Mónica Zak - Alex Dog Boy

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Alex Dogboy ahora es un adolescente. Aunque sigue siendo un joven «de la calle», ya no duerme a cielo abierto, sino en una casa abandonada tras el huracán. Podrá estar allí mientras se mantenga alejado de las drogas y con la ayuda de dos mujeres que le han tomado cariño. Sin embargo, esta buena vida no dura mucho y pronto se encuentra nuevamente en problemas. Y ahora, es mayor para mendigar y demasiado joven para encontrar un trabajo; reiniciar su vida no será una tarea fácil.
Pero la esperanza no se pierde. Junto a sus queridos perros, junto a Marvin y a sus nuevos amigos, Alex tratará de seguir adelante. Pronto la vida volverá a ser maravillosa…, a pesar de los continuos riesgos y los dolorosos golpes.

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Lo que le daba el valor para permanecer ahí era la creencia de que Margarita estaba dentro, detrás de ese muro blanco. Puso el dedo en el timbre otra vez, y ahora no lo quitó. Escuchó el eco del sonido dentro de la casa.

Una niña con sandalias doradas abrió la puerta, y junto a ella estaba una mujer que probablemente era su madre. Detrás de ellas, Alex pudo ver la casa blanca. No había duda, ahí era donde él había estado encerrado.

—¿Está don George? —preguntó.

La mujer dijo que ahí no había ningún don George, que su esposo se llamaba David.

—Don George es un extranjero —insistió Alex.

La mujer le aseguró que su esposo se llamaba David y que en absoluto era extranjero. Era hondureño y dentista. Ellos habían vivido algunos años en Estados Unidos y durante ese tiempo habían tenido alquilada la casa. Pero ninguno de los que la habían alquilado se llamaba George.

Esa noche, acostado en su colchón de espuma y rodeado por sus perros, Alex Dogboy no podía dormirse. Despierto y mirando la oscuridad, escuchaba ronquidos y la respiración de los perros, de doña Rosa y Carlos, y de Marvin y Nelson. No podía dormir. Margarita llenaba de preocupación cada rincón de su cerebro y su cuerpo. ¿Qué le habrán hecho? Sentía que ella lo llamaba. ¿Pero dónde estaba? Entonces recordó que George los había llevado, a él y a los otros niños que había engañado, a un elegante centro comercial donde les habían dado ropa nueva y bonita. La Castaña, se llamaba. A lo mejor George también llevaría ahí a Margarita para comprarle ropa nueva.

Alex solo se tranquilizó cuando decidió que al día siguiente iría de alguna manera al centro comercial La Castaña. Un momento después, sus ronquidos y su respiración se mezclaron con los de los demás que dormían en la ruina.

La parte de la ciudad donde vivía Alex se llamaba Comayagüela y era considerada la parte más peligrosa de la ciudad de Tegucigalpa. Pero aquí era donde él vivía, y aquí era donde se sentía seguro. Aquí sabía cuáles policías eran peligrosos y cuáles no, a cuáles vendedores de fruta les podía pedir una fruta cuando tenía hambre y cuáles dueños de restaurante lo dejaban entrar a comerse lo que había quedado en los platos de los clientes.

Atravesó uno de los puentes que cruzaban el río y llegó al centro de la ciudad. Por lo general no se acercaba por aquí. Le daba miedo porque no era su territorio. Pero hoy lo hizo por Margarita. El centro comercial La Castaña quedaba de este lado del río, en una de las zonas bonitas más alejadas.

La noche anterior, cuando se le había ocurrido lo de La Castaña, había estado seguro de poder encontrarla allí. Ahora empezó a dudar.

Seguramente iba a suceder como en la historia de miedo que había contado frente al fuego. Nunca más vería a Margarita. Se la llevarían al extranjero y nadie sabría más de ella.

De todas formas, quería hacer el intento.

Aunque fuera una locura, encontraría ese centro comercial y ahí la buscaría. Sabía que quedaba lejos. En vez de tomar el autobús, caminó para no gastar las pocas monedas que le quedaban del día anterior. Anduvo calle tras calle, tratando de no mirar a su alrededor.

Si se veía con miedo o inseguro iba a llamar la atención de los que querían robar, matar, atrapar, golpear. Miraba fijamente hacia delante, tratando de verse seguro. Le hacían falta los perros. Sin sus perros se sentía desnudo y desprotegido, pero los había dejado en la ruina con doña Rosa, porque ella le había explicado que era prohibido entrar con perros en un centro comercial.

Alex dejó tras de sí las calles aglomeradas del centro y salió a unas calles anchas, donde había muchos palacios bancarios con relucientes fachadas de espejo. Ahora caminaba más despacio, porque se sentía cada vez más desalentado. Qué idea más loca. Era imposible encontrar a Margarita en un centro comercial. Sin embargo, siguió caminando. Entró a un gran bulevar que se llamaba Morazán. Al bulevar Morazán y al bulevar Juan Pablo II venían los que querían comprar cocaína y crack. Cuando había droga andaban vendedores de globos para arriba y para abajo en la calle. Esa era la señal de que había droga a la venta. Mientras más globos tenían, más droga había para comprar. Esto Alex lo había escuchado, pero nunca lo había visto con sus propios ojos. Ahora vio acercarse a un hombre con un atado de globos rojos y azules. Cuando se encontraron, Alex no pudo evitar mirar al hombre. Entonces se dio cuenta de que lo conocía. El hombre era de la misma zona donde él vivía. Por eso lo paró. Pero no le preguntó el precio del crack o de la cocaína, sino que le dijo:

—¿No sabe dónde queda La Castaña?

El hombre de los globos hizo un gesto de sorpresa, porque esa no era la pregunta que le acostumbraban hacer, pero le explicó muy bien el camino al centro comercial.

Tan pronto Alex subió las escaleras de mármol supo que estaba en el lugar correcto. Aquí ya había estado. Desde la vez anterior sabía que en este lugar había guardias que cuidaban que no entraran niños de la calle. Pero, ¿él se veía como un niño de la calle? Un vistazo en un espejo le mostró la imagen de un muchacho con jeans casi limpios, una camiseta negra con el dibujo de un lobo, zapatillas no muy gastadas y una gorra roja.

Por la mañana, Marvin había acarreado un balde con agua a la ruina; y él se había lavado bien la cara y las manos con jabón, y luego se había peinado. La verdad es que no se veía como un niño de la calle. No creía que fueran a sacarlo.

Después de haberse visto en otro espejo se le fue el nerviosismo y empezó a deambular en la galería. Aquí adentro todos caminaban despacio. Una música tranquila salía de parlantes invisibles. Alex miró a través de los vidrios pulidos de tiendas de sombreros, de muebles y de perfume, y de tiendas que solo vendían flores sintéticas. Llegó hasta una tienda donde había manojos de collares y pulseras brillantes que colgaban en ganchos de la pared.

Miraba en todas las tiendas.

Especialmente miraba en las tiendas que vendían vestidos o jeans. Pero no la veía por ningún lado. Claro que era una locura creer que ella iba a venir aquí. Al final estaba tan cansado que se dejó caer en un sofá, junto a una anciana vestida de negro que abrazaba una muleta. Desde el sofá se podía ver la entrada de la tienda de ropas más grande. Cuando él la vio se llenó de esperanza. Si George quería comprarle ropa a Margarita era aquí donde seguramente vendría. Alex clavó la mirada en la entrada.

—¿Estás esperando a alguien? —le preguntó la señora inesperadamente.

—Sí.

—Yo también —dijo la anciana.

—¿De verdad?

—Estoy esperando a mi marido. Se metió en esa tienda. Entró a traer un paquete con un vestido que yo había apartado, pero nunca regresó.

—¿Se metió ahí?

—Sí. A mí me dolían los pies. Por eso me senté aquí en la banca, mientras él iba a pagar y a recoger el vestido. Y desde entonces no regresa.

—¿Hace cuánto entró?

Hace siete años Teníamos veintinueve años de casados O quizá fue hace diez - фото 9

—Hace siete años. Teníamos veintinueve años de casados. O quizá fue hace diez años que desapareció, o cinco.

—¿Y qué dicen en la tienda?

—Dicen que él no ha entrado ahí. Pero yo sé. Yo lo vi entrar por puerta y nunca salió.

—Quizá hay otra salida.

—Sí, la entrada del personal. Pero esa siempre está cerrada y tiene alarma. Además está la ventana. ¿Ves la ventana que está en la pared, detrás de esos vestidos de color turquesa? Ahí tiran los empleados los cartones y otra basura. Pero no creo que hayan tirado a mi marido a través de esa ventana. Desde entonces estoy esperándolo.

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