1 ...6 7 8 10 11 12 ...29 ¡En verdad, no entiendo por qué os repugna comer la gustosísima carne de estos animales con los que los dioses nos obsequian! Puedo entender que os disguste la sangre. Daré orden para que no los comáis crudos, tampoco es de mi agrado mancharme las manos así. ¡Pero no podéis detestar placeres inocentes que nos da la naturaleza y ver pasar los días de vuestros hijos sin disfrutar de la vida! ¡Más os digo, un dios injusto sería aquel que ordenase rechazar los dones de la naturaleza! ¡Ningún dios estaría contento con un Pueblo así! Mira anciano, cometerías una gran insensatez si llegaras a despreciarme y me empujaras a hacer que te castiguen por causa de vuestros desvaríos a propósito de una ley que es ilógica e inaceptable por más que vosotros la tengáis por divina.
Pero ante la actitud callada de aquel hombre, Antíoco se iba enojando por momentos.
—¿Es que no vas a despertar de tu locura? ¡Termina de una vez con las divagaciones que percibo en tu mirada a propósito de mis palabras! Te exhorto a que adoptes una actitud digna de tu edad y te decidas por la filosofía de lo práctico. Ríndete a mi amistoso consejo y ten compasión de tu propia vejez y de tu Pueblo. El dios en el que creéis te perdonará cualquier transgresión cometida bajo coacciones y amenazas que pusieran en riesgo tu vida. ¡Yo mismo, tu rey, estoy dispuesto a pedir a nuestros dioses que os concedan buenas cosechas, alegría y salud!
El´azár, entonces, pidió la palabra. Por un instante miró a la larga fila de yehudím y cuando Antíoco le autorizó a hablar, dijo:
—Nosotros, Antíoco, nos regimos convencidos por la Ley que Di-s nos dio y tu desprecias. Estimamos que la obediencia a nuestra Toráh es lo más valioso para un yehudí. Amamos y respetamos a nuestros padres, que nos la dieron generación tras generación de los mismos labios de ha–Shem, Barúj Hu. (4) Por eso creemos que es indigno transgredirla cualquiera que sea la circunstancia o temor.
Si nuestra Toráh no respondiera a la verdad, ¿qué daño hacemos teniéndola por divina para nosotros por las razones que nos asisten? ¿Es lícito para un rey obligar a sus súbditos a renunciar a su criterio sobre la piedad y a una fe que es respetuosa hacia los demás? (5)
No pienses que el comer algo impuro constituye una falta pequeña. En ello nos va la vida porque educamos a nuestros hijos en el cumplimiento de la Toráh de manera que quien la quebranta en lo pequeño, la quebranta en lo grande, y en ambos casos es despreciada.
Tú te burlas de lo que llamas “nuestra filosofía”, como si por culpa de ella viviéramos en contra del recto uso de la razón. Pero nuestra manera de vivir la fe nos inculca la templanza que tanto nos ayuda a vencer todos los placeres y deseos que encadenan al hombre. Por mor de esta sagrada lucha, podemos llevar una convivencia tranquila y en comunidad como verdaderos hermanos. Además de procurarnos ese bien, la lucha contra nuestras pasiones humanas nos ejercita en la fortaleza para que soportemos el dolor cuando somos ofendidos o violentados. También nos educa en la justicia, para que en todas nuestras disposiciones de ánimo actuemos con equidad. Asimismo, nos instruye en la verdad y la rectitud para que amemos a ha– Shem, el único y verdadero Di–s, alabado sea. No comemos nada impuro porque la Toráh ha sido establecida por el Creador del mundo. Él conoce nuestras necesidades y limitaciones y tiene en cuenta nuestra naturaleza.
Desde nuestros antiguos padres, sabemos que nos ha mandado comer lo que nos conviene, así como procurar el bien de nuestro espíritu. Por eso nos ha mostrado la prohibición de comer ciertos alimentos. Es un abuso que nos fuerces a transgredir la Toráh para, después, burlarte de nosotros una vez comamos lo que tanto aborrecemos.
En nuestro Pueblo somos libres y nos cuidamos de juzgar al prójimo porque solo ha–Shem juzga. Así pues, cada uno hará lo que en su conciencia sienta y cuanto su resistencia al dolor le permita soportar la injusta acción que irremediablemente vas a llevar a cabo contra inocentes. Pero yo no violaré los sagrados juramentos de observar la Toráh que mis antepasados hicieron. Aunque me saques los ojos y me abrases las entrañas no lo conseguirías. No renegaré tampoco de mi venerable sacerdocio como otros sí han hecho y no abandonaré toda una vida consagrada a la Toráh. Ha-Shem me recibirá puro. No temo a tus coacciones de padecimiento y de muerte. Soy anciano pero mi razón es fuerte y joven como mi espíritu, el cual nuestro Di–s riega y fortalece cada día. Te imploro piedad para mi Pueblo, pues así podrás ser perdonado por Él, pero no la pido para mí. Prepara, pues, las ruedas del tormento, si así lo quieres, y atiza con intensidad ese fuego en el que solo destruirás mi cuerpo. Mis convicciones no vas a dominarlas ni con engaños ni por la fuerza.
Tras este discurso que emanaba piedad y justicia, se hizo un silencio aterrador. Antíoco hervía de humillación. Su enfurecimiento se reflejaba en las órbitas enrojecidas de sus ojos en contraste con la mirada del anciano que desprendía serenidad.
Sin más contemplación, ordenó con un gesto que los guardias arrastraran a El’azár al lugar de los tormentos. Le desnudaron y ataron los brazos por uno y otro lado comenzando a descargar sobre el anciano toda clase de azotes y latigazos mientras un heraldo gritaba ante él:
—¡Obedece las órdenes del rey!
Pero El’azár no cambió de actitud, más bien parecía ausente de su espantoso castigo. Con los ojos clavados en el horizonte conteniendo el dolor, fueron desgarrando sus carnes a golpe de correas. Entonces, bañado en sangre y con los costados convertidos en una llaga, su cuerpo ya cayó al suelo. Pero ni así lo dejaban. Uno de los torturadores se abalanzó sobre él y le propinó innumerables patadas en los costados gritándole que se levantase ante su rey y renegase de ese dios falso que les había vuelto locos a todos.
El´azár, sobreponiéndose al dolor y a las vejaciones, consiguió levantarse y, tras unos segundos mirando a un punto perdido en la interminable fila de corderos yehudím que iban a ser sacrificados. Entonces se volvió hacia sus verdugos con rostro tan sereno y compasivo, que tuvieron que dar dos pasos atrás ante la fuerza que se desprendía de tan noble espíritu. Jadeante, con el cuerpo desollado y trémulo, aguantó tambaleante ante la pavorida multitud. Muchos de los presentes quedaron emocionados admirando su rectitud y sorprendidos por la fortaleza y entereza de espíritu que se traslucía a pesar de su estado. Algunos de los que habían venido a ver al rey se le acercaron y le dijeron:
—El´azár, ¿por qué te destruyes absurdamente con estos sufrimientos? Déjanos ayudarte, te traeremos alimentos cocidos, solo tienes que simular probar el cerdo y te salvarás.
—Hermano —dijo él—, has renegado de tus raíces y de tu lazo sagrado con ha–Shem, por ello estás ciego, pero recuerda que no somos tan necios los hijos de Avrahám Avínu como para representar, por flaqueza de espíritu, una comedia indigna de nosotros.
Hizo una pausa, pues su estado era de muerte y luego continuó:
—He vivido para la verdad hasta la vejez y la he conservado fielmente, sería injusto que yo ahora cambiara mi actitud y me convirtiera en un modelo de falsedad e impiedad para nuestro Pueblo y en un temeroso de los hombres y no de Di–s. También tenemos nuestros deberes hacia los jóvenes, no podemos animarlos a transgredir la ley divina y empujarles a comer alimentos impuros para nosotros. Sería vergonzoso ante ha–Shem, que lográramos vivir un poco más a costa de que todos se burlasen a causa de nuestro apocamiento. En cuanto a ese tirano al que servís, bien sabéis que despreciaría aún más, si cabe, a los hijos de Avrahám si por nuestra pusilanimidad no diéramos la vida por defender nuestra Toráh.
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