Eso sí, hay cambios sustanciales en la intensidad y diversidad del campo de la opinión que hacen hablar de un nuevo régimen publicitario. La eclosión fue indudable y significativa en aquellos lugares que no habían sido centros de producción de impresos durante la dominación monárquica. La prensa insurgente mexicana fue, primordialmente, una prensa de las provincias que discutieron el tradicional predominio de Ciudad de México. En el antiguo virreinato de la Nueva Granada emergió, sobre todo en el decenio 1810, una prensa animada por patricios que representaban soberanías locales que controvertían el centralismo bogotano. También aparecieron en esa década, en varios lugares de la América española, opiniones particulares sustentadas en la libre iniciativa de individuos que aspiraban a construir una trayectoria de escritores públicos y a competir en un escenario de discusión cuyas premisas, en principio, diferían de las restricciones del Antiguo Régimen.
Este ejercicio es aproximativo y quizás superficial por lo panorámico, pero está motivado en la necesidad de adquirir una visión de conjunto que hace falta en nuestras historiografías. Incluso esfuerzos pretendidamente abarcadores, como las ya viejas reflexiones del lamentado François-Xavier Guerra, tenían el lastre de estar demasiado concentradas en unos casos particulares que, por serlo, no servían para generalizaciones gruesas. 16Aquí hay una tentativa de historia comparada o, al menos, de elaboración de una visión de conjunto que nos aleje de presuntos modelos que, por unilaterales, siguen siendo fragmentos.
Leer periódicos, en porcentaje disímil, es cierto, de Buenos Aires, Lima, Santiago de Chile, Valparaíso, Caracas, Santafé de Bogotá, Cartagena, México y otros lugares de la América española, provee una información empírica muy generosa que permite llegar a conclusiones acerca de tendencias, sincronías, singularidades, en fin. 17El diálogo entre los periódicos de esa época explica en muy buena medida las sincronías temáticas, pero también es ostensible que hubo una matriz ideológica común para todos aquellos escritores porque las élites de la inmediata post-independencia compartieron problemas muy semejantes relacionados con los desafíos de la afirmación de un nuevo sistema político, la legitimación de un personal político y la puesta en marcha de instituciones y funciones asignadas a novedosas estructuras estatales. Mencionemos algunos ejemplos: en el decenio de 1820, desde México hasta Chile, hubo preocupación por los alcances perturbadores del principio de la soberanía popular y los escritores hallaron en el pensamiento político europeo, quizás más claramente en el francés, la entronización del principio de la soberanía racional que les adjudicaba a las élites ilustradas una función tutora en la democracia representativa. También hay trayectorias diferentes del periodismo que hablan de situaciones políticas disímiles; mientras en lo que fue Nueva España persistió la censura previa garantizada por la prolongación de las autoridades virreinales, en el sur de América fue más perceptible la expansión de periódicos al amparo de legislaciones que aseguraban una censura a posteriori. Mientras en la Nueva Granada fue notorio el silencio obligado por la guerra de la Independencia, entre 1815 y 1820, en el Río de la Plata pudo afianzarse un núcleo influyente de periódicos. Y aunque en México parece haber prevalecido la tonada autoritaria en materia de impresos hasta bien entrado el siglo XIX, eso no fue obstáculo para que se afirmara política, social y económicamente la figura del impresor.
Lo más aleccionador de un ejercicio de investigación de esta índole es el contacto con tradiciones historiográficas y situaciones documentales diversas. Hay tradiciones de compilación e interpretación muy distintas, unas más adelantadas que otras, pero en términos generales siguen haciendo mucha falta esfuerzos editoriales y bibliotecológicos que pongan a disposición de los investigadores y el público en general un acervo de publicaciones periódicas representativas del proceso de transición a la vida republicana. México y Argentina parecen llevar la delantera en la organización editorial de colecciones facsimilares de periódicos. Lo hecho por la Biblioteca de Mayo, en Argentina, hacia 1960, es de enorme utilidad; a eso se agrega el cuerpo de investigaciones que aporta la Academia Nacional de Periodismo de ese país y todos aquellos investigadores afiliados, de un modo u otro, a lo que conocemos hoy como historia intelectual y que tiene difusión generosa en la revista Prismas. En México, el Instituto Mora ha asumido un liderazgo en los estudios relacionados con las historias del libro, la prensa y la lectura; al lado de eso, los archivos de la capital mexicana, aunque dispersos, conforman un conjunto de posibilidades documentales que no se agota fácilmente. Escritores paradigmáticos como José María Luis Mora y José Joaquín Fernández de Lizardi han sido objeto de compilaciones y estudios preliminares exhaustivos. Mientras tanto, los portales de internet de la Biblioteca Nacional de Chile y de la Biblioteca Nacional de Colombia han permitido la disponibilidad de algunos títulos de periódicos que son insoslayables en un estudio de esta naturaleza.
La conversación historiográfica en América Latina es hoy muy nutrida, gracias, en buena medida, al camino recorrido en los dos o tres últimos decenios por la llamada “nueva historia intelectual”. Se trata de un campo historiográfico consolidado a pesar de su vaporosa condición; una supuesta superación de la tradicional historia de las ideas que dialoga con las historias del libro y la lectura, con formas de historia cultural, con la historia de la literatura y con los estudios biográficos. Esta investigación está nutrida, precisamente, de las reflexiones de la historia conceptual de lo político, en particular lo relacionado con el concepto opinión pública; con aquellos estudios monográficos sobre determinados títulos periódicos; con algunos esfuerzos de biografías intelectuales, tan útiles para entender trayectorias de libreros, impresores y políticos letrados; con formas de análisis del discurso que contribuyen a entender los recursos retóricos y los propósitos argumentativos vertidos en el formato de los periódicos.
Es cierto que la historia intelectual propone un examen mucho más exhaustivo de formas discursivas y que su entronque con lo político es asunto privilegiado en algunas de sus definiciones; 18sin embargo, la sola revisión del componente discursivo de los periódicos constituye suficiente materia para hacer una reconstrucción muy aproximada de lo que fue un lenguaje político. Como lo han dicho algunos representantes de esa zona de estudios históricos, la historia intelectual proporciona principalmente claves de lectura que permiten descifrar las relaciones de implicación que puede haber entre lo escrito y sus autores, entre los agentes productores de discursos y los procesos de organización de los medios de enunciación de esos discursos, entre esos medios y las condiciones de poder en que esos discursos se producen. Todo eso constituye, a nuestro juicio, un momento histórico del lenguaje político en que predominan ciertos individuos, ciertos temas, ciertas formas de comunicación y ciertos recursos retóricos.
La importancia concedida al lenguaje en la comprensión de los procesos políticos es uno los aspectos esenciales de la historia intelectual. Por distintas vías y con el empleo de diferentes léxicos, autores emblemáticos como Michel Foucault o como John G.A. Pocock, han examinado el vínculo de estructuras sociales y materiales con la aparición e institucionalización de ciertos lenguajes que son, a su vez, resultados de unas condiciones discursivas que imponen determinadas reglas y posibilidades de enunciación. 19Esa sensibilidad por el lenguaje y por las condiciones o reglas que inciden en la vida de la polis ha tenido un tratamiento sistemático en la historiografía política francesa, con una derivación afortunada en las contribuciones de François-Xavier Guerra. 20En esta investigación hemos pretendido demostrar que en la prensa americana de fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX hubo una elaboración colectiva de un lenguaje político que informa de las condiciones de funcionamiento del régimen político. Ese lenguaje estuvo hecho de unas prácticas predominantes de comunicación plasmadas principalmente en el periódico, concebido por los agentes políticos de la época como uno de los medios más eficaces, sino el más eficaz, para las urgencias de la conversación pública cotidiana.
Читать дальше