Jaló el cobertor y algo salió disparado de entre las cobijas. Al chocar contra el piso, vio el teléfono de Renata convertido en piezas. Olvidó su celular, pensó Baruch. Recogió cada una de las partes y se sentó en la cama para ensamblarlas. Era un Nokia morado. Mientras unía las caras de la cubierta transparente supo que faltaba la batería. Se asomó debajo del closet y alcanzó la pila con el pie. Puso el aparato sobre la repisa.
Una mancha rosada en la sábana hirió sus ojos. Parecía un rastro de helado. A Renata le gustaba comer unas cucharadas antes de dormir. Aunque tal vez estuviera menstruando, más bien. Sacó una funda limpia y la extendió lisa en el colchón. Miró el teléfono de reojo. La cobija, el cobertor de caballos y la colcha. Dejó la cama a medias. Salió de la recámara inquieto, como si algo extraño se hubiera instalado en su alma.
Nunca olvida su celular, pensó Baruch. Dicen que las cosas pasan por algo. Pero también quien busca encuentra. Mordió una manzana y se encaminó otra vez hacia el cuarto.
Cogió el teléfono y a punto de encenderlo se detuvo. A ella le molestaba que tomaran sus cosas sin permiso. Se recargó en el alféizar de la ventana: la mañana era de nubes. No había nadie en la caseta de vigilancia del fraccionamiento. Por eso luego se metía gente desconocida como si nada.
Renata se daría cuenta de que había husmeado en su teléfono, tenía una cualidad especial para descubrir si alguien tocaba sus pertenencias. Una vez él tomó su agenda y ella lo notó porque la dejó bocarriba en el cajón, sin darse cuenta de que al sacarla estaba bocabajo. Baruch hurgó en sus pantalones en busca de algún cigarro milagroso. Nada.
¿Y si Renata había dejado el celular encendido? Nunca podría saberlo. Pero no quería reclamos. Ella no creería eso de que mientras Baruch tendía la cama se cayó el teléfono y se desarmó. Pensaría que él estaba de vuelta en las viejas prácticas de espionaje.
Entró al cuarto como si estuviera prohibido y alguien lo mirara. Se paró en la cornisa a terminarse la manzana. No podía creer que un aparato lo distrajera de sus quehaceres cotidianos. Encender el teléfono tenía más ventajas, pensó, y comenzó a silbar una tonada de Queen.
Ese día había planeado avanzar en su trabajo: un guion para el desfile del aniversario de la fundación de Las Bonitas. Debía entregarlo la próxima semana y aún le faltaba resolver el capítulo entre Mariano Ferrater y Henoc Abundis en el cerro de la Asunción, donde ambos políticos sellaron el pacto de independencia con un abrazo. La Historia obligaba la imparcialidad: no había a quién irle. Baruch se inclinaba por Ferrater pues, aunque era un terrateniente, le gustaba leer a Molière y consideraba Las preciosas ridículas como su mejor obra. Pero también podía estar a favor de Abundis por ser un líder de la clase obrera. Su único defecto era su gusto exacerbado por Flaubert. ¿A quién le gusta Flaubert?, pensó. A los putos.
Se acercó a la repisa. El portarretratos de Renata enmarcaba una tarde a las orillas de la ciudad a punto de volar en globo aerostático. Ella sentada en el pasto, con una agujeta desamarrada y su boca en una mueca apretada, conteniendo la risa. Un globo de estrellas en el horizonte anaranjado. Baruch advirtió que el teléfono tenía unos gatos impresos en la carcasa.
Sintió sed; iría a comprarse un jugo para despejarse un poco. Al arrastrar la bicicleta recordó que uno de los pedales se había caído. Haría el trayecto a pie. El local de jugos estaba cerrado. Don Camilo, el dueño, lo saludó con la cabeza; escribía con plumón en un pedazo de cartulina, sobre la cortina.
—¿Hoy no abre? —dijo Baruch, tocándose la oreja.
—Hasta que deje de llover —respondió don Camilo sin mirarlo.
—Oiga, don Camilo, ¿alguna vez ha tenido ganas de espiar? —siguió Baruch mientras leía en la cartulina que el local abriría cuando saliera el sol.
—No tengo tiempo para esas cosas, muchacho.
Ése era el problema: en los últimos meses, él había tenido mucho tiempo para pensar en tonterías. Dio clases de literatura en una escuela católica, pero renunció al comprobar que los alumnos sabían más de la vida íntima de Marx que de sus teorías filosóficas. Los muchachos pretendían desmentir su crítica contra el capitalismo, argumentando que el filósofo tomaba Coca-Cola para dormir. Intentó convencerlos de que Marx había muerto años antes de la invención del refresco, pero la tozudez de los preadolescentes era tan firme que prefirió investigar las fechas en la enciclopedia. Estaba en lo correcto; la cocaína ni siquiera se usaba como anestésico en la época marxista. Renunció a la escuela, dejando en el pizarrón la frase del pensador alemán: «La religión es el opio del pueblo». Días después retomó la hipótesis juvenil y escribió un cuento con el cual ganó el Premio Nacional Las Bonitas. Ahora vivía del dinero del reconocimiento y de los dividendos del guion. Su sueño dorado de dedicarse solamente a escribir estaba despertando demonios en su cabeza.
A punto de caerse, entró a la vinatería resbalando. Si no había jugos, entonces compraría un poco de alcohol. Por algo pasaban las cosas, no es que él quisiera de la nada volver a beber. En la tienda, el timbre de un celular parecido al de su esposa lo asustó. Encender el teléfono de Renata tenía sus ventajas, pensó. Una botella de coñac y botana. Le encantaba combinar lo fino con lo rascuache. Sabía que era muy temprano para consumir algo así, pero si iba a tomar lo haría como un profesional. Ser profesional sale caro. Como todas las otras veces, salió corriendo del lugar. Se resbaló nuevamente a unos pasos de su casa. Giró la llave y entró.
De un manotazo agarró el celular y oprimió el botón de encendido. La melodía del aparato le provocó escalofríos. Tenía la boca seca. Estaba decidido a revisarlo. La instrucción de pulsar la clave de desbloqueo apareció en la pantalla. Cuatro dígitos. 2110. La fecha de nacimiento de Renata, no. El año, 1979, tampoco. Caminó hacia la ventana: aún no llegaba el vigilante del fraccionamiento. Nadie podría descubrirlo, Baruch no supo si lo dijo o lo pensó.
Tuvo miedo de que el sistema del teléfono reaccionara a las claves erróneas con un bloqueo permanente. Imaginó que a partir de ese momento todo empeoraría. El aparato trabado para siempre con un aviso en la pantalla explicando el motivo: «contraseñas equivocadas en repetidas ocasiones». Renata le reprocharía a Baruch su inseguridad. Apretó el número confidencial que ella usaba en sus tarjetas de crédito, quizás era de esas personas que usaban la misma rúbrica para todo. Sí. ¡Por fin! Se desplegó el menú en la pantalla.
Empezó con los contactos de la agenda: Atenea Márquez, Aarón Morán, Abuelos, Amiguita campamento. Conocía a todos en orden de aparición: su mejor amiga, su hermano, los abuelos y Luna, la chica que Renata había conocido en la experiencia de liberación de tortugas en el mar. La costumbre de registrarlos con algún apodo o un mote mediante el cual sólo ella podía identificarlos incomodó a Baruch, quien se sentó en el sillón sin mirar por dónde caminaba. Donovan Alteruza, Diamantina Cortés, Darina Núñez. No conocía a ninguno, pero Donovan le pareció un nombre con aspiraciones gay y los siguientes le hicieron pensar que su novia tenía amigas un tanto exóticas. ¿Cómo justificaría su intromisión? La falta de argumentos lo llevó a interrumpir la inspección. Apagó el aparato.
Prendió el televisor en el canal de videos. The Buggles cantaba al ritmo de radios explosivos «Video Killed the Radio Star», la canción de moda sobre una vieja estrella de radio que ve cómo sus días de gloria acaban debido a la proliferación de un nuevo sistema de comunicación más atractivo. Se sintió culpable. Detestaba que Renata lo llamara «topo». Ella se refería a los famosos espías de la Guerra Fría que daban información confidencial al bando opuesto por dinero o sexo. Apenas unos meses atrás habían descubierto a uno ruso que, en lugar de dólares y genitales, pedía autógrafos de George Michael. Baruch espiaba por el temor a una traición de Renata. Recordó a Morais. ¿Estaría en la agenda ese imbécil?
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