Juan Pablo Aparicio Campillo - Yehudáh ha-Maccabí

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Cuando una fuerza dominadora se propone acabar con la libertad, la vida y la fe de un Pueblo, solo espíritus excelsos como el de Yehudáh ha-Maccabí pueden percibir la voz de Di-s, mostrándole su misión y haciéndole ver las virtudes con las que logrará defender con éxito la Alianza. Nada hay más trascendente para un yehudí que el Pacto que ha-Shem dio a Su Pueblo, el cual implica comprometerse a cumplir con unas Sagradas Leyes que contienen las mejores enseñanzas, para que todos podamos evolucionar en este mundo y ser partícipes de la obra del Creador. Yehudáh fue un héroe cuyos valores representan la más alta dignidad que pueda predicarse de un ser humano. Su ejemplo debería inspirarnos para saber que podemos derribar nuestros muros, cualesquiera que sean, y para que nunca olvidemos que quien maltrata a un hermano escribe su sentencia y su nombre es borrado del Libro de la Vida.

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La vida del beit–ha–Mikdásh (el Templo), rezumaba corrupción y sacrilegio. Los sacerdotes adoraban a los dioses paganos y no realizaban los servicios del altar, sino que se habían entregado a la práctica de las costumbres griegas y a la delación de otros yehudím (judíos) con tal de mantener su estatus y calibrar sus oportunidades de ascenso.

Era un tiempo de gran duelo para todos los hijos de Israel. Las familias lloraban y las fiestas sagradas pasaron a ser días de luto. Poco a poco, los yehudím (judíos) acabaron convirtiéndose en una colonia extranjera en su propia nación bajo la grave amenaza de extinción. En edad oscura y de gran dolor para la tierra y los hijos de Israel, vivió Yehudáh ha–Maccabí.

Capítulo I

El martirio

Muchos fueron los episodios que se podrían contar acerca de la crueldad y la barbarie que el Pueblo Yehudí sufrió a manos de los seléucidas. Pero lo ocurrido en este día acompañó a Yehudáh durante el resto de su vida.

Corría el año 167 a. e. c. Los yehudím vivían el primer día de jódesh Elúl. Según el calendario hebreo, era el último mes del año que los yehudím celebraban como el más propicio y digno para su teshuváh (enmendar los errores cometidos, cara a un nuevo comienzo). Todas las comunidades se preparaban para la kaparáh (expiación), y trataban de vivir con taharáh, (limpieza, pureza), porque el Cielo muestra, en estos días, mayor misericordia y en este momento del año se dirime la suerte para el nuevo ciclo anual.

Mil años atrás, en jódesh Av (mes que precede a Elúl), Moshé volvió al monte Sinaí para pedir el perdón de Di–s por el pecado del becerro de oro y renovar la Alianza. Tras cuarenta días, regresó y con alegría entregó al Pueblo las Segundas Tablas de la Ley que Di–s le dio.

En conmemoración de aquel perdón, los yehudím fijaron cuarenta días para el arrepentimiento y limpieza, los cuales se contarían desde el principio de Elúl hasta el diez de Tishréy, fecha en la que celebrarían Yom Kipúr (el Día de la Expiación).

Según la tradición, un veinticinco también de Elúl se había terminado la muralla de Yerushaláyim construida por Nejemyáh, gracias a la autorización y la contribución del rey Ciro de Persia y bajo la bendición de ha–Shem.

En esos sagrados días, un grave suceso quebró la paz de una de las muchas comunidades que, en aquellos años huían de sus ciudades y aldeas buscando refugio en lejos de las ciudades y aldeas. La situación se había hecho intolerable por causa de la persecución incesante sobre aquellos yehudím que repudiaban el decreto de Antíoco. (1) Por ello, como quienes querían llevar una vida recta de acuerdo con la Toráh, eran perseguidos e incluso delatados por los propios sacerdotes o sus vecinos, se veían forzados a huir con sus familias. Abandonaban sus casas para retirarse al desierto acompañados de sus animales y con los enseres que pudieran llevar consigo.

En este fatídico día del reinado de Antíoco, el soberano regresaba con sus tropas desde Egipto (Mitsráyim para los hebreos) hacia Siria atravesando las tierras de la provincia de Yehudáh.

Un ardiente viento siroco soplaba y convertía el aire en tierra y fuego a la vez. El calor era sofocante y el séquito real había acampado junto a un arroyo del Yarkón con el fin de abastecerse de agua, dar descanso a las bestias y renovar fuerzas para continuar. Aún resonaba en su mente un humillante encuentro con el cónsul romano Cayo Popilio Laenas que había supuesto para Antíoco el mayor agravio nunca recibido. (2) Popilio, en nombre de Roma, le había forzado a abandonar Egipto y renunciar para siempre a sus aspiraciones sobre este territorio. Este hecho había soliviantado sobremanera a Antíoco. Se desvanecía su anhelo de consolidarse como rey de Egipto y había claudicado sin atreverse a levantar la espada. El poderoso rey seléucida se vio compelido a soportar su expulsión, pues un nuevo castigo por parte de Roma podría asestar un golpe definitivo a su Imperio. Desde aquel agrio e inesperado contratiempo, Antíoco se mostraba más desabrido de lo habitual. Todos trataban de evitar su mirada y más aún presentarse ante él por algún motivo.

Los guías del ejército habían encontrado un buen lugar para el descanso y aprovisionamiento del contingente. Además de la proximidad al río, la hueste estaba resguardada del viento gracias a una colina situada a poco menos de una jornada al noroeste de Yerushaláyim. Una comitiva de cortesanos y sacerdotes había venido desde la ciudad, así como desde varias localidades próximas, para postrarse serviles ante el rey y presentarle su fidelidad y respeto. También habían acudido al asentamiento real una gran cantidad de curiosos convertidos al helenismo.

A poca distancia del campamento militar, se hallaba una comunidad pacíficamente establecida en el campo, lejos de las acechanzas de los apóstatas y de las coacciones y castigos que se vivían especialmente por toda la provincia de Yehudáh.

Antíoco había reparado en ese poblado, así que, mientras preparaban la tienda para su descanso, exigió ser informado sin dilación. Enseguida sus oficiales indagaron sobre ello. Cuando regresaron, Antíoco les recibió ya en la carpa real donde le hicieron saber que se trataba de uno de las muchas comunidades de yehudím que huían de las ciudades para vivir lejos de la persecución y cumplir en paz con su religión. El rey vio, entonces, ocasión para desfogarse poniendo a prueba la obediencia de sus súbditos al decreto. Dispuso traerlos a su presencia para que uno tras otro comieran ante él la carne de cerdo que tan impura se consideraba así como también la carne de otros animales que les fueran igualmente prohibidos. Quienes lo comieran salvarían su vida, pero quienes rehusaran hacerlo morirían en la rueda del martirio con su cuerpo desmembrado. (3)

El propósito de Antíoco se conoció enseguida por todos. Algunas de las autoridades llegadas se temían un baño de sangre, así que, viendo que los sayones del ejército ya preparaban los instrumentos de tortura, se apresuraron a llamar la atención de los soldados sobre un grupo de yehudím para que fueran los que probaran su obediencia ya que se trataba de apóstatas, amigos de las costumbres helenísticas. Si bien la forma de vestir ya revelaba su condición de súbditos amigos, nadie dudó en la conveniencia de que ellos presentaran su fidelidad ante el rey. De esta manera intentaban satisfacer a Antíoco y evitar la tortura y sacrificio de todos.

Prepararon, entonces, toda clase de vísceras y carnes prohibidas que los elegidos comieron sin resistencia. Aunque atiborrados, se les obligó a engullir cuanto se les puso delante, incluso la sangre que goteaba de algunas entrañas con tal de que el rey desistiera de continuar con los demás. Pero Antíoco advirtió, de inmediato, la rara complacencia y exigió que toda la comunidad pasara ante él con su jefe a la cabeza. Los cuatrocientos veintidós miembros que la conformaban fueron ordenados en una hilera que se extendía hasta más allá del propio asentamiento.

Una vez se ordenaron todos por grupos familiares, fue conducido a presencia de Antíoco un hebreo de nombre El´azár, que significa «Di–s ayuda». Era de familia sacerdotal y experto en el conocimiento de la Toráh, ya avanzado en años y conocido por su sabiduría y bondad entre muchos de los que rodeaban al tirano en ese día.

—Mira, anciano —le dijo Antíoco—, antes de aplicarte ningún tormento, te aconsejo que comas estos alimentos y salves tu vida. Tengo respeto por tu edad. Tus canas deberían corresponderse con las del sabio y filósofo que algunos de éstos predican de ti. Pero creo que ponderan en exceso tu virtud. No puede haber una pizca de inteligencia en alguien que ha pasado su vida observando tozudamente esa ley vuestra y obedeciendo a un dios ridículo. Ahora puedes rectificar ante tu rey y dar ejemplo a tu Pueblo. Muéstrales el único camino que garantizará vuestra supervivencia respetando y cumpliendo mis decretos. Entonces sí serás digno de liderar a tu comunidad y así lo proclamaré yo mismo ante vosotros.

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