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Expresamos la racionalidad discursiva formal y conceptual cuando, en medio de experiencias de realización humana, captamos la realidad y formulamos conceptos, principios y teorías sobre cómo estimular la realización (Dewan, 1995; Seligman, 2004, 2012; Wojtyła, 1979, pp. 14-15). Por ejemplo, si observamos la realización de una pareja en la que cada uno se preocupa por el otro, son fieles, y se dedican atentamente a la familia, comprendemos rápidamente cuáles son las condiciones potenciales (como el compromiso público), los principios (como el cuidado amoroso y la fidelidad) y las teorías (como la teoría del apego) que ayudan a explicar la realización entre esos cónyuges y dentro de su familia.
Asimismo, razonamos deductivamente desde principios lógicos, preceptos de la ley moral natural, principios y preceptos basados en la fe, así como pruebas o principios basados en la experiencia, llegando fácilmente a las conclusiones sobre lo que es lógico, éticamente correcto o moralmente bueno, y cuáles son las prácticas terapéuticas válidas. Razonamos de manera deductiva partiendo de principios abstractos (como el principio de la no contradicción) hasta conclusiones más concretas (como en el caso de los argumentos no contradictorios). En el ámbito de la salud mental y la realización matrimonial, por ejemplo, partimos de los principios racionales que se encuentran en las tradiciones basadas en la fe, que están relacionadas con la institución del matrimonio, para guiar así nuestro discernimiento y acción sobre la fidelidad conyugal y la apertura a una nueva vida en familia. La aplicación de estos principios puede requerir otros medios terapéuticos, que favorezcan concretamente los objetivos del matrimonio, como, por ejemplo, el aumento de respeto y atención mutuos en una pareja concreta, mediante una terapia de mejora de las relaciones.
Estos métodos, o formas de pensar y comunicar —inducción, deducción y combinaciones de ambos— son simples como principios, pero producen tipos complejos de discursos y narrativas. Son útiles para distinguir cómo nuestras capacidades cognitivas, conscientes e inconscientes, e instintivas e intuitivas, identifican la revelación del ser (contemplación ontológica). Y de la misma forma, cómo nuestras capacidades emocionales responden a la bondad del ser (afirmación afectiva). Estas formas de pensar también contribuyen a comprender el propósito (tanto el descubrimiento de un significado como, en otro nivel, la creación de un significado), la dirección de nuestras acciones, y la responsabilidad por nuestras intenciones y motivos.
¿QUÉ APORTAN LAS CIENCIAS PSICOLÓGICAS Y LA REFLEXIÓN FILOSÓFICA A LA COMPRENSIÓN DE LA INTELIGENCIA Y LA RAZÓN?
La psicología ha tenido un gran interés en la capacidad humana de razonamiento, como se puede apreciar a través de las numerosas formas de medir la razón, conceptualizadas en el término inteligencia. Se han desarrollado varios tipos de medidas o pruebas de inteligencia. Algunos ejemplos de ello son la escala de evaluación de la capacidad cognitiva de Stanford-Binet y el cociente de inteligencia y la encuesta de inteligencia de adultos de Weschler (WAIS-III). Recientemente, los investigadores han tratado de medir distintos tipos de inteligencia (Deary, 2001), incluida la cognitiva (Neisser, 2014), la volitiva (Baumeister y Tierney, 2011), la emocional (Salovey y Mayer, 1989; Goleman, 1995, 2006; Siegel, 2012) y la social (Siegel, 2012). No obstante, existen diferentes tipos de inteligencia, como la interpersonal y espiritual, que evitan una métrica empírica y la reducción a actividades mentales o neuronales cuantificables (Aquino, 1265/2001, II.60.2). Se ha trazado un enfoque complejo de las capacidades y aptitudes individuales en términos de «inteligencias múltiples» (Gardner, 2006), no centrado únicamente en las capacidades mentales.
Por otra parte, la visión filosófica cristiana de la unidad personal y una comprensión más amplia de la racionalidad y la libertad responsable nos llevan a afirmar que nuestras capacidades intelectuales subyacen no solo al proceso de búsqueda personal de la verdad, sino también a la búsqueda interpersonal de una realización que solo es posible cuando se basa en la vida familiar y el compromiso comunitario (véase el capítulo 16, «Volitiva y libre», sobre la libertad de excelencia). Tal y como ya hemos mencionado, el nivel más amplio de inteligencia se refleja a lo largo de la historia de la humanidad, a través de la ciencia y la tecnología (Ashley, 2006, 2013); de sus sistemas económicos, culturales y artísticos; así como del trabajo y ocio con significado (Pieper, 1952/2009); y finalmente, en la contemplación, religión y culto divino (Aquino, 1273/1981; Agustín, 401/2007; Bellah, 2011).
La experiencia humana está llena de esfuerzos autoconscientes e inteligentes para comprender el significado de la vida de uno mismo y del cosmos. En el centro de estas experiencias, aunque a veces de forma inconsciente, se encuentra la inclinación por la existencia, la bondad, la verdad, las relaciones humanas y la belleza (Schmitz, 2009). Todo contribuye a nuestra realización, diaria y definitiva. Frecuentemente buscamos estas propiedades trascendentales del ser por su propio bien, más que por su utilidad. Por ejemplo, existe una gratuidad y una utilidad limitada —o incluso una responsabilidad añadida— en la búsqueda de la justicia (de la que uno no se beneficia visiblemente, sino que exige que uno dé al otro al que se le debe algo), a través de la contemplación de la verdad o en la resolución de fórmulas matemáticas (sin ningún beneficio práctico ni beneficio monetario). También en el reconocimiento de la dignidad de toda la humanidad (que aumenta las responsabilidades de uno hacia los demás); o en la búsqueda de experiencias trascendentales de la naturaleza (que proporcionan un asombro pasajero y unos momentos de alegría imperecedera). Incluso, a veces, buscamos estas propiedades bajo nuestro propio riesgo personal o incluso de la humanidad, por ejemplo, cuando buscamos la belleza (esquí en polvo fuera de pista), o en los descubrimientos (expediciones al Polo Sur), o el conocimiento (investigación nuclear).
Debido a nuestra inteligencia autoconsciente y a nuestro deseo de conocimiento, buscamos la verdad de hechos sobre el cosmos, y recibimos revelaciones personales hechas por otros seres humanos y también, para muchos, por Dios. Bajo una medida humana más completa, la inteligencia autoconsciente incluye diferentes tipos de conocimiento y amor, es decir, tanto sobre la cognición intelectual (intuición y razón) como sobre el afecto intelectual (voluntad). El surgimiento de la consciencia humana parece haber ocurrido más bien repentinamente, hace unos cincuenta mil años (Vitz, 2017). Es casi seguro que implicó el desarrollo de la capacidad humana para el lenguaje y aparentemente ha seguido desarrollándose hacia niveles más sofisticados desde su inicio. La singularidad de esta autoconsciencia humana, basada en el lenguaje, nos separa ampliamente incluso de los animales más avanzados (Berwick y Chomsky, 2016; Bikerton, 2014; Deacon, 1997; Klein, 1999; Suddendorf, 2013).
Los humanos incorporan un deseo y una necesidad natural de conocimiento. Deseamos conocer el mundo, a otras personas, y, naturalmente, a nosotros mismos, de forma integrada con nuestra necesidad de amor, intencionalidad y libertad (Sherwin, 2005). Nos hacemos preguntas como ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Existe una finalidad en la vida en general? ¿Existe una finalidad o propósito y significado en mi vida? La sed de ciencia cuantificable forma parte de este anhelo, pero también lo es el deseo de conocimiento cualitativo de otras personas, de empatía interpersonal y autocomprensión.
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