1 ...8 9 10 12 13 14 ...29 Antes de martirizarlo, siguiendo un irónico protocolo, le preguntaron si estaba dispuesto a comer. Al oír su noble resolución, aquellas fieras lo arañaron con las manos de hierro desde la nuca hasta el mentón y le arrancaron toda la piel y la carne de la cabeza. Mientras era arrastrado a la pira, dirigió su mirada a ese lugar donde sentía reunirse con el espíritu de sus desdichados antecesores en el dolor y tuvo fuerzas para soportar el martirio y entereza para gritar:
—Rey cruel, que ni asistes a nuestro sacrificio, yo te digo que ha– Shem te hará pasar por un tormento eterno mayor que el mío. Tirano abominable, ni tú ni los tuyos escaparéis a la justicia divina.
Las llamas comenzaron a devorar su cuerpo y murió.
Entonces, uno de los oficiales comenzó a golpear a los verdugos diciéndoles:
—¡Estúpidos! ¡El rey dijo que debíais mantenerlos con algo de vida para que vieran sufrir a su madre! ¡Si no hacéis bien el trabajo con los restantes, moriréis junto a ellos!
Tomaron entonces a Set, que significa “sustituto” porque así se llamó al hijo de Javáh (Eva) que vino tras la muerte de Havél a manos de su hermano Kayín. Todos estaban horrorizados, pero ninguno se atrevía a insinuar a Antíoco que detuviera esta masacre. Veían con impotencia cómo el tercero de los hermanos era arrastrado al lugar de ejecución. Algunos le rogaban insistentemente que probara la carne para salvarse. Él entonces se concentró unos instantes, con la mirada fija hacia el punto en que se perdía la larga fila de mártires, cerró sus ojos y, cuando todos pensaban que podría ceder, exclamó:
—¿Es que no entendéis que a mí y a los que han muerto nos engendró el mismo padre, nos dio a luz la misma madre y fuimos educados en las mismas creencias? Aplicaréis la misma tortura en mi cuerpo, pero no tocaréis mi alma.
Los ejecutores, irritados en extremo, le dislocaron las manos y los pies con instrumentos preparados a tal efecto, le desencajaron y descoyuntaron los miembros. Le rompieron los dedos, los brazos y las piernas. Le arrancaron la piel y el cuero cabelludo. Con el cuerpo ya desollado, lo llevaron a la rueda hasta que le quebraron las vértebras. Con sus entrañas desparramadas, intentó retorcerse buscando la Luz con sus ojos ensangrentados y al fin dio su último aliento.
Viendo que, nuevamente, la víctima había muerto y antes de que el oficial lo advirtiese y les hiciera matar, agarraron los sayones al cuarto de los hermanos mientras le decían:
—No cometas la misma insensatez que tus hermanos. Obedece al rey y te salvarás.
Pero Dan, que significa «el que juzga», les respondió:
—No podréis aplicarme un fuego tan abrasador que sea capaz de acobardarme hasta no dar mi vida por la Toráh y por la bendita muerte de mis hermanos. Eterno será el castigo para vuestro tirano y, vosotros, sus esbirros. Pero Di–s glorificará la muerte de los justos.
Antíoco se encontraba de nuevo al frente del sangriento oprobio. Harto ya de palabras hirientes contra él, se sentó en su poltrona y ordenó que empezaran por cortarles la lengua a todos antes del suplicio. Luego se recostó a comer fruta mientras miraba lo que sus verdugos hacían con los sacrificados.
—Aunque me prives del órgano de la palabra, Di–s oye también a los mudos —dijo el joven.
Acto seguido fue golpeado y su lengua fue arrancada con tenazas. Borbotones de sangre se derramaron y comenzó a atragantarse. En la intensidad del tormento buscó consuelo en un horizonte que apenas veía con su rostro ensangrentado y cayó al suelo entre convulsiones mientras uno de los sádicos le arrastraba hasta el gran brasero donde pronto su cuerpo empezó a crepitar y su corazón dejó de latir.
Saltó entonces el quinto hermano, de nombre Gal, que significa «ola», y dijo:
—No pienso suplicarte, tirano, aquí me tienes para que me mates también y así aumentes con mayores delitos el castigo que debes pagar a la justicia celestial porque tú eres enemigo de la virtud y de los hombres. Nosotros vivimos de acuerdo con la Toráh y en Di–s encontramos nuestras fuerzas.
Pero Antíoco hacía gestos con sus manos en señal de burla por la cansina reiteración con la que los yehudím le increpaban por su maldad. Mientras hablaba, los guardias terminaron de atarle y le condujeron a los grilletes de otro de los artilugios de tortura. Lo sujetaron a ellos por las rodillas, se las fijaron con abrazaderas de hierro y lo retorcieron por la cintura sobre la cuña rodante. Curvado sobre la rueda de la muerte como un escorpión, buscó sin fuerzas un poco de aliento y de paz allí donde El’azár y sus hermanos lo habían encontrado antes de expirar. En ese instante le cortaron la lengua, descoyuntaron sus miembros y le quebraron el cuello.
En tal situación, se armó un gran revuelo entre la soldadesca porque el oficial pidió al rey permiso para matar a espada a los verdugos por haber desobedecido la orden de que mantuvieran con suficiente vida a las víctimas para asistir a la tortura de su anciana madre. Antíoco le dijo:
—Deja que terminen su trabajo y luego les cortas las manos y los dejas para que los animales den cuenta de ellos…, o haz lo que quieras, te doy el poder de decidir sobre sus vidas.
Los ejecutores se miraron atemorizados por la suerte que les esperaba. Les quedaba la esperanza de que, terminado el trabajo, todo se olvidaría y podrían mezclarse entre la ingente tropa sin mayor castigo. Por si acaso, se pusieron de acuerdo para llevar la tortura con mayor ensañamiento, si cabía, y así ganarse el favor real.
Tomaron al sexto joven, de nombre Matityáhu, que significa “don de Di–s”, a quien nuevamente el tirano preguntó si quería comer la carne de cerdo para salvarse, esperando que su condición de adolescente le hiciera entrar en razón, pero aquél respondió:
—Nacimos y hemos sido educados bajo un mismo designio, y también hemos de morir por una misma causa. Si estás dispuesto a seguir torturando a quienes no comen alimentos impuros, hazlo en mí. Tampoco me resistiré.
Inmediatamente fue golpeado repetidamente en la cara con puños de hierro hasta romperle los huesos de la nariz, los pómulos y la mandíbula. De inmediato comenzó a sangrar y tuvo que escupir sus propios dientes. Como los borbotones de sangre no les permitían ver su lengua para cortarla, lo arrastraron a la rueda y una vez tendido le desencajaron las vértebras. Avivaron el fuego por debajo y le aplicaron clavos ardientes en la espalda. Traspasándole los costados, le quemaban las entrañas. En medio de los tormentos, el joven se esforzaba por sentir el abrazo de la Luz como habían hecho sus predecesores en la agonía. Murió desangrado antes de lo que hubieran deseado sus torturadores.
Entonces, el séptimo y último de los hermanos, llamado Ram, por su carácter excelso y agradable, gritó mientras se dirigían a por él:
—¡Siete jóvenes y un anciano te hemos derrotado, rey Antíoco! ¡Ninguno hemos renegado de nuestra Toráh ni hemos comido los alimentos impuros a los que querías obligarnos! ¡Tu violencia es impotente contra ha–Shem, no puedes doblegarnos!
A pesar del arrebato que esta situación le seguía produciendo, la tierna juventud del último de los hermanos le había conmovido. Mandó entonces a los verdugos que se lo trajeran a su presencia e intentó persuadirle con estas palabras:
—También tú, si desobedeces, serás torturado como un miserable y morirás antes de tu tiempo. En cambio, si observas mis preceptos, tendrás mi protección y recibirás la más digna y erudita educación para que, en su día, pueda confiarte los asuntos del reino. Joven, tienes un aire distinguido y atrayente. No malgastes tu vida siguiendo costumbres descabelladas.
Después de darle este consejo, no vio entusiasmo alguno en el niño, así que hizo traer a su madre para ver si ella, por conmiseración hacia sí misma ante la pérdida de tantos hijos, animaba a su último hijo a obedecer al rey y salvarse.
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