Juan Pablo Aparicio Campillo - Yehudáh ha-Maccabí

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Cuando una fuerza dominadora se propone acabar con la libertad, la vida y la fe de un Pueblo, solo espíritus excelsos como el de Yehudáh ha-Maccabí pueden percibir la voz de Di-s, mostrándole su misión y haciéndole ver las virtudes con las que logrará defender con éxito la Alianza. Nada hay más trascendente para un yehudí que el Pacto que ha-Shem dio a Su Pueblo, el cual implica comprometerse a cumplir con unas Sagradas Leyes que contienen las mejores enseñanzas, para que todos podamos evolucionar en este mundo y ser partícipes de la obra del Creador. Yehudáh fue un héroe cuyos valores representan la más alta dignidad que pueda predicarse de un ser humano. Su ejemplo debería inspirarnos para saber que podemos derribar nuestros muros, cualesquiera que sean, y para que nunca olvidemos que quien maltrata a un hermano escribe su sentencia y su nombre es borrado del Libro de la Vida.

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—¡Habla a tu hijo, mujer! Hazle entrar en razón si no quieres perder al único que te queda.

Entonces la madre le habló en la lengua del Pueblo para mayor escarnio de Antíoco. Le exhortó a que siguiera el ejemplo del anciano maestro y de sus hermanos pues Di–s estaba con él. Después de escuchar enternecido a su madre, el niño pidió hablar al rey, el cual quiso darle una oportunidad de rectificar.

—Habla… —dijo secamente Antíoco.

—¡Tirano sacrílego, demuestras ser el más impío de todos los malvados! La justicia divina te entregará a un fuego más ardiente y eterno y a unos tormentos que no te abandonarán en toda la eternidad. Eres una bestia salvaje que martirizas y torturas a tus semejantes, hombres como tú. El’azár y mis hermanos murieron noblemente y yo no renegaré del testimonio que ellos han dado. Pido a ha–Shem que sea propicio a nuestro Pueblo.

Ahora sí que no había lugar a la compasión de Antíoco. Él mismo bajó a la arena y, tras escupir sobre el rostro de la madre, ordenó poner de rodillas al niño y abrirle la boca para que uno de los soldados orinara en ella. Concluido esto, se alejó de la escena recordando a los soldados que cortaran primero su lengua, aunque ello le llevara a morir más rápido y sentenció:

—No quiero escuchar una palabra más de estos locos, ¿habéis entendido? Una palabra más y correréis su misma suerte.

Arrancaron también su lengua y lo golpearon en sus órganos vitales. Después, lo llevaron a la parrilla. El menor de los siete, se removía en el fuego abrasador buscando la Luz que a todos ellos daba fuerzas para resistir el martirio. Cada gemido de su pequeño desgarraba el corazón de Danah, su madre que rogaba a ha–Shem que se llevara ya esa última vida. A punto de desfallecer, pudo sentir cómo Ram encontró la paz y entregó su vida.

Destrozada por la pena y bañada en lágrimas, quedó la viuda Danah, que significa «la que juzga». Madre de estos siete jóvenes, había resistido el espectáculo macabro y doloroso de todos sus hijos torturados hasta la muerte. Ni la fiereza de los leones de Daniel ni la voracidad del horno de Mishaél podían igualarse al ardor del amor maternal en aquella mujer al ver masacrados a los siete frutos de sus entrañas ya muertos.

Entonces, para debilitar aún más su corazón, uno de los oficiales de Antíoco vino a aumentar el suplicio que estaba viviendo y se burló de ella diciendo:

—¡Triste de ti y mil veces desdichada! ¡Siete hijos trajiste al mundo y ahora no eres madre de ninguno! ¡Inútiles fueron tus siete embarazos, de nada sirvieron tus siete ciclos de diez meses y estériles resultaron tus cuidados, así como de nada valió que los amamantaras!

En vano soportaste los dolores de parto y las graves dificultades de la educación. Ya no verás a tus hijos ni tendrás la dicha de ser llamada abuela. ¡Ay de ti, mujer! Con tantos hijos y tan hermosos, quedas ahora sola en tu llanto. Tú ya no tienes remedio, pero tu Pueblo sí, hazlo por las madres que pasarán por esto si tú no lo evitas.

Danah se levantó entre sollozos e intentó dirigirse al Pueblo, pero un soldado tapó su boca para que no se irritara Antíoco. Pero el rey observó la escena y, una vez más, sintió curiosidad por saber qué iba a decir y le autorizó a hablar. Ella solo se dirigió al Pueblo, al que les dijo en su lengua:

—Hijos y hermanos míos todos, el combate es noble. A él habéis sido convocados para dar testimonio de nuestro Pueblo. Luchad con ánimo por la Toráh de nuestros padres. Sería una vergüenza que nuestro anciano maestro hubiera soportado los dolores por causa de la piedad y sin embargo los demás retrocediéramos ante las torturas. Ya habéis visto a mis hijos, ha–Shem los tenga en Su Gloria, Bendito Él. Recordad que, si por Di–s vinisteis al mundo y gozáis de la vida, por Di–s debéis soportar cualquier dolor. También Avrahám Avínu (7) se apresuró a sacrificar a su hijo Yitsják, y éste no se asustó al ver avanzar hacia sí la mano de su padre. O el justo Daniel que fue arrojado a los leones; y Jananyáh, Azaryáh y Mishaél que fueron precipitados en un horno de fuego. Y todos lo soportaron por ha–Shem. Así que vosotros, que tenéis la misma fe, no os turbéis. Todo el que conoce la piedad tendrá ánimo para afrontar los dolores.

La madre de los siete exhortaba con estas palabras a su comunidad y los animaba a morir antes de quebrantar el precepto. Pero como otro de los torturadores veía crecer la furia de Antíoco, a quien traducían las palabras de la mujer, se apresuró a golpearla en el estómago haciéndola caer. Antíoco había estado bebiendo, pues ni él soportaba tan sangriento y espeluznante espectáculo provocado por su soberbia y maldad.

Con un fuerte grito, el rey mandó que la amordazaran y la expusieran desnuda ante todos. Ordenó que la atasen y la dispusieran como si fuera un perro. En esa humillante posición, mientras ella pensaba en sus siete hijos asesinados, el criminal ordenó a siete soldados que la ultrajaran sin misericordia. Pocos eran los ojos no horrorizados por este hecho cruel en extremo. Incluso los consejeros de Antíoco y los sacerdotes apartaban su mirada y le pedían al rey que detuviese tan grave atrocidad, pero no lo hizo. Un cohén del beit–ha–Mikdásh, que no soportó más el horror, se precipitó contra uno de los soldados que la violaba, lo empujó y golpeó tratando de protegerla, mirando desafiante a Antíoco, que sonreía al ver cuán falsos eran sus cortesanos. Pero poco duró el desplante, pues de inmediato el sacerdote fue acuchillado por la espalda cayendo al suelo a un costado de la mujer. El cohén vio entonces amor en los ojos de Danah a pesar de la tortura y durante ese instante comprendió la grandeza de ha–Shem que en todos sus años de sacerdocio no había aún conocido.

—Perdóname, mujer —le dijo.

—Que ha–Shem te bendiga en la última luz que vean tus ojos… —le contestó ella.

En el momento en que el sacerdote expiraba, absorto en lo que nunca antes había sentido, ella era nuevamente golpeada y arrastrada por el pelo hasta la parrilla. Aguardaron los matarifes a que Antíoco diera la señal y con un gesto displicente y contrariado, ordenó que la arrojaran sobre ella. Al igual que las anteriores víctimas, Danah sollozó sin gritar. Buscó paz en ese horizonte hacia el que se extendía la larga hilera que formaban todos los miembros de la comunidad. Mientras las llamas y brasas terminaban de descarnarla, encontró su anhelado consuelo y pudo entregar su cuerpo a la muerte.

El silencio era aterrador, solo se percibían sombras de muerte en el campo de la colina. Entonces, Antíoco ordenó acuchillar finalmente a los verdugos desobedientes y levantar el campamento para continuar camino. Pero, como último acto malvado, mandó encerrar a todos en los pocos edificios que servían como graneros y establos, ya que ellos vivían en tiendas. Los introdujeron empujándoles con las lanzas, hiriendo a muchos. También mataban a los animales que se resistían y finalmente condenaron los portones y les prendieron fuego. A continuación, incendiaron las tiendas y los huertos.

Para cuando terminaron de prender el último de los graneros, Antíoco ya se había alejado del asentamiento, por lo que los soldados encargados de aniquilar a la población corrieron para reincorporarse a la comitiva dejando a sus espaldas sangre, dolor y maldad.

Las llamas se extendieron rápidamente incendiando la seca vegetación y las construcciones donde habían sido encarcelados. Los yehudím apilados en su interior, comenzaban a asfixiarse y se resignaban a morir abrasados.

CAPÍTULO II

Matityáhu

Poco tiempo atrás, en la ciudad de Mod’ín (1), distrito de Lod, había acaecido en ese año fatídico de 167 a. e. c., un suceso de los que se repetían por todo Yehudáh, Shomrón (Samaria) y ha–Galíl (Galilea). Ocurrió que los funcionarios del rey encargados de hacer conocer y vigilar el cumplimiento del decreto de apostasía, llegaron a esta ciudad. Iban acompañados por los guardias del beit–ha–Mikdásh enviados por el instigador Menelao, a la sazón, ha–Cohén–ha–Gadól.

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