Mónica Zak - Alex Dog Boy

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Alex Dogboy ahora es un adolescente. Aunque sigue siendo un joven «de la calle», ya no duerme a cielo abierto, sino en una casa abandonada tras el huracán. Podrá estar allí mientras se mantenga alejado de las drogas y con la ayuda de dos mujeres que le han tomado cariño. Sin embargo, esta buena vida no dura mucho y pronto se encuentra nuevamente en problemas. Y ahora, es mayor para mendigar y demasiado joven para encontrar un trabajo; reiniciar su vida no será una tarea fácil.
Pero la esperanza no se pierde. Junto a sus queridos perros, junto a Marvin y a sus nuevos amigos, Alex tratará de seguir adelante. Pronto la vida volverá a ser maravillosa…, a pesar de los continuos riesgos y los dolorosos golpes.

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—Él es. Es mi marido.

Uno de los vigilantes de la tienda ya estaba junto a ella.

—No, señora Sánchez, él no es su marido. Su marido falleció. Murió hace siete años. Váyase para su casa. Ya no la queremos ver aquí.

—Sí, él es. Es Sebastián.

En ese momento, Alex vio la ventana que la anciana había mencionado. La abrió. Dentro había un tobogán que conducía hacia abajo, directamente a la oscuridad.

Ayudó a subir a Margarita. Ella se sentó en el tobogán. Le dio un leve empujón y la vio desaparecer en las sombras.

—¿Se habría caído?

—¿Era hondo?

Alex no escuchó ningún grito. Nada. Pero no era momento para dudas, también él tenía que irse.

Escuchó a sus espaldas que la señora Sánchez protestaba ruidosamente porque los vigilantes trataban de sacarla de la tienda. Se metió con rapidez en la ventana, se sentó en el tobogán y cerró. Ahora estaba rodeado solamente de sombras y sentía que estaba ahogándose. Olía a cerrado. Quería gritarle a Margarita, pero no se atrevía. Tenía que irse en esa terrible y desconocida oscuridad. Quizá iba a caer en el vacío, como solía hacerlo en sus pesadillas.

Con ambas manos se dio un pequeño impulso y se deslizó en esa oscuridad infernal.

Pero no cayó en el vacío. Bajó en un tobogán y el viaje fue corto. Se deslizó un trecho hasta topar con algo bastante suave, y escuchó que Margarita se reía justo a su lado. Un rayo de luz caía desde una ventana de sótano. Cuando sus ojos se acostumbraron vio que los dos estaban tirados en un gran contenedor, entre cartones, papeles y cuerdas. Margarita tenía puesto el vestido rosado. Se le había subido, y se le veían los calzones.

—¿Te lastimaste? —le susurró.

—No —dijo Margarita en voz alta.

—¡Sh! ¡No hagamos ruido! Tengo algo para ti. Mira.

Triunfalmente, le mostró su viejo vestido rojo. Lo había agarrado del suelo cuando salieron.

Margarita sonrió y tomó el vestido sin decir palabra. Alex sintió que algo lo inundó. Entendió que lo que estaba sintiendo era simple y llana felicidad.

Salirse del contenedor no fue tan difícil. Se orientaron con la ayuda del pequeño rayo de luz y encontraron una puerta que se podía abrir por dentro. La luz solar les cayó encima. Se quedaron parpadeando sin moverse unos segundos. Después vieron que se encontraban en el patio trasero del almacén, donde había muelles de carga, camiones repartidores y tarimas para montacargas.

Vamos.

Alex hizo lo que desde hacía tiempo había querido hacer. La tomó de la mano. Sintió su mano en la de él y empezaron a correr. Corrieron a todo pulmón, entre los camiones repartidores y rodeando tarimas llenas de cartones.

Alex tenía miedo de que los hombres con chaquetas de cuero vinieran siguiéndolos. Por eso volteaba a ver todo el tiempo mientras corrían, pero no vio a nadie. Dejaron atrás el centro comercial La Castaña. Sin embargo no se atrevieron a tomar el ancho bulevar Morazán, sino que continuaron por otras calles más pequeñas. Habían dejado de correr, pero ahora caminaban lo más rápido que podían.

Nadie los detuvo.

El tramo final lo hicieron en autobús. El último dinero de Alex alcanzó para dos boletos. En el autobús Margarita le soltó la mano, pero no importaba. Alex estaba sentado junto a ella ardiendo de amor.

Se bajaron en el estadio.

De ahí no faltaba mucho.

Cuando iban sobre el puente que atraviesa el río, y escucharon los conocidos gritos de los vendedores que ofrecían hojas de afeitar, relojes despertadores y medicinas milagrosas, Alex sintió que había llegado a casa. Este era su mundo. Sabía que había salvado a Margarita del cabrón de George, Robert o cómo se llamara, que secuestraba tanto muchachos como niñas, y se sentía orgulloso de lo que había hecho. Sentía que hoy estaba comenzando una etapa completamente nueva en su vida. Mientras caminaban por el puente cogió valor. Justo cuando llegaron al otro lado y dieron los primeros pasos en Comayagüela, en su zona, dijo esas palabras que habían resonado tanto en su cabeza. Ahora casi las recitó:

—Estás bien linda. Estoy enamorado de ti. Quiero que estemos juntos. ¿Quieres venirte conmigo a la ruina?

Feliz, dos minutos

Cuando atravesó el puente todavía era un muchacho feliz Y lo sería dos minutos - фото 11

Cuando atravesó el puente todavía era un muchacho feliz. Y lo sería dos minutos más. Después Margarita dijo:

—Te quiero, pero no te amo.

Alex se puso frío cuando escuchó sus palabras.

—Estoy enamorada de mi primo —siguió ella. Quiero dejar la panadería para irme a donde mi hermana mayor. Ella vive en la costa Atlántica. Me quiero ir de Tegucigalpa. Ya no quiero vivir aquí. Es una ciudad que da miedo; demasiado peligrosa.

—Yo soy de la costa Atlántica —se apresuró a decir Alex Dogboy—. Soy de Tela.

De repente se imaginó que él y Margarita vivían en una casa cerca del mar, con cocoteros y matas de hibiscos. Una vez él había ido a pescar con su papá. Sí, podía hacerse pescador.

—A mí me gusta mucho la costa Atlántica —agregó—. Me puedo ir contigo. Soy buen pescador.

—No, no se puede. Donde mi hermana vive mi primo Arnaldo. Es camarero de un restaurante. Me enamoré de él cuando era muy pequeña, antes de llegar al orfanato. Fue cuando yo todavía vivía con mi mamá y trabajaba en el basurero. Él llegó a visitarnos. Es cinco años mayor. Desde esa vez pienso en mi primo Arnaldo. La Navidad pasada vino a visitarme al orfanato. Entonces quedé enamoradísima. Es alto y toca la guitarra. Vino dos veces. La última vez lo acompañó mi hermana. Ella tuvo otro hijo, y quiere que me vaya con ella para que la ayude con el niño.

Margarita no quería ir con él a la ruina. En vez de eso, se metió en el mercado y desapareció entre los puestos. Iba a buscar a un familiar que trabajaba ahí. Quería pedirle dinero para el autobús, para poder continuar directamente a donde su hermana, y su primo.

Alex se quedó parado y la siguió con la vista. Lo último que vio de ella fue su vestido rosado, su cabello negro revuelto, que caía sobre su espalda, y el vestido rojo que llevaba en la mano.

Se quedó esperando en el mismo lugar, sin atreverse a moverse. Esperaba que ella regresara y dijera que se había arrepentido, que ya no iba a tomar el autobús a la costa Atlántica para ir a donde su hermana y ese asqueroso primo Arnaldo.

Pero no regresó.

Después de una larga espera, sintiendo que había estado en el mismo sitio durante varias horas, Alex se rindió y se fue de ahí arrastrando los pies. A pesar de que se sentía desdichado no pudo evitar notar que tenía un hambre terrible. Tenía tanta hambre que sentía frío; y como siempre que sentía hambre, le temblaban las piernas. No tenía dinero. Se fue por la calle Real, deseando que doña Leti aún no hubiera quitado el puesto y estuviera ahí con su carne asada, su sabrosa ensalada y sus tortillas. Con solamente pensar en eso, sintió el olor a carne asada.

Quería sentarse en la banca de doña Leti a comer, a llorar y a contarle todo. Lo había hecho muchas veces anteriormente. Ella lo había consolado desde la vez que lo encontró en la calle con los perros. De eso hacía muchos años. Desde entonces, ella había sido el centro de su vida. Ahora la necesitaba más que nunca.

Vio de lejos que el puesto no estaba. Pero no era raro. A esta hora de la tarde doña Leti había vendido a menudo toda la comida y se había ido. Hoy había tenido que poner y quitar el puesto sin su ayuda. Sintió una punzada de mala conciencia, pero pensó en que mañana él iba a estar ahí para ayudarla.

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