Gilberto Loaiza Cano - El lenguaje político de la república

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Este es un ejercicio poco común en la historiografía colombiana; es una lectura comparada de periódicos de la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del XIX con el fin de establecer el proceso de la opinión pública moderna en varios países de la América española. La lectura informa que hubo un aporte retórico ilustrado a las formas de discusión pública permanente que se expandieron luego de la crisis monárquica. En los primeros decenios republicanos se impuso el disenso como rasgo clave del lenguaje político de las repúblicas nacientes; el sistema político representativo fue imponiendo un ritmo despiadado y desapacible de deliberación cotidiana, de aumento vertiginoso de talleres de imprenta y de publicaciones de imprenta. La nueva libertad de pensar, escribir e imprimir hizo posible el debate público entre individuos y facciones. Paradoja del sistema político: creó los agentes y dispositivos que ponen en riesgo su existencia o, mejor, ese sistema político volvió perpetuo el conflicto, la rivalidad, la competencia por conquistar la representación del pueblo.El lector hallará en este libro un aporte a la historia del periodismo, una conversación con la historia política y con la nueva historia intelectual; aquí aparecen los perfiles de escritores que, en diferentes lugares y en tiempos similares, participaron de la formación de una cultura política fundada en los atributos de la escritura y de la naciente industria impresa: Joseph Antonio de Alzate, Carlos María de Bustamante y José Joaquín Fernández de Lizardi en Nueva España; Manuel del Socorro Rodríguez, Francisco José de Caldas y Antonio Nariño en Nueva Granada; Francisco Cabello y Mesa en Lima y Buenos Aires; también, los nombres de Vicente Pazos Silva, Camilo Henríquez, Juan Bautista Alberdi y de varios impresores que contribuyeron a la difusión de «papeles públicos». Todo esto hace parte de esta tentativa de historia comparada de la opinión pública en un periodo de transición política que hoy es motivo de variopintas conmemoraciones.

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De tal manera que otro resultado evidente de la emergencia de publicaciones periódicas, de la emergencia de un discurso de constante apelación a la opinión pública, fue el surgimiento de un personal político que concibió como actividad primordial el ejercicio de la persuasión permanente mediante la escritura repartida en formatos impresos. Poseer el atributo de la escritura se volvió elemento de distinción política, de consolidación de un tipo de individuo preparado para cumplir tareas de gobierno. Un atributo cultural que designaba, con otros rasgos, una distinción social, sirvió para establecer una distancia entre el letrado y el no letrado; entre el cuerpo político activo y el resto de la sociedad; entre el representante del pueblo y el pueblo que delegaba la soberanía en individuos que adquirieron una cualidad que los hizo imprescindibles en el diseño de un orden político. La prensa fue un hecho realizado estrictamente con la escritura y por quienes poseían ese atributo diferenciador. Fue una afirmación a veces tácita, a veces explícita, de una soberanía racional, puesto que fue, por mucho tiempo, un artefacto exclusivo de quienes se auto-erigieron como ciudadanos y como representantes del pueblo, lo que Habermas ha llamado “público raciocinante”. 11La escritura en periódicos y en otros formatos impresos se consolidó como el “uso público de la razón” tanto por quienes escribían como por quienes leían. Ese público raciocinante, muy limitado en principio, lo constituían autores y destinatarios, escritores y lectores que convergían en un estrechísimo, pero indispensable, mercado de productores y consumidores de impresos.

El ejercicio permanente de la publicidad política fue una manifestación importante de la voluntad de poder; quienes escribían no solamente lo hacían por una vocación letrada, sino, además, porque sabían que los artefactos a su disposición contribuían a la expansión de ciertos ideales de organización política y porque era necesario establecer una comunicación constante con quienes podían ser un auditorio favorable para la afirmación de tal o cual proyecto político. Los gobiernos provisorios necesitaban crear rápidamente la ilusión de legitimidad mediante la publicación de sus actos y hallaron en la imprenta y en los “papeles públicos” los instrumentos de fijación de esa ilusión. Los particulares, interesados en hacer parte de alguna forma de gobierno o que buscaban la satisfacción de sus intereses, consideraron indispensable el recurso del periódico. Pero ese ejercicio permanente de la publicidad política contó con una premisa que lo hizo posible: la ruptura con un régimen de censura y vigilancia que había permanecido adherido a la dominación monárquica, con el paso de la censura previa a la censura a posteriori, un cambio marcado por vacilaciones y zigzagueos que permitió el establecimiento de talleres de imprenta y la aparición y afirmación de nuevos agentes sociales que hicieron más dinámica la vida comercial, pues incidieron, en diversos grados, en la formación de un campo político más diverso que el del Antiguo Régimen.

Partimos de suponer que los fundamentos del lenguaje de deliberación política durante los primeros decenios republicanos tuvieron que contar con elementos retóricos provenientes de las formas de argumentación enunciadas por los escritores de periódicos de buena parte del siglo XVIII. A pesar de las restricciones establecidas por el régimen monárquico, las necesidades publicitarias impusieron unas pautas de la comunicación impresa. El periódico ya era, hacia la década de 1790, un artefacto de comunicación conocido y, sobre todo, elogiado por sus ventajas con respecto al encumbrado formato del libro.

La Corona española tuvo sus propias necesidades publicitarias plasmadas en el recurso de los periódicos y en escritores vasallos que contribuyeron no solamente a difundir los ideales del Imperio, sino a preparar unas condiciones de sociabilidad letrada que hicieron posible la existencia más o menos prolongada de algunos periódicos. Por eso decimos, con algunos otros historiadores, que antes de 1800 ya había cambios ostensibles en el espacio público de opinión que habían debilitado el cerrojo censorio de las autoridades coloniales. En todo caso, a pesar de las limitaciones provenientes de la férrea censura previa, antes del umbral decisivo de 1808-1810, ya había un ethos de la discusión pública que había intentado fijar algunas premisas de la comunicación escrita. Por ejemplo, la apelación ilustrada a las virtudes de la razón; el escritor público auto-representado como portavoz de la moderación y la prudencia; la conversación con un auditorio basada, muchas veces, en recursos de ficción con tal de provocar la ilusión de un público adepto, numeroso y diverso; las máscaras, los heterónimos y los seudónimos, los títulos de los periódicos, los epígrafes y los prospectos, hicieron parte de un arsenal retórico puesto a disposición de la deliberación cotidiana mediante impresos.

El recurso impreso impuso modalidades y ritmos de comunicación que suplantaron aquellos basados en formas de sociabilidad espontáneas como la conversación en la pulpería, el chisme en la plaza principal, el rumor y el corrillo callejero. Aún más, el periódico pareció integrarse a los ritmos asociativos de aquellos lugares. La imposición de la cultura escrita como elemento regulador y legitimador de la discusión política entrañó el desahucio de formas orales tradicionales de comunicación que, por supuesto, no dejaron de existir, pero quedaron relegadas del circuito de comunicación oficial de lo político. Las gacetas ministeriales, el periódico faccioso, las hojas sueltas, las cartas remitidas por lectores, muchos de ellos notables lugareños, hablan de un universo comunicativo impreso muy activo; además, los suscriptores y lectores conformaron un círculo selecto de personal letrado inmiscuido en los asuntos públicos, partícipes cotidianos de la situación política, forjadores de la opinión pública letrada, por tanto, escogida y excluyente. Esos son los rasgos más ostensibles del lenguaje público de opinión en las coordenadas del incipiente orden republicano y concuerdan con un ambiente asociativo restrictivo, muchas veces confinado a una sociabilidad elitista, de herencia ilustrada, que privilegió la asociación de patricios dispuestos a “fijar la opinión” de un régimen político emergente y que les endilgó connotaciones amenazadoras a las movilizaciones populares.

Ese lenguaje político tuvo una elaboración colectiva y pública, a pesar de su ámbito restringido. Tuvo unos oficiantes persistentes, poseedores de un legado retórico, de conocimientos jurídicos y de ambiciones de participación política. Ese lenguaje tuvo algún grado de institucionalización en la medida en que hubo una legislación que permitió la iniciativa individual en el ejercicio cotidiano de la opinión política y, también, en la medida en que se asentó el taller de imprenta como lugar de producción sistemática de la publicidad en diversos formatos impresos. A eso se añadió la regularidad adquirida por ciertos periódicos, unos por ser la expresión oficial, como sucedió con las gacetas ministeriales y, otros, por haberse convertido en “papeles públicos” que plasmaban la capacidad política y la estabilidad económica de un notablato para sostener la emisión, a veces diaria, de una publicación periódica.

Hubo un personal escriturario que adquirió ciertos grados de especialización alrededor de funciones esporádicas o sistemáticas en la producción de opinión: redactores contratados por juntas supremas y ministerios; escritores públicos que podían poseer al tiempo su propio taller de imprenta; editores encargados de los contenidos de cada número de un periódico; artesanos impresores que tenían bajo su control a administradores del taller, correctores, cajistas, prensistas, aprendices, repartidores; fabricantes y vendedores de papel y tinta; libreros; responsables de las oficinas de correo; miembros de jurados o tribunales de imprenta. En fin, la discusión pública permanente en el incipiente régimen republicano fue adquiriendo dinamismo y una estructura compleja que hizo de la opinión cotidiana un ejercicio colectivo y público que fijó, muchas veces de modo involuntario, las premisas de la deliberación permanente.

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