Como si aquel gesto no hubiera sido lo suficientemente descriptivo, Menéndez anunció la presencia de un escritor invidente entre nosotros (nos llamaba a todos «escritores», aunque la mayoría no lo mereciéramos). Dijo que dadas las condiciones cambiaría la dinámica del taller: el autor leería su obra de arte en voz alta (le llamaba «obra de arte» a nuestros textos, aunque ninguno lo fuera).
El ciego no comentaba los trabajos de los demás y Menéndez tampoco le pedía su opinión. En realidad el profesor no se interesaba por ninguna otra más que la de Marta, la alumna psicóloga que psicoanalizaba a los autores y en cuyos textos siempre aparecía como antagonista un psiquiatra de apellido Ford, una dentista jubilada y un gato siamés de bigotes recortados.
Nicolás fue el primero en llevar su cuento al taller, pero la lectura se postergó por diferentes razones: una porque se fue la luz y la clase se destinó a practicar la narración oral con cuentos de ultratumba; otra fue culpa de Marta, más bien de Menéndez, quien determinó que ella leería sus minificciones en lugar de él porque, a diferencia de los suyos, los textos de su alumna preferida eran cortos y ese día se iría antes del horario.
Conforme pasaban los días, me di cuenta de que yo no sabía cómo tratar a un ciego, menos a un ciego escritor. El contacto más cercano con un artista discapacitado lo había tenido a través de las tarjetas navideñas ilustradas con los pies y la boca por pintores minusválidos, las cuales llegaban a mi casa cada diciembre en un paquete por correo postal.
Menéndez canceló, poco después, la lectura en voz alta porque, según él, se perdía mucho tiempo. El ciego lo apoyó con la condición de que lleváramos nuestros textos a su casa días antes de cada sesión para que su hermana se los leyera. Como si el compañero ejerciera sobre nosotros un influjo imposible de esquivar, todos o casi todos hicimos caso a la nueva disposición; Marta, no.
Marta fomentaba mi inseguridad. Acostumbraba rodearme de amigas feas porque las guapas me hacían sentir inferior. Ella no era precisamente bonita, pero tenía un novio de mayor edad que la recogía en limusina. El iris y la pupila de los ojos se le habían fusionado en una negrura espacial, una línea blanca y delgada contenía el lóbrego color en forma circular; un poco más de oscuridad en las cuencas y se le habrían manchado hasta los párpados. Sus ojos eran dos agujeros negros, una región del espacio exterior. Creo que el guapo era él.
Cuando le tocó de nuevo su turno, Marta parecía haberse vestido para la ocasión. Aunque hacía calor, el viento derribó varios árboles sobre los autos estacionados en la avenida. Ella portaba un atuendo primaveral que envidié: falda verde holgada con estampados de utensilios caseros, blusa morada de tela calada y botas cortas color rojo. Parecía salida de Monty Python. Repartió a cada uno las fotocopias y se acercó a Nicolás para susurrarle el relato, que para nuestra sorpresa no era una minificción, sino su primer cuento. No pude concentrarme: la voz ronca, siseante y dulce de Marta me producía placer. Sólo eran tres hojas y, mientras ella leía nerviosa, el ciego volteaba la cabeza como si pudiera verla, ladeándola al ritmo de sus palabras. Tal vez experimentara lo mismo que yo.
Al final de la clase, una de las más emotivas que habíamos tenido hasta entonces, donde todos, hasta Nicolás que nunca lo hacía, comentamos el texto revisado, Menéndez se levantó de la silla y como un pequeño y viejo dictador impuso la suspensión definitiva de cualquier respaldo al ciego debido al supuesto desorden provocado ese día. No entendimos qué pasó. Bueno, yo sospeché que tal vez se habría puesto celoso del invidente por la cercanía con su alumna preferida. Que de algún modo lo estaría castigando. Era algo cruel, tal vez la ancianidad le restara compasión.
Como era de esperarse a partir de ese momento, Nicolás sólo iba al taller a escuchar las opiniones sobre cuentos cuya trama desconocía y a firmar la lista de asistencia. Bostezaba y respiraba con la boca abierta; Menéndez lo ignoraba. Intenté hacer lo mismo porque sus sonidos comenzaban a provocarme asco, pero la sinfonía gangosa se oía cada vez más fuerte. Su desinterés se ponía de manifiesto en el tono de su piel, ya no se sonrojaba más. No usaba lentes oscuros ni se le desviaban los globos oculares como a la mayoría de los ciegos, pero luego cerraba los ojos y al abrirlos tenía los párpados mojados. Durante el descanso, se quedaba en el salón con los audífonos conectados a su grabadora apagada. Chocaba con las paredes.
Por fin llegó la noche fijada para la lectura del relato de Nicolás. La historia de un niño pobre cuya única expectativa es procurar la felicidad de su madre. Se refiere a ella como una virgen, una diosa. El muchachito trabaja en una ferretería como asistente y añora cada tarde la salida para regresar en bicicleta a su casa, recordando al padre casi santo, quien ha muerto por causas desconocidas para los lectores. El texto tenía faltas ortográficas ingenuas y carecía de elementos suficientes para ser un cuento. Menéndez dijo que era «un melodrama cursi mal armado» y le sugirió que reflexionara sobre sus aptitudes para la literatura. Otra vez se fue la luz y Nicolás se enteró por nuestras exclamaciones.
Como si con eso iluminara el salón y a nosotros sus alumnos, Menéndez intentó descorrer la cortina a sus espaldas en una maniobra contorsionista con una mano, pero no pudo porque había que tirar del cordel y no lo alcanzaba, tenía poca flexibilidad. Entonces comenzó a elogiar el libro de un autor indio que había escrito a modo de crónica su viaje por el Nilo en 1800. El ciego se levantó y se despidió con un «Buenas noches», anegándose para siempre en las tinieblas de nuestros recuerdos porque fue la última ocasión que lo vimos.
Susana Miranda (Cuernavaca, 1957)
Técnica electricista, desertora de la carrera de Ingeniería Química y comerciante de autopartes. Sólo lee autores rusos. Formó parte de la Nueva Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (NLEAR). Su última novela, Apenas martillo y hoz (2008), en edición mimeografiada, se consigue en Refacciones Illich, ubicado en el Centro Histórico de la Ciudad de México.
Encontré la versión original de «Topo» en un fanzine de 1987 llamado La comuna nociva, del Instituto Politécnico Nacional. El texto está ilustrado con gráfica de un artista anónimo. Cuenta la historia de Baruch, un escritor celoso y paranoico. Es notoria la influencia del modelo literario patriarcal en el interés de su autora por seguir con la tradición e imitar la escritura masculina a través de un narrador hombre, en lugar de uno femenino, para explorar un problema como la celotipia, que atañe a ambos géneros por igual. Localicé a Susana, sentada detrás del mostrador de su negocio de refacciones, y le pedí su autorización para la publicación del cuento. Ella aceptó con la condición de que le permitiera hacer algunas modificaciones. Quería «actualizarlo». En esta versión corregida y aumentada, introduce el teléfono celular como detonante del conflicto en lugar de las cartas originales. Aunque insistí en que eso no concordaba con la época en la que había sido escrito, Susana condicionó la publicación del mismo a la aceptación por mi parte de dichos cambios. Se consagró en su momento como la escritora más obesa de Las Elegantes con un peso de 110 kilos. Sus personajes, por el contrario, son todos delgados.
Topo
A Baruch le gustaba tender las camas. Observarlas unos minutos antes de hacerlas, en desorden, le provocaba un placer similar a la revelación del culpable en un crimen. El estado de las cobijas, la forma de las almohadas y el olor de las sábanas permitían saber si el propietario era insomne o alcanzaba el sueño con facilidad. Cuando él y Renata decidieron vivir juntos, Baruch eligió el aseo de la habitación. Ella aceptó con gusto; estaba al tanto de esas habilidades de recamarero que le habían valido burlas entre sus amigos. Pero, sobre todo, conocía los elogios de sus padres por la destreza innata de su hijo: tendía camas como un profesional.
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