Omraam Mikhaël Aïvanhov - Los esplendores del Thiferet

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"Cuando nos concentramos en el sol, que es el centro del universo, nos acercamos a nuestro propio centro, a nuestro Yo superior que es nuestro sol;nos fusionamos con él y poco a poco llegamos a ser como él. "Pero concentrarse en el sol, es también aprender a movilizar todos nuestros pensamientos,todos nuestros deseos y todas nuestras energías para la realización del más alto ideal. El que trabaja para unificar la multitud de fuerzas caóticas que tiran de él en todos los sentidos, con el fin de lanzarlas en una única dirección, una dirección luminosa y saludable, se convierte en un foco tan poderoso que es capaz de irradiar a través del espacio. Sí, el hombre que llega a controlar las tendencias de su naturaleza inferior, puede beneficiar a toda la humanidad, y se vuelve como el sol. Vive en una tal libertad, que ensancha el campo de su conciencia a todo el género humano, al que envía toda la sobreabundancia de luz y de amor que brotan de él… «Es necesario que haya cada vez más, en la tierra, seres capaces de consagrarse a este trabajo con el sol, porque sólo el amor y la luz transformarán a la humanidad».

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Si no fuera así, las palabras de Hermes Trismegisto, lo mismo que las de Jesús, serían insensatas. Al decir: “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo...” 11 Jesús rezaba para que todo lo que existe arriba: la armonía, el orden, la belleza, la luz, la perfección, el amor, la fuerza, el poder, la vida eterna, desciendan a la tierra para que los humanos vivan en la misma armonía, la misma abundancia, la mismo alegría que los habitantes del Cielo. Si Jesús no hubiese conocido la estructura perfecta del mundo de arriba no habría expresado este deseo.

Y puesto que el sol simboliza el cielo y es su imagen, su resumen, su reflejo, ¿qué puede enseñarnos si lo miramos? Vemos su luz, sentimos su calor, recibimos la vida que emana de él. El sol está vivo, vibra, brota, calienta a todas las criaturas, ilumina el mundo. Estas tres nociones: luz, calor y vida, podemos encontrarlas en los Libros sagrados de todas las tradiciones. En todas partes encontramos esta trinidad, la Santísima Trinidad. Sólo que en el espíritu de los cristianos la Santísima Trinidad sigue siendo una noción abstracta, fría, alejada de nosotros, y los teólogos se niegan a representarla sencillamente por miedo a devaluarla. Por el contrario, nosotros nos alegramos cada día de la presencia de esta Santísima Trinidad, la frecuentamos, la saludamos, comulgamos con ella.

En la religión cristiana la Santísima Trinidad es un elemento esencial, pero está relegada en alguna parte, no se sabe dónde; se contentan con mencionarla, no la frecuentan cada día para hacer intercambios con ella. Como la Santísima Trinidad es un misterio no tenemos derecho a ocuparnos de ella. Decid a los cristianos que es accesible y hasta tangible, os responderán que estáis blasfemando, porque en general, para ellos, la Divinidad debe estar perdida a lo lejos, en alguna parte; nosotros no podemos ni verla, ni contemplarla, ni acercarnos a ella... No es de extrañar, pues, que los humanos se hayan alejado de Dios, que ya no lo sientan, que ya no estén habitados por El, y que después, claro, se entreguen a los actos más inmorales e insensatos.

En la nueva moral, en la nueva filosofía que se acerca y que va a invadir el mundo, las realidades espirituales estarán tan próximas, serán tan accesibles, tan tangibles, que cada día podremos comprenderlas, vivirlas, sentirlas, unirnos a ellas, comulgar con ellas; cada día nos alimentaremos con un alimento tan extraordinariamente luminoso que nos veremos obligados a transformarnos. Porque el hombre sólo puede transformarse realmente si absorbe otro alimento en todos los ámbitos.

La trinidad aparece bajo nombres diferentes en todas las religiones; la encontramos en Egipto, la India, en los Cabalistas, los Tibetanos, por todas partes, salvo en los Persas, que eran dualistas. Pero, ¿cómo comprender esta trinidad? En el origen siempre hay un ser que engendra a otro ser, quien a su vez engendra a un tercero. En la cristiandad se les llama Padre, Hijo y Espíritu santo; en otras partes les han dado nombres diferentes que ya os mencioné en otras conferencias, pero quedémonos con Padre, Hijo y Espíritu santo. El Padre es la vida que inunda el universo, la fuente de la que brotan todas las creaciones. El Hijo puede ser asimilado a la luz, puesto que Cristo dijo: “Yo soy la luz del mundo”; pero eso no le impide manifestar también el amor. Y el Espíritu santo, que desciende bajo forma de lenguas de fuego, representa el calor, el amor, pero eso no le impide ser también la luz que ilumina las inteligencias, que da la facultad de hablar en lenguas, de profetizar, de conocer y de penetrar los misterios. En realidad, poco importa quién de ellos es el amor y quién la sabiduría: el Hijo y el Espíritu Santo son uno, se transforman el uno en el otro, tienen los mismos poderes.

La cuestión esencial es comprender que estos tres principios: Padre, Hijo y Espíritu santo, se encuentran también en la vida, la luz y el calor del sol. Diréis: “Pero, ¿tenemos derecho a reconocer a estas altísimas entidades en la luz, el calor y la vida?” Claro que sí, y esta correspondencia es una ventaja práctica formidable, porque nos permite contemplar cada mañana a esta Santísima Trinidad, comulgar con ella, conectarnos con ella para recibir todas las bendiciones. Es una promesa de resurrección y de vida.

¿Por qué no quieren comprender los cristianos que las más grandes verdades están ahí, expuestas ante nuestros ojos por todas partes en la naturaleza? Todos comprenderán, salvo los cristianos que dirán: “¡Ah! El sol... Aunque el sol no existiese, basta con ir a misa para salvarnos...” No se han dado cuenta de que sin el sol nadie estaría vivo para decir misa, y de que hasta ellos estarían muertos, ¡petrificados y helados desde hace tiempo! Sólo los cristianos son, hasta este punto, inconscientes del vínculo vivo que une al hombre con la naturaleza. Diréis: “Pero, ¿qué tiene usted contra los cristianos?” Nada, nada, yo también soy cristiano. Si les zarandeo de vez en cuando es sólo para invitarles a que abran un poco los ojos, a que reflexionen más y a que comprendan que Dios se manifiesta en todas partes, en todas las cosas. Todo es una manifestación divina: las flores, los pájaros, los árboles, las montañas, los lagos, las estrellas, y el ser humano también. Bajo diferentes formas, en grados diferentes, es siempre Dios el que se manifiesta. En cuanto hay un ser vivo Dios está presente, porque fuera de Dios no hay vida.12

Únicamente Dios infunde la vida en el universo, Él es la fuente de la vida y nadie más que El puede crearla o distribuirla. El hombre mismo es solamente el conductor de esta vida que viene de más lejos. Cuando un padre le dice a su hijo: “Yo te he dado la vida” y cree tener derecho de vida y muerte sobre él, se equivoca. Esta vida ha sido creada por Dios, el padre sólo es su conductor. Si pudiese crearla, ¿por qué no se crea más años de vida cuando le llega el momento de morirse? La prueba de que no crea la vida es que es incapaz de prolongarla. Le ha sido dada una cierta duración de vida y no puede añadir ni una hora más. La vida pasa a través del hombre, pero es Dios quien se la da.

Por todas partes en donde aparece la vida se manifiesta la presencia de Dios. Y, como en la tierra toda la vida viene del sol, nos vemos obligados a reconocer que Dios se manifiesta mucho mejor a través del sol que a través de cualquier otra criatura. ¿Quién, además del sol, posee el poder de alimentar a la humanidad, de hacer crecer la uva y el trigo? Escriben algunos libros, hacen algunos discursos, pero al final todo desaparece sin dejar huellas, mientras que el sol está siempre ahí para vivificar, iluminar y calentar la tierra entera.

Cuando el mundo de arriba creó el mundo de abajo dejó por todas partes su sello, signos, para que los humanos pudiesen encontrarle. Y en el sol también se manifiesta esta Inteligencia cósmica, esta Trinidad que no quiere permanecer absolutamente oculta e inaccesible para dejar a los humanos la posibilidad de encontrarla. En realidad, la Santísima Trinidad no está enteramente contenida en la luz, el calor y la vida del sol, está más allá del sol. Pero a través de esta luz, de este calor y de esta vida que nos visitan, cada día podemos alcanzarla, hablarle, comulgar con ella, amarla y hacerla penetrar en nosotros. Y, puesto que hemos sido creados a imagen de Dios, cada uno de nosotros debe ser también una trinidad. Sí, con nuestro intelecto, nuestro corazón y nuestra voluntad, ya somos una trinidad que piensa, que siente y que actúa.

Evidentemente, esta pequeña trinidad está un poco apagada, petrificada, helada, pero a fuerza de frecuentar al sol va a reanimarse, a iluminarse, a calentarse. Ahí tenéis, de nuevo, la utilidad de asistir a la salida del sol: poco a poco nuestra pequeña trinidad se vuelve luminosa, cálida, vivificante como el sol, se acerca a esta gran Trinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Cristo dijo: “Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto...”13 Pero, si nunca hemos visto al Padre, ¿de dónde tomaremos el modelo de su perfección? Aquí tenemos un modelo: el sol. Dios está muy arriba, muy lejos, pero en su misericordia ha querido dar a los humanos la posibilidad de reencontrarlo; ha dejado huellas, como un hilo de Ariadna, y si tomáis este hilo, pasando por el sol, iréis hasta el Padre. El sol indica el camino.

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