En el beit–ha–Mikdásh (el Templo de Yerushaláyim) se toleraban repetidas escenas que recordaban los cultos sexuales cananeos. (11) Además, se permitía la introducción en el recinto sagrado toda suerte de inmundicias, carnes impuras, bebidas, vestidos sin lavar ni purificar y vajillas contaminadas. Sobre el altar se sacrificaban cerdos. Se violaba el Shabbát, la fiesta más sagrada de los yehudím (judíos), y se les obligaba a celebrar el natalicio del rey, teniendo que participar en los sacrificios que se inmolaban con este motivo. También se castigaba con la muerte la enseñanza de otra lengua que no fuera el griego.
La procesión de Dionisio, dios del vino, llamado Baco por los romanos, era otra muestra de la provocación contra los yehudím (judíos). Se trataba de uno de los dioses yavaním (griegos) más populares y era costumbre organizar toda una cohorte en su honor que circulaba por Yerushaláyim (Jerusalén). En ella marchaban en un lugar privilegiado tanto sacerdotes como magistrados y autoridades, además de efebos y otros personajes. Su efigie iba en sitio destacado rodeada de sátiros, músicos y bacantes. Era una loa a la exuberancia, dirigida a promover el placer de los sentidos a través de la fiesta, el baile, la algarabía desenfrenada y el vino. Mantenerse sobrio en estas fiestas llegaba a considerarse delito.
Entre herejías, saqueos y persecución contra el yehudí desobediente, la vida se convirtió en un suplicio para la mayoría de ellos. También había quienes traicionaban la Alianza a fin de congraciarse con el poder, vivir en paz e incluso mejorar su posición social y económica.
En otra malaventurada ocasión, Antíoco atravesó la provincia de Yehudáh (Judea) y subió de nuevo a Yerushaláyim (Jerusalén) con su poderoso ejército como si fuera a destruirlo. Violó con insolencia el santuario y saqueó los tesoros que halló, además del altar de oro, la Menoráh (el candelabro de siete brazos) del Templo, la mesa de las ofrendas, los vasos, las copas, los incensarios de oro, la gran cortina y las coronas. Asimismo, arrancó el decorado y las molduras de oro que cubrían la entrada del beit–ha–Mikdásh (el Templo). Asesinó a su paso al que trataba de sublevarse. Sembró el terror como en los peores tiempos del Pueblo bajo la tiranía de Nabucadnesar (12), y luego continuó hacia Antioquía llevando consigo un botín con valor equivalente a casi tres años de impuestos.
No contento con profanar y saquear asiduamente el beit–ha–Mikdásh (el Templo), había ordenado la edificación del Akra sobre har–Tsión (monte Sión). Se trataba de una fortaleza con tres torres poderosas que dominaban sobre la ciudad. Era el acuartelamiento de una vanguardia de tropas sirias de acreditada fidelidad al rey. En él se almacenaban armas y víveres. El acantonamiento también servía de residencia a muchos renegados. Los soldados tenían libertad para obrar a placer en toda la ciudad, ante la mirada cómplice y mezquina del ha–Cohén–ha–Gadól (el Sumo Sacerdote).
Desde el corazón de la ciudad de David, se prodigaban en actos de desprecio contra la población y aseguraban la exacción de los gravosos tributos con los que se coaccionaba a quienes estaban enemistados con las órdenes de Antíoco.
En Yerushaláyim hervía el descontento. Una escalada de violencia que se convirtió en una nueva rebelión, fue aplacada causando más incendios y destrucción de casas. Se llevaron mujeres y niños cautivos y se apoderaron de los ganados. El general Apolonio era el responsable de sofocar todo intento de protesta o desobediencia. Acampado con veintidós mil hombres alrededor de la ciudad, sembraba el terror dando órdenes en cada Shabbát, para degollar a un número de adultos y secuestrar mujeres y jóvenes que eran vendidos después de sufrir abusos por parte de las tropas.
El más injurioso de los gestos cómplices con el que Menelao quiso adular a Antíoco ocurrió en el año 167 a. e. c. El Cohén–ha–Gadól (Sumo Sacerdote) había hecho saber por todo el territorio que el día quince del mes de Kislév (13) se levantaría en el beit–ha–Mikdásh (el Templo) una grandiosa estatua de Júpiter Olímpico. Sería exhibida y adorada en el atrio exterior dominando la ciudad. Con este ofrecimiento pretendía reforzar su lealtad al tirano sin importarle los sentimientos de quienes aún vivían observando la Toráh (Pentateuco).
Desde tiempos de Jasón se habían levantado numerosos altares honrando a los dioses paganos. Él mismo, siendo ha–Cohén–ha–Gadól (Sumo Sacerdote), había profanado el altar del beit–ha–Mikdásh ordenado la colocación de una estatua de Júpiter en el atrio de los sacerdotes. Pero Menelao quería asegurarse de agradar al rey en grado máximo.
Antíoco, conocedor del agravio que esto supondría para los yehudím (judíos), no ocultó su regocijo. Así pues, no tardó en anunciar que, a su regreso de Egipto, estaría presente en los festejos a propósito de la solemne inauguración de la gran estatua a la que el Pueblo llamó “el abominable ídolo”.
El conflicto se recrudecía día tras día. La opresión y los castigos contra los yehudím (judíos) piadosos se incrementaron. Los propios apóstatas informaban a los gobernantes acerca del grado de cumplimiento o desobediencia a las disposiciones del rey.
El único aliento para los yehudím (judíos) fieles a la Alianza provenía de las asambleas secretas que organizaban a fin de dar esperanza y fortaleza al zaherido Pueblo hebreo. Esta situación injusta, además de menoscabar su dignidad como nación, amenazaba con destruir su especial lazo con Di–s. La Alianza constituía una herencia que con fe y sacrificio habían sostenido sus antepasados para preservar el Pacto sellado con Avrahám y renovado a través de Moshé (Moisés). Para el yehudí (judío) piadoso, la fidelidad a la Alianza trascendía la importancia de su propia vida.
El Pueblo Yehudí (judío) se encontraba una vez más ante la disyuntiva histórica de renunciar a su fe para sobrevivir o luchar por defenderla contra un enemigo imposible de vencer, aunque con la esperanza en que Di–s volvería a socorrerles.
En este tiempo de terror y aflicción, muchos vivieron tragedias de inigualable crueldad. No es de extrañar, por tanto, que hubiera quienes se doblegaran al miedo impuesto por los soldados seléucidas.
En esta tesitura también surgieron discrepancias religiosas entre los propios yehudím (judíos). Los más celosos consideraron que no había que rebelarse, ya que lo acaecido era un castigo de Di–s que había que aceptar y se había servido de Antíoco como mero instrumento para castigar los pecados del Pueblo. (14) Del mismo modo, la corrupción del sacerdocio sería un medio para el merecido castigo que se debía recibir por los graves pecados cometidos. Pensaban que al haber caído en indignidad ante Di–s, ÉL mismo les había privado incluso del Santuario pues ya no lo consideraba Su Morada. Por esta razón permitía la continua profanación del beit–ha–Mikdásh. (15)
Otros grupos proponían abiertamente alcanzar pactos y dejar de padecer con cada fuerza militar que los conquistaba, pues las muertes y el sufrimiento eran demasiada carga para una población muy diezmada y pronto no quedarían yehudím (judíos) sobre la tierra si no aprendían a sobrevivir.
Desde el beit–ha–Mikdásh (el Templo) se incentivaba la helenización del Pueblo. La norma era participar de todo aquello que agradara al tirano. Permanentemente se atacaba y ofendía lo más sagrado del judaísmo. La berít–miláh (circuncisión), que era el símbolo definitivo de la Alianza, fue atrozmente castigada y, por ello, la epispasmos se convirtió en el requisito para aquellos que querían ser aceptados entre las clases nobles seléucidas. Este era el ejemplo a seguir para ascender en jerarquía y prosperar.
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