Yehudáh, El’azár y Yehonatán.

Como cohén y hombre piadoso, Matityáhu vivía con profundo desasosiego desde que Jasón comenzara a profanar el beit–ha–Mikdásh y después continuara Menelao la infame labor. Los tesoros recaudados gracias al esfuerzo y la fe de los yehudím eran utilizados para comprar voluntades en el entorno del rey y ganar el favor del monarca a cualquier precio. Ya durante la llevanza del Templo por Jasón se había ordenado colocar una estatua de Júpiter en el ezrát cohaním, el atrio de los sacerdotes del beit–ha–Mikdásh.

Joniyó III, ha–Cohén–ha–Gadól, pasaba largas temporadas en Antioquía en la corte. Su intención era la de mantener al rey alejado de Yerushaláyim y contribuir a rebajar el grado de anti-judaísmo que venía instalándose entre los seléucidas. Como ha–Cohén–ha–Gadól se preocupaba por que los yehudím pudieran vivir en paz. Se desvivía por procurarles tranquilidad y hacía cuanto estuviera en su mano, aunque para ello tuviera que poner en riesgo tanto su cargo como su propia seguridad. Era consciente de las consecuencias que podría acarrear que su ambicioso hermano Jasón cubriera el cargo durante sus largas partidas pues se comportaba como si ya hubiera usurpado el cargo. A fuerza de sustituir a Joniyó en la llevanza del beit–ha–Mikdásh, se encendió en Jasón un deseo apasionado de detentar esa dignidad.

Jasón terminó consiguiendo su propósito y fue nombrado ha–Cohén–ha–Gadól en detrimento de Joniyó.

Quien fuera en los momentos en que desempeñó el cargo como sustituto de Joniyó, como después en su condición de dignatario, Jasón se esforzaba siempre por que llegaran al rey muestras de su lealtad. Disfrutaba llevando a cabo actos relevantes en el beit–ha–Mikdásh y en la ciudad, de forma que cuanto trascendiera y llegara a oídos del monarca, le hiciera ver que él era su mejor y verdadero aliado para dominar a los yehudím. Tal era su oscura disposición que organizaba fiestas paganas durante los días más señalados: Yom Kipúr, Pésaj o incluso Shabbát.

Las irreverentes celebraciones, el expolio de los tesoros del beit–ha–Mikdásh que consintió, ya en tiempos de Seléuco IV, así como los asesinatos cometidos para acallar cualquier protesta contra su administración, eran parte de los mensajes de amistad que Jasón enviaba a la corte. Una vez Antíoco sucedió a Seléuco y se publicó su infame edicto contra los yehudím, se desvivió, además, por hacerlo cumplir y en señal de fidelidad, levantó, una estatua de Zeus Olímpico en el beit–ha–Mikdásh. Esta ofensa contra los yehudím era día a día fue superada por el ilegítimo Cohén–ha–Gadól Menelao que después del incidente de Mod´ín ordenaría la muerte de Matityáhu y sus hijos.

Todo ello había dejado a Matityáhu profundamente conmocionado porque muchas eran las injurias que se hacían a Di–s en la Ciudad Santa y el beit–ha–Mikdásh. Por eso, un día en el que había ido a Yerushaláyim a rezar en la Casa de Di–s, al reencontrarse con el sacrilegio cometido por el Cohén–ha–Gadól, se marchó triste y llorando de impotencia. Caminó cabizbajo por las calles hasta desembocar en la Puerta de Efrayím por la que saldría de la ciudad. Ante la extrañeza de los guardias de la muralla, se detuvo y, levantando su vista al cielo, exclamó:

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