Omraam Mikhaël Aïvanhov - La alquimia espiritual
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Os contaré una pequeña historia. En la antigüedad vivía en Babilonia un pobre picapedrero. Trabajaba junto a un camino por el que pasaba un gran Iniciado todas las mañanas; e intercambiaban un saludo. Un día, el picapedrero le pidió al Iniciado que hiciese algo para que pudiese salir un poco de su miseria. El Iniciado, que había observado que era un buen trabajador, le dijo: “Vete a tal lugar; allí hay un tesoro, tómalo y serás rico...” De la noche a la mañana el picapedrero se volvió sumamente rico; se puso a frecuentar a la gente mejor situada y daba grandes fiestas. Un día el Iniciado quiso visitarle, pero el picapedrero se había olvidado completamente de él ya que estaba demasiado ocupado con los grandes personajes que ahora solía frecuentar. Cuando le anunciaron la visita del Iniciado respondió: “Estoy con un príncipe, que espere a que esté libre...” El Iniciado esperó durante mucho tiempo y, finalmente, vinieron a decirle que no podría recibirlo por falta de tiempo. Cuando se fue, un ángel que le acompañaba le recriminó: “¿Verdaderamente crees que has sido sabio ayudando a un hombre así? Por culpa tuya ha perdido su alma y se ha vuelto tan duro y orgulloso. Tienes, pues, que reparar tu falta. Procura, de ahora en adelante, saber mejor a quién debes ayudar...” El Iniciado lo comprendió y corrigió inmediatamente su falta: el picapedrero perdió toda su fortuna, tuvo que volver a su antiguo trabajo, y, de nuevo, cada día, veía pasar al Iniciado por el camino…
Si os pregunto ahora: “¿Conocéis las cuatro operaciones?”, me responderéis: “Claro, sabemos sumar, restar, multiplicar y dividir...” Sin embargo, puedo afirmaros que estas operaciones son extremadamente difíciles de realizar. La madre, por ejemplo, se queja de que su hija haya hecho una suma con un tunante y de que ya no sepa ahora hacer una resta… El que suma, en nosotros, es el corazón; el corazón sólo sabe sumar, añade siempre, mezclándolo todo. El que resta, es el intelecto. El alma multiplica y el espíritu divide. Considerad al ser humano a lo largo de su existencia. Cuando es un niño tiene tendencia a tocarlo todo y a llevárselo a la boca, incluso lo que puede hacerle daño. La infancia es la edad del corazón, de la primera operación, de la suma. Cuando el niño crece y empieza a manifestarse su intelecto se pone a rechazar todo lo que es inútil para él, perjudicial o desagradable: resta. Más tarde se lanza a la multiplicación, y por eso su vida se puebla de mujeres, de hijos, de relaciones y de adquisiciones de todas clases. Finalmente, cuando es viejo, piensa que pronto se va a ir al otro mundo y escribe su testamento en el que distribuye sus bienes a unos y otros: divide.
El ser humano empieza, pues, acumulando y, después, se desprende de muchas cosas. Pero debe plantar lo que es bueno para multiplicarlo. Si no sabemos plantar los pensamientos y los sentimientos no conocemos la verdadera multiplicación. Si sabemos plantar hay una multiplicación, toda una cosecha; y después podemos dividir, es decir, distribuir los frutos recogidos. En la vida somos puestos sin cesar ante las cuatro operaciones. Algo se agita en nuestro corazón que no conseguimos restar; o bien nuestro intelecto rechaza a un amigo verdadero con el pretexto de que no es sabio o de que no tiene una buena situación. A veces multiplicamos lo malo y nos olvidamos de plantar lo bueno. Debemos empezar por estudiar, pues, las cuatro operaciones en la vida misma. Después habrá aún otras cuatro operaciones más a estudiar: las potencias, las raíces cuadradas, los logaritmos y los antilogaritmos. Pero actualmente debemos contentarnos con estudiar las cuatro primeras operaciones, porque hasta ahora ni siquiera hemos aprendido a sumar y a restar. A veces hacemos una suma con un verdadero bandido, o bien expulsamos de nuestra cabeza un buen pensamiento, un alto ideal, porque el primero venido nos ha dicho que, con pensamientos así, seguro que nos moriremos de hambre.
Cuando os hablé de los dos ladrones y de Cristo no os dije que las palabras del segundo ladrón nos indican un método que podemos aplicar todos los días. Ya siento que pensáis: “¡Ojalá que este método nos dé pronto grandes resultados!” Sí, todos buscan métodos que permitan obtener rápidamente lo que desean; pero estos métodos rápidos no siempre nos dan los mejores resultados. Había una vez un estudiante que había ido a instruirse con un profesor muy sabio. Quería aprenderlo todo, y muy rápidamente.
El profesor le dijo: “Es posible, pero escúchame bien: cuando la naturaleza prepara algo en seis meses fabrica una calabaza; pero si quiere hacer un roble necesita cien años. Si quieres, pues, llegar a ser una calabaza, lo podrás conseguir muy rápidamente...”
Existen muchos métodos, ciertamente; gracias a la Enseñanza que he recibido de mi Maestro puedo indicaros algunos de ellos, muy sencillos, que os permitirán avanzar en el camino de la evolución. Hoy, pues, os indicaré un ejercicio muy fácil que está contenido en las palabras del segundo ladrón. Cuando sufráis, cuando estéis tristes, cuando seáis desgraciados y choquéis con los obstáculos o con las dificultades de la vida, debéis decir: “Señor, Dios mío, merezco lo que me sucede. No he sido obediente, ni bueno, ni justo. Pero ayúdame, quiero corregirme. Transfórmame, purifica todo en mí...” Constataréis entonces que se produce en vosotros una dilatación una luz; y en el momento en que sentís este alivio y esta claridad ya estáis en el Reino de Dios, como el segundo ladrón a quien Jesús dijo: “Estarás conmigo, esta noche, en el Paraíso...” Desgraciadamente, la mayoría de las veces volvemos a caer después en el estado del primer ladrón y pronunciamos otras palabras: “No hay ninguna justicia. Todos los demás son felices y yo no lo soy. Sólo a mí me suceden las desgracias…” Y entonces, claro, la oscuridad vuelve. Si cada día pensáis sinceramente que merecéis vuestra suerte como consecuencia de vuestra ignorancia o de vuestra debilidad, todo cambiará en vosotros.4 Sois libres de pensar que éste no es un buen método, pero yo os digo que os transportará inmediatamente al Reino de Dios.
Os voy a contar una aventura que me sucedió hace años en Bulgaria. Un amigo que vivía en la pequeña ciudad de Doupnitza me había invitado a pasar algún tiempo en su casa. A mediodía, comíamos en las colinas cercanas a la ciudad. Un día yo debía llegar antes a la colina (porque él trabajaba en una administración y no podía venir conmigo) y esperarle para comer en un lugar que habíamos convenido de antemano. Cuando atravesaba la ciudad vi a mucha gente en las calles que parecía agitada e inquieta. Pregunté qué sucedía y me dijeron que dos asesinos, perseguidos por la policía, habían atravesado la ciudad y se habían refugiado en la colina donde debía comer con mi amigo. Pensé que, de todas formas, tenía que ir al lugar convenido, puesto que mi amigo iría allí; y fui.
Ya estaba en la colina desde hacía algunos instantes cuando oí gritos detrás de mí. Me volví y vi a muchas personas y a algunos policías que me apuntaban con sus armas diciéndome que me detuviera. Me detuve y me conecté inmediatamente con el mundo invisible diciendo: “Dios mío, ayúdame en este momento difícil...” Me tomaban, evidentemente, por uno de los malhechores huidos. Más tarde supe que este error provenía de que yo llevaba una blusa marrón muy parecida a las suyas. Esperé y dejé que se acercara toda esta gente. Cuando estuvieron cerca de mí vi que tenían miedo, porque me tomaban verdaderamente por el asesino. Les dije a los policías: “Ustedes tienen armas, pero yo tengo otra mejor, más poderosa que las suyas...” Y como me miraban extrañados, no sabiendo lo que significaban estas palabras, saqué mi Evangelio del bolsillo diciendo: “Esta es mi arma, más poderosa que las suyas...” Entonces se acercaron más y me preguntaron qué hacía allí. Respondí que esperaba a un amigo con el que debía comer. “Está bien, dijeron, pero síganos...”
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