—No interrumpas —dijo Carlos—. Sigue, Alex.
—¿Cómo era? Sí, ese duende no podía olvidar a su gran amor. Regresó y le dijo que estaba bien linda y que estaba enamorado de ella. Además le dijo: “Quiero que estemos juntos”. “No”, le dijo Sara, “eso no se puede, porque ya tengo novio. Nos vamos a casar muy pronto”. “No importa”, le dijo el duende. “De todos modos podemos estar juntos”. Pero Sara se negó a estar con un espíritu. El duende no se dio por vencido, se le siguió apareciendo. Cada vez que ella iba sola a algún lugar, se le aparecía. Si ella bajaba al río a lavar la ropa, de repente él iba junto a ella en la vereda. Y lo mismo sucedía si iba a la tienda o al mercado. Siempre le decía que ella estaba linda, que él estaba enamorado y que quería que estuvieran juntos. Podían estar juntos sin que su novio se diera cuenta. Sara seguía diciendo que no. Su novio empezó a sospechar que ella se veía con otro y por eso la seguía a escondidas. Pero como nunca vio a ningún hombre cerca de ella, se calmó. Porque a un duende solo puede verlo la persona de quien él está enamorado. La boda se llevó a cabo. “Qué bien —pensó Sara—. Me libré del duende”. Pero al día siguiente de la boda el duende se le apareció en el jardín de la casita donde vivían, y esta vez le dijo que quería a su primer hijo. “Si me das a tu primer hijo, te voy a hacer rica”, le dijo. El hombre con quien Sara se había casado era muy pobre. Vivían en una casita miserable, con goteras, y no tenían ni una gallina. Además les faltaba la comida. Por eso le dijo que sí al duende, y no bien se lo había dicho cuando ya tenía doce vacas gordas en el potrero. Y alrededor de la casa corrían y cacareaban doce gallinas. Y en el chiquero había doce cerdos grandes y gordos.
—Yo quisiera encontrarme a un duende —dijo doña Óscar—. Me aseguraría de que me diera un carro y ropa bonita. Lo malo es que no me gustan los enanos.
—¡Silencio! —gritaron enojados Carlos y Marvin, y hasta el pequeño y callado Nelson alzó la voz.
Alex siguió relatando, asombrado de ver que todos querían escucharlo de verdad:
—Sara se quedó con los animales. Todos en el pueblo estaban sorprendidos porque sabían que su esposo era muy pobre. Por eso la gente empezó a cuchichear y a decir que esas vacas, esas gallinas y esos cerdos seguramente se los había dado un duende que estaba enamorado de ella a pesar de que estaba casada. Y así como lo deseaba el duende, Sara quedó pronto embarazada. Pero cuando la criatura nació el duende se enojó, porque él quería un niño y Sara había tenido una niña. Se enojó tanto que castigó a Sara. Las vacas se murieron, y las gallinas y los cerdos también. Se murieron todos al mismo tiempo. Después de eso desapareció Sara, que era la prima del papá de doña Leti. Una mañana simplemente había desaparecido sin dejar rastro. Su marido puso la denuncia en la Policía. Los policías la buscaron y su marido la buscó. Los vecinos la buscaron. Y toda la familia de doña Leti buscó a Sara. Pero jamás la encontraron. Doña Leti me contó que toda su familia y toda la gente del pueblo donde vivía Sara estaban convencidos de que ella había sido raptada. Todos están convencidos de que el duende enamorado se la llevó y la escondió en el fondo de una cueva. Ahí quedó encerrada. Y si ahora no está muerta, debe estar viviendo todavía en la cueva con el duende.
Alex Dogboy se calló. Se sentía satisfecho de sí mismo. Las estrellas ardían sobre sus cabezas, la noche todavía estaba deliciosamente cálida. Puesto que todos ya habían comido, bajó la olla de sopa al suelo, para los perros. Y mientras lo hacía, todos dijeron que les parecía que había contado una buena historia; todos menos doña Rosa, que se había dormido sentada en su caja de plástico. Cuando la despertaron no podía caminar sola, por lo que tuvieron que cargarla para meterla en la casa y acostarla en la única cama que había en la ruina.
Alex se tiró después en uno de los colchones de espuma de poliuretano que estaban en el piso de cemento. Cada vez que lo hacía pensaba en la suerte que había tenido. Durante muchos años había dormido en aceras o directamente en la tierra. Aquí en la ruina de doña Rosa le habían dado un colchón para que durmiera. Ahora estaba acostado en el colchón de espuma pensando en lo bien que estaba y pensando en el duende.
La historia le dio una idea a Alex. Él haría igual que el duende. Ya no le iba a empezar a hablar a Margarita de los perros. No, la próxima vez que la viera iría directamente a donde ella y le diría: “Estás bien linda. Estoy enamorado de ti. Quiero que estemos juntos”. Después le diría que si quería, se podía mudar a la ruina.
Antes de quedarse dormido se imaginó lo bonito que todo iba a ser cuando ella se hubiera venido a la ruina. Cada mañana Margarita se levantaría, se pondría su vestido rojo y los tenis blancos y se iría a la panadería. Cada tarde, cuando regresara, traería galletas para doña Rosa. Al anochecer, Margarita y él se sentarían pegaditos frente al fuego a comer con los demás, y todos hablarían y reirían.
Y todas las noches dormiría aquí. Con él. En su colchón.
“Una buena vida”. Esas fueron las últimas palabras en las que Alex pensó, antes de entrar al desconocido reino de los sueños.
Margarita, Margarita
Hoy lo haría. Alex se levantó temprano y esperó a doña Leti. Le ayudó a montar el puesto y después se sentaron juntos a tomar café del termo que ella había llevado. Pronto iba a encender el fuego para empezar a asar carne; pero por el momento estaban sentados cada uno con su taza de plástico llena de café azucarado. Uno que otro carro pasaba por la calle y la ciudad estaba casi en completo silencio. Doña Leti siempre decía que este era el mejor momento del día.
Ella estaba hablando sobre sus hijos y, como siempre, dijo: “Si yo no fuera tan pobre y no tuviera cinco hijos, te hubiera dicho que te vinieras con nosotros”. Y, como siempre, dijo que era imposible: “Porque a mi marido no le gusta que ayude a los niños de la calle. Ni siquiera le gusta que hable contigo”.
Esta mañana Alex casi no escuchaba lo que decía doña Leti porque estaba mirando el fondo de la calle sin cesar.
Ojalá venga Margarita. Tenía que venir. Era cuando que él lo haría.
Tan pronto apareciera, iba a ir a donde ella, la detendría y le diría: “Estás bien linda. Estoy enamorado de ti. Quiero que estemos juntos”. Después le pediría que se fuera con él a la ruina. Y le contaría sobre doña Rosa y Carlos, sobre el divertido Marvin y sobre doña Óscar, que andaba en ropas de mujer...
Un cliente se sentó en la banca, junto a Dogboy. Dogboy le lanzó una mirada distraída. Era un hombre enjuto que parecía una jirafa. Tenía el cuello largo y le salían pelos negros de las narices y las orejas.
La jirafa le dijo algo a Dogboy, pero Dogboy no oyó lo que le dijo, porque estaba demasiado ocupado vigilando toda la Calle Real.
Entonces la vio. Primero fue el vestido rojo. Lo mejor era que ella venía caminando de este lado de la calle. Se vino acercando. Cuando estaba a solo unos metros de distancia, ella lo vio y sonrió al reconocerlo. Su corazón palpitó con fuerza y golpeó contra las costillas. El momento había llegado. Pero en el preciso instante que él se iba a levantar para ir a donde ella y decirle aquellas frases, la jirafa que estaba a su lado se puso a gritar:
—¡Hola, mamacita! Venga a sentarse aquí. Tengo una cosa para usted. Y está bien grande...
Margarita sacudió la cabeza y pasó furiosa junto al puesto. Justo al pasar miró a Dogboy, y a él le pareció que era una mirada de rechazo y repugnancia. Se quedó sentado como paralizado. Ella debió de haber creído que la jirafa, el asqueroso que estaba en la banca, tenía algo que ver con él. Se paró rápidamente y empezó a seguir a Margarita. Por dentro iba llorando y sentía vergüenza. Y parecía que sus perros se daban cuenta de todo. Por lo general, los perros iban merodeando un poco más atrás, pero ahora se habían sumado y caminaban junto a Alex. El lanudo Canelo venía pegado a su lado izquierdo, Emmy y su cachorro, Chico, venían del lado derecho.
Читать дальше