Didí Gutiérrez - Las Elegantes

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Las elegantes reúne, por primera vez, los cuentos de un grupo de diez mujeres que, decididas a dejar una huella, «se propusieron crear un universo propio a través de palabras». Por medio de la fragmentación habitual de una antología, Didí Gutiérrez nos presenta a estas nuevas voces femeninas que, con sutileza narrativa, hablan sobre lo cotidiano, el dolor, la nostalgia y la perdida. Las Elegantes no tiene más pretensiones que acercar al lector a lo real e imaginario que puede esconder cada una de las escritoras. «Nada es cierto, todo es cierto si indagamos acerca de Las Elegantes. Lo que en definitiva no es verdad es que muriera cada una por su lado. La muerte las tomó a todas juntas. Gordas y con ganas de divertirse, en un after en el local Invernadero. Fallecieron a punto de irse cada quien, a esa hora de la mañana, a su casa. Murieron en pleno goce. Y esa mañana murió igualmente lo que hubiera sido un camino de renovación en la escritura mexicana. Por primera vez —nunca ha vuelto a suceder—, un grupo de escritoras se portaba mal, por decirlo de alguna manera. Ofrecían en sus textos y en sus conductas lo que nadie esperaba de ellas. Ojalá que su legado, ya no su presencia física, sacuda de una buena vez las escrituras actuales». Mario Bellatín

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Tecleó otra vez 9669 y con soltura se dirigió a los contactos. No recordaba cómo se llamaba, pero se apellidaba Morais. ¿Bruno? No. Cosme. No. Había sido su primer novio de verdad. Franco Morais. Un chef italoportugués. No estaba. Muriel repostería. ¿Muriel repostería? Se inquietó. No sabía si el tal Muriel era hombre o mujer.

Su novia era una chef con ánimos periodísticos. Se había encargado un tiempo de la asignación de apoyos a proyectos de investigación en una asociación civil, más que nada porque quería desvelar alguna práctica fraudulenta como la evasión de impuestos, pero como todo era muy honrado decidió renunciar y dedicarse a la pastelería. Como nunca había ejercido su carrera tuvo que empezar desde abajo, era vendedora de pasteles.

Baruch abrió la lista de llamadas; estaba vacía. Era poco probable que nadie le hablara a Renata. Era casi imposible que ella no usara su teléfono. Recordó la conducta de su exmujer, una escritora de aspiraciones feministas que estuvo en amasiato con un banquero durante su matrimonio. La señora borraba el número telefónico del amante, quien le llamaba en las mañanas mientras Baruch daba clases en la preparatoria a esos chamacos alineados al maldito sistema.

El timbre ronco de la puerta interrumpió sus pensamientos. Corrió a la recámara y dejó el teléfono sobre la repisa. Abrió con los ojos más anchos que nunca. Era Pavel. Su presencia le resultó extraña. Apenas se habían visto el día anterior para cenar. Su amigo entró con desparpajo y se sentó en el sillón. Baruch lo siguió como un autómata, sin saludarlo.

—Tú no cambias, mano —reclamó Pavel.

—Es que Renata me está poniendo a prueba —se justificó Baruch.

—¿Te escondió la botella?

—No, olvidó su celular.

—¿O sea que para ofrecerme un trago tienes que esperar a que ella te llame para darte permiso?

Baruch se rio para disimular su confusión y dirigiéndose a la cocina retomó la charla con naturalidad. Pavel se refería a su costumbre de beber coñac en las mañanas como parte del desayuno, que a Renata le desagradaba tanto. No por el hecho de tomarlo temprano, sino por lo caro del vicio.

—No le gusta que beba por las mañanas. —Abrió la botella.

—Pero si tú no vas a tomar, sino yo.

Puso la copa de coñac en la mesa de centro. Lo mandó Renata a vigilar que no ande tomando, pensó sobre su amigo. Era un cuatro. Se acomodó en el sillón con las manos entre las piernas. Pavel se acabó el coñac de un sorbo y se levantó, extendiendo la mano en la cual sostenía un paquete cuadrado.

—¡El pedal! —dijo Baruch atolondrado. Olvidó que su amigo le conseguiría un pedal nuevo para la bicicleta. Por eso estaba ahí. Antes de marcharse, Pavel lo sentenció:

—Te trae loco el síndrome de abstinencia.

—Ni madres. ¿Cuánto te debo, cabrón? Gracias.

Baruch cerró la puerta y se quedó detrás unos segundos. Faltan los mensajes, pensó. La fotografía de la repisa la había tomado Baruch cuando fue con Renata a volar en globo aerostático y no pudieron hacerlo. Era obligatorio presentar a la entrada una credencial para comprobar su mayoría de edad, pero ella sólo llevaba una mochila pequeña con sus binoculares para mirar el mundo desde las alturas. Aparentaba menos edad. A él ni se la pidieron.

Creyó oír los maullidos de los gatos del Nokia morado, pero a esas alturas ya no sabía si eso era real o se lo estaba imaginando. Era un mensaje nuevo. Todo bien. Aún estaba conectado a la realidad. Era un mensaje de texto de Betito Bodoque. ¿Quién se dejaba llamar así? Era obvio que se trataba de un sobrenombre. Qué maricón. Betito Bodoque era el profesor de cerámica de Renata. Si ahora Baruch quería revisar los mensajes de su novia iba a tener que abrir el de Betito y ella se daría cuenta de la intromisión. Miró hacia la calle una vez más: el celador en la puerta de la caseta de vigilancia. Qué bien.

Sí, era un topo, pensó Baruch manso.

Había llegado el momento de darle una solución al pasaje independentista. Frente a la máquina de escribir, Baruch comenzó el relato. Tejería en la trama cierto favoritismo por Henoc. Su gusto por Flaubert ya no le parecía tan repulsivo. Recordó a Charles, el esposo de Emma Bovary, y se sintió identificado con su sufrimiento por los engaños de ella. En el guion, Henoc Abundis abraza a Mariano Ferrater, quien antes de corresponderlo ha de embarrarse los dedos con un poco de lodo del suelo para dejarle una mancha en las charreteras del saco a su adversario, como indicio de que lo traicionará apenas sea nombrado delegado de seguridad en Las Bonitas.

Como si la escritura del guion hubiera sido un aliciente, Baruch se levantó del escritorio con ganas renovadas de seguir con el espionaje telefónico. Echó un vistazo por la ventana; la caseta de vigilancia tenía las luces prendidas. Se le ocurrió una forma de evitar el enojo de Renata por revisar su celular. Le diría que sonó y, al tomarlo para saber de quién se trataba, había abierto sin querer el mensaje de Betito Bodoque. Sólo así podría echar un ojo a los recados de texto. La supuesta llamada la haría él mismo desde un teléfono público.

Renata tenía dos mensajes recientes de Baruch y unos cinco de sus amigas, de hace unos días. Ninguno en la lista de enviados. La ausencia de llamadas y de mensajes le sugirió algo que ya sabía pero no recordaba. Su novia llevaba días sin saldo, incluso le pidió a él que le abonara unos pesos a su cuenta. Baruch no lo hizo. Quizás no había olvidado su celular sino que lo había dejado a propósito porque no tenía crédito para usarlo. Qué alivio.

Guardó en una bolsa la botella de coñac y salió a la calle. En el teléfono público de la esquina digitó el número de Renata y lo dejó sonar varias veces hasta que se activó el buzón de voz. Colgó. Después regresó al fraccionamiento, se dirigió a la caseta de vigilancia y entró. Puso la botella de su bebida preferida sobre una mesita de plástico, mientras los policías disponían unos vasos azules para brindar. Nada como beber con ellos, como en los viejos tiempos.

Tania Hinojosa (Tabasco, 1959 - Sonora, 1990)

Narradora de tendencia agnóstica y expresión pueril. Su obra literaria se compone de un solo libro de cuentos, Me bajo aquí (1999), cuyos textos reflejan una lectura sistemática de Virginia Woolf. Sufría constantes depresiones. Se suicidó.

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