Didí Gutiérrez - Las Elegantes

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Las elegantes reúne, por primera vez, los cuentos de un grupo de diez mujeres que, decididas a dejar una huella, «se propusieron crear un universo propio a través de palabras». Por medio de la fragmentación habitual de una antología, Didí Gutiérrez nos presenta a estas nuevas voces femeninas que, con sutileza narrativa, hablan sobre lo cotidiano, el dolor, la nostalgia y la perdida. Las Elegantes no tiene más pretensiones que acercar al lector a lo real e imaginario que puede esconder cada una de las escritoras. «Nada es cierto, todo es cierto si indagamos acerca de Las Elegantes. Lo que en definitiva no es verdad es que muriera cada una por su lado. La muerte las tomó a todas juntas. Gordas y con ganas de divertirse, en un after en el local Invernadero. Fallecieron a punto de irse cada quien, a esa hora de la mañana, a su casa. Murieron en pleno goce. Y esa mañana murió igualmente lo que hubiera sido un camino de renovación en la escritura mexicana. Por primera vez —nunca ha vuelto a suceder—, un grupo de escritoras se portaba mal, por decirlo de alguna manera. Ofrecían en sus textos y en sus conductas lo que nadie esperaba de ellas. Ojalá que su legado, ya no su presencia física, sacuda de una buena vez las escrituras actuales». Mario Bellatín

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Cada día era un nuevo descubrimiento. Alí Boites, actualmente una de las mejores escritoras mexicanas del género policiaco, creadora de la famosa detective Isolina del Toro, y Roberta Marentes, multipremiada narradora de cuentos fantásticos, también habían formado parte de Las Elegantes en su juventud. Tania Hinojosa, por desgracia, murió7. La leyenda que se cernía sobre Fidelia Astorga aseguraba que era posible encontrarla en un coche abandonado en la avenida Río Churubusco, cerca de las instalaciones de la Alberca Olímpica u hospedada en el Hotel Oslo8. En 2009 falleció Julia Méndez, desaparecida desde 1996, en una operación policíaca para rescatar a los socios mayoritarios de una importante cadena de bebidas refrescantes9. Pertenecía a la banda de los secuestradores y su apodo era Lucía Berlín10. En la nota periodística sobre su defunción se incluye una breve mención biográfica en la que curiosamente se alude a su pertenencia al grupo literario.

Este libro reúne, por primera vez, los cuentos de Las Elegantes en el orden original convenido11. Una progresión nada azarosa en la mente de Leonor Enciso, quien hoy, a treinta y seis años de haberla concebido a partir de los textos de un grupo de escritoras que confiaron en su audacia, bien podría erigirse como la autora intelectual de una novela perpetrada por varias autoras materiales, lo cual, a su vez, podría conducirnos a otra discusión —cuyo foro no será éste— acerca de la figura autoral contemporánea. Los relatos siguen una línea dramática sucesiva similar a la de una novela, en el sentido de que el primero —«Buenas noches», de Wendy Tienda— anuncia el inicio de todo al referir a un grupo de escritores, quienes asisten a un taller literario coordinado por un profesor que no sabe cómo reaccionar ante la llegada de un alumno ciego a la clase, mientras que el último de los textos —«Domicilio conocido», de Nora Centeno— ocurre en un escenario postapocalíptico y sugiere, de algún modo, el final, y este cuento, a su vez, está precedido por «Escriba su nombre completo», de Alí Boites, donde una poeta es asesinada durante una presentación editorial en una feria del libro.

La publicación de una obra así en estos momentos, casi cuatro décadas después de su concepción, produce asombro debido, en primer lugar, a la pertinencia en el rescate del trabajo de un grupo literario conformado exclusivamente por mujeres que se propusieron crear un universo propio a través de palabras y se reunieron a lo largo de unos años para escribirlo juntas; y, en segundo lugar, a la vigencia de la estrategia técnica bajo la cual fue creado el libro, que podría ubicarse cómodamente en la actualidad entre las nuevas narrativas fragmentarias, tan de moda en el presente. Se ha añadido a cada uno de los «capítulos» la ficha biográfica de la autora y notas breves sobre la gestión del texto, ninguna de las cuales formaron parte del manuscrito original, pero que en esta edición contribuyen a un mejor entendimiento del fenómeno.

Hacer antologías es una labor a menudo bochornosa; a veces, no. Aquí no hay negligencia, porque esta compilación bien podría considerarse ahora, a la luz del tiempo, una novela a varias manos femeninas, híbrida y polifónica.

DIDÍ GUTIÉRREZ

Ciudad de México, 14 de febrero de 2021

Wendy Tienda (Panamá, 1962)

Escritora y publicista. Creadora de la novela diabética con Azúcar (1998). Coordinadora de la campaña de lectura Leer es tu hit. Dos de sus libros —De casimir en motocicleta (1994) y Los días de Marucho Pickering (1997)— fueron incluidos entre los mejores de los años noventa por la revista Arbitrario. Tiene la nacionalidad mexicana.

La primera vez que vi a Wendy fue en una boutique de uno de los barrios - фото 2

La primera vez que vi a Wendy fue en una boutique de uno de los barrios residenciales de la Ciudad de México. Me citó ahí con el pretexto de que le ayudara a elegir su atuendo para un funeral. Hizo caso omiso a mis sugerencias en tonos oscuros, y al final me dijo, brusca: «Ninguna Elegante se viste de luto». Al salir de la tienda me entregó en formato digital el cuento que aquí se publica y se despidió. En el texto, la autora manifiesta su interés por las telas al hacer especial énfasis en la vestimenta de cada uno de los personajes. Es, junto con el de Alí Boites, el único que hace referencia a Las Elegantes, sin mencionar el nombre del grupo. Inspirado en hechos reales, cuenta la historia de Nicolás, quien según Tienda pudo haber sido el undécimo Elegante de no ser porque era hombre.

Buenas noches

Nicolás era el primero en llegar. Nunca supe quién lo llevaba, cómo subía las escaleras hacia el salón, si caminaba o descendía de un taxi. De lo que sí me enteré casi al instante fue que era ciego. El primer día de clases, él platicaba con Marisa, que siempre traía camisetas de los Beatles, y yo caminaba de un lado a otro del centro cultural porque los sillones de la sala eran bajos y mi falda muy corta como para sentarme en ellos. Pude escuchar que Nicolás hacía un análisis de la literatura española contemporánea pues estaba casi gritando. Sus gesticulaciones y movimientos algo exagerados llamaron mi atención. Movía la cabeza de un lado a otro al hablar, como esos muñequitos que tienen un resorte por cuello, y señalaba a Marisa con el índice a la menor provocación. Pensé: «Estos extranjeros».

—Deberían matar a los que siguen escribiendo del franquismo —decía casi molesto.

—Aquí se necesita algo como eso —Marisa aprobó el comentario, convencida de que la revuelta era necesaria.

—En mi país, por lo menos, eso se lo han cogido para escribir gilipolleces —argumentaba Nicolás.

—Una guerra civil, una revolución. Eso es lo que nosotros necesitamos aquí.

Nicolás había nacido en Cataluña y tenía algunos años en México. Cuando un tema de conversación le atraía, la piel de su rostro adquiría una coloración rosada y remarcaba sus diminutas facciones, como de pájaro, en una inmensa cabeza. Marisa cursaba los primeros semestres de la carrera de sociología y junto con su grupo de amigos de pantalones entubados había formado un colectivo ecologista. Sus comentarios en clase siempre tenían un enfoque progresista a favor de la libre interpretación.

El español mencionó a algunos escritores como Quim Monzó y el apellido de un tal Atxaga como ejemplos de una generación de narradores nuevos en el panorama hispanoamericano. Remató la plática con un elogio a la literatura mexicana de la Revolución, informando sobre el trágico desenlace de sus mentores a Marisa, quien, a juzgar por sus ojos como coladeras abiertas por las que se había filtrado lo que aprendió en la primaria, parecía desconocer la historia de su propio país.

Nuestro compañero extranjero tenía unos cuarenta años. Era bajo y su cabello abundante, rojizo y rizado se movía de un lado a otro, a la par de su cabeza, al hablar. Se vestía igual todas las veces: pantalones con bolsas a los costados, una playera con el escudo de alguna congregación y botines de punta chata. El maestro era Menéndez, un cuentista de la vieja guardia: pensaba lento, oía poco y en las noches daba talleres de cuento como en el que nos encontrábamos. Siempre hallaba el momento adecuado para recordar aquella ocasión cuando lo invitaron a firmar libros en una feria de Italia: «Nos pusieron a unos mariachis atrás y los condenados, que apenas hablaban español, se pusieron a cantar el “Cielito lindo”». Este hecho le molestaba y cada vez que lo contaba se volvía a llenar de esa misma energía de su juventud, cuando le ocurrió, pues estaba convencido de que la cultura mexicana era más que dos charritos tocando una canción tradicional en una embajada. El primer día de clases, Menéndez se sentó a la cabeza, los demás nos acomodamos salteados. Entonces Nicolás le pidió a Marisa que le conectara el cable de su grabadora al enchufe y en ese momento nos dimos cuenta todos, o casi todos, de su condición.

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