Un duende y una buena vida
Seis personas estaban sentadas alrededor de un gran fuego, protegidos por los muros de la ruina. El cielo era negro como terciopelo, y el aire tropical era caliente.
Alex tomaba sopa en una lata de conserva. Sonreía sin causa aparente. Aquí, en las ruinas de una casa que había sido destruida por el gran huracán, todo era tranquilo y seguro. Su vida había dado un giro muy inesperado... Su vida ya no estaba mal. No deseaba irse a ningún lado. Y todos los que estaban sentados alrededor del fuego, en cajas de gaseosas volteadas, eran sus amigos. Antes solía decir “yo no tengo amigos, los perros son mis únicos amigos”. Eso ya no era así. Todos los que estaban alrededor del fuego eran sus amigos. Eran superamigos, personas en las que podía confiar.
La alegría lo inundaba.
Y pensar que la vida podía ser así de buena.
Ahí estaba doña Óscar, quien había hecho la sopa. Tenía pantalones rosados y una blusa blanca con volantes. Sus labios estaban pintados de un rosado escandaloso, y en ese momento trataba de ponerse un par de pestañas postizas azules. Estaba por irse. Todas las noches salía.
Ahí estaba doña Rosa, sentada en una caja de gaseosas volteada. Era la reina de la ruina, una mujer delgada y amable. Ella les permitía a todos los que necesitaban un techo que durmieran en la ruina. Lo que hicieran en la calle no le importaba, pero en su ruina no podían consumir drogas ni alcohol.
Ahí estaba Carlos, que vivía con doña Rosa. Era un hombre pequeño y gordo que cojeaba bastante desde que había sido atropellado por un autobús.
Ahí estaba Marvin, un muchacho negro y grande que era una maravilla, porque siempre estaba alegre y lleno de energía. Alex sentía que se ponía alegre con solo ver a Marvin.
Y ahí estaba Nelson, un muchacho pálido y callado, un niño de la calle que había aparecido hacía unas semanas y de quien nadie sabía casi nada.
Y por supuesto también estaban los perros. Doña Rosa tenía dos perros y Alex tenía tres. Los cinco perros se llevaban bien y casi nunca peleaban.
Los seis estaban sentados en cajas de gaseosas vacías alrededor del fuego, tomando la sopa que doña Óscar había preparado con tomates, arroz y cebolla. Unos tenían platos hondos de plástico; pero como no había platos para todos, algunos usaban latas vacías. Doña Óscar se reía con ganas y sus dedos revoloteaban alegres cada vez que alguien decía que su sopa estaba sabrosa. Los perros se mantenían despiertos, relamiéndose de vez en cuando, pues sabían que tan pronto los seis que estaban alrededor del fuego hubieran comido, alguien iba a poner la olla en el suelo para que ellos también se saciaran.
Antes, cuando Alex dormía en la calle, las noches eran lo peor. Era la hora del miedo. Era cuando los niños de la calle eran atacados. Era cuando hombres y jóvenes los metían en carros y se los llevaban a las afueras de la ciudad para maltratarlos. Era cuando hombres desconocidos pasaban en camionetas grises todoterreno y les disparaban desde la ventanilla. Cuando la violencia contra los niños de la calle aumentó y eran muchos los que morían cada mes, doña Leti empezó a insistir: “Tienes que encontrar un lugar donde puedas dormir adentro. Es demasiado peligroso dormir en la calle”. Recordando esas palabras, Alex aceptó de inmediato cuando doña Rosa lo invitó a dormir en la ruina que había encontrado. Desde entonces pasaba todas las noches en la ruina.
Esta noche calurosa Alex se dio cuenta, de repente, de que estaba satisfecho con su vida. Probablemente era la primera vez que sentía eso. Estaba enamorado de nuevo. Tenía dos adultos que se preocupaban por él, doña Leti y doña Rosa. Tenía tres perros a los que quería mucho. Tenía más amigos. Y tenía un lugar donde dormir. Sí, hasta tenía un colchón donde acostarse.
Doña Leti y doña Rosa decían que estaban contentas con él. Estaban contentas porque él había dejado de inhalar pegamento. Realmente lo había logrado. Y tenía dos trabajitos. Le ayudaba a doña Leti con el puesto y, además, en una tienda de videos. Limpiaba la tienda varias veces a la semana y en recompensa podía bañarse en la bodega. Ahí había también un lavadero donde podía lavar su ropa. Y ahí tenía él una repisa con algo que era un verdadero lujo para alguien que vivía en la calle. En la repisa tenía un peine, un cepillo, un jabón y un bote de champú. Y hasta tenía desodorante.
“Una buena vida”, pensó, y no pudo evitar reírse.
Se acordó de la primera vez que había escuchado esas palabras: una buena vida. Había sido hacía mucho tiempo, cuando todavía vivía donde la tía. Un niño de la calle que se llamaba el Rata se había puesto a conversar con él y había dicho: “Vete de la casa, hazte niño de la calle, la vida en la calle es una buena vida”. Poco después lo había hecho. Pero la vida en la calle no había sido una buena vida. Al contrario. Hambre. Frío. Miedo. Traición. Tristezas.
Solo hasta ahora le parecía que esas palabras concordaban con la realidad. “Una buena vida”, pensó Alex Dogboy, y levantó a su perro más joven para ponérselo en las rodillas y hundir luego la cabeza en su suave piel. Canelo y Emmy se acercaron de inmediato, compitiendo por echarse en sus pies.
—Hoy me contaron una historia bien bonita —les dijo a los que estaban sentados alrededor del fuego—. Es sobre un duende. Doña Leti me la contó. Y es una historia verdadera, porque fue algo que le pasó a la prima de su papá.
Cuando vio que todos los cinco se callaron y lo miraron, le entró la duda. ¿Se atrevería a contar la historia? No, por supuesto que no lo iban a querer oír.
—Es una historia larga —se disculpó, escuchando la inseguridad en su propia voz—. ¿De verdad quieren oírla?
—Sí —dijeron todos, asintiendo ansiosos con la cabeza. Alex observó sus rostros iluminados por el fuego que parpadeaba. Nadie añadió nada y todos lo miraron con expectación.
—Bueno, esa prima se llamaba Sara.—comenzó Alex dudoso—. Era joven y vivía en algún lugar en el campo. No me acuerdo dónde, pero quizá no importa.
—No, para nada. Pero sigue, pues —dijeron impacientes doña Óscar, Nelson, Marvin y don Carlos. Doña Rosa había estado cansada todo el día y apenas cabeceó. Dogboy se dio cuenta de que le gustaba mucho gozar de la atención absoluta de todos. Así que recobró el valor y continuó:
—Un día, Sara venía por la vereda que va para el pueblo. Entonces se encontró con un duende. De inmediato ella se dio cuenta de que era un duende porque no tenía ni un metro de estatura. Todos saben que solo los duendes son así de pequeños. Aparte de eso se veía como un hombre cualquiera. Era muy guapo y estaba bien vestido, pero, como dije, era pequeño. Parece que el duende se enamoró de Sara a primera vista, porque fue a donde ella y le dijo: “Estás bien linda. Estoy enamorado de ti”. Todos dicen que a las muchachas que ya tienen novio nunca las enamoran los duendes. Eso es mentira. Sara tenía novio y aun así le salió el duende. “Vete”, le dijo Sara. “No te quiero ver. Yo ya tengo novio”. Entonces el duende se puso a llorar desesperadamente. Lloró y lloró. Lloró tanto que se convirtió en una nube de niebla que se disolvió lentamente y desapareció.
—Así me sentí yo cuando mi primer gran amor me dejó —dijo doña Óscar, fingiendo que se secaba las lágrimas con los volantes de su blusa blanca.
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