William Nordling - Un Meta-Modelo Cristiano católico de la persona - Volumen II

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Un Meta-Modelo Cristiano católico de la persona - Volumen II: краткое содержание, описание и аннотация

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La psicología no es más que una de las principales tradiciones de sabiduría que han intentado comprender a la persona. Otras fuentes de sabiduría, como la antigua tradición filosófica occidental y la tradición teológica judeocristiana, con sus tres mil años de antigüedad, también han contribuido de manera significativa a nuestra comprensión de la persona. Colectivamente, estas tres tradiciones —psicología, filosofía y teología— ofrecen percepciones únicas y complementarias de la persona, y la exclusión de cualquiera de las tres disminuye o distorsiona nuestra comprensión de la naturaleza humana.
El objetivo principal de la presente obra es emplear estas tres tradiciones de sabiduría para conseguir desarrollar un marco integrador, sintético, integral y realista que permita comprender a la persona: el Meta-Modelo Cristiano Católico de la Persona (MMCCP). Y el objetivo final de la presente obra es demostrar cómo dicho Meta-Modelo puede enriquecer enormemente las ciencias psicológicas, así como la práctica de la salud mental.

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¿QUÉ PAPEL JUEGAN NUESTRAS INCLINACIONES NATURALES EN EL CONOCIMIENTO Y LA RAZÓN?

Entre las inclinaciones naturales que experimentan los seres humanos, el deseo natural de conocimiento sirve como semillero de virtudes intelectuales, morales y teológicas relacionadas tanto con el conocimiento como con el amor (véase el capítulo 11, «Realizada en la virtud»). Nuestra curiosidad está ligada a nuestro sentido natural de responsabilidad por nuestros pensamientos y acciones. Fundamenta el deseo de saber qué hacer éticamente, así como el juicio de la consciencia (guiado en parte por la virtud moral de la prudencia; Aquino, I-II, qq. 47-56; Catecismo de la Iglesia Católica [CIC], 2000, §§1783-1789, §1806). Y la conciencia necesita ser entrenada. Por ejemplo, es natural que queramos saber no solo qué somos las personas (debido a nuestra naturaleza humana) y cómo nos realizamos como personas y en familia y comunidad (experiencia personal y vocaciones). También queremos saber qué es lo que estamos llamados a hacer (qué debemos hacer éticamente), y por qué a veces actuamos de manera que herimos a los demás y a nosotros mismos, e incluso a aquellos a quienes más amamos.

Estas experiencias humanas, de intentar conocer más para conseguir la realización, demuestran que la mente humana no solo está interesada en la supervivencia (aunque, por supuesto, existan actividades humanas conscientes e inconscientes —de los sistemas neuronales, hormonales, así como de otros sistemas humanos— que hacen posible la supervivencia), sino que, asimismo, la mente está interesada en el conocimiento del mundo, de uno mismo y de los demás. Además, estamos interesados en la trascendencia final y en Dios. Si la mente fuese simplemente un subproducto de la supervivencia, o un epifenómeno del «gen egoísta» (Dawkins, 1976/2016), solo haría cálculos estadísticos del valor o utilidad de la supervivencia de cada acción y persona.

No solo buscamos el conocimiento para prolongar la vida y lograr la sanación física y psicológica, sino que también trabajamos al servicio de la libertad, la paz, la prosperidad económica, así como de la sanación espiritual y la reconciliación. Estas cualidades, no obstante, no pueden reducirse a la supervivencia, incluso cuando tienen valor de supervivencia (Nagel, 2012). Mientras que nos preocupamos por la supervivencia del individuo, la familia o el patrimonio genético, a la vez dedicamos nuestras vidas a la exploración del significado de la vida de manera teórica, práctica y personal. Buscamos verdades comúnmente conocidas sobre el mundo y la verdad última que van más allá de cualquier utilidad. Buscamos la belleza más allá de su valor de supervivencia y de su verdad ética, incluso cuando otros se oponen fuertemente a nuestra búsqueda, y aunque pueda tener un coste emocional para nosotros. Asimismo, los humanos dan sus vidas, a pesar del precio a pagar, por ejemplo como padres de sus hijos, como soldados de un país y como mártires de su fe.

Bajo la luz de una posición filosófica católica cristiana, entendemos que esta inclinación natural por el conocimiento y la verdad (junto con los aspectos cognitivos de otras inclinaciones naturales, como hemos visto en los dos últimos capítulos y veremos en siguiente) desempeñan un papel constructivo no solo desde el punto de vista del conocimiento y la contemplación humana, sino a través de la motivación y la libre agencia, en el sentido y la estética, así como en la ética y responsabilidad. Asimismo, las inclinaciones racionales están presentes en nuestra búsqueda de realización cotidiana y de beatitud última (Aquino, 1273/1981, I-II, 94.2; Levering, 2008; Pinckaers, 1995; Schmitz, 2009). Buscamos conocer la verdad, que no es simplemente una relación exacta entre la mente y la realidad. La verdad también la encontramos a través de la revelación del ser y del descubrimiento del significado de la existencia, así como del conocimiento personal de otros humanos, del conocimiento metafísico de la fuente última de toda existencia y verdad (que es Dios), así como de la exigencia ética engendrada por la naturaleza concreta de cada persona y sus compromisos vocacionales. Una parte importante de nuestra dedicación a la verdad y el conocimiento es nuestro deseo y esfuerzo por su preservación y enseñanza, dirigidos hacia el bien de los demás y de la sociedad.

¿CÓMO INFLUYE NUESTRO IMPULSO BÁSICO POR EL CONOCIMIENTO EN LA CONDUCTA INTERPERSONAL?

Nuestra curiosidad natural por conocer la verdad no se satisface con respuestas teóricas sobre la naturaleza humana, o teorías sobre el valor de la supervivencia o informaciones científicas sobre la función cerebral. Buscamos no solo conocer el mundo y a los seres humanos, sino también interactuar con ellos. Este deseo no es un simple despliegue de conocimiento innato, ni se satisface con datos científicos y explicaciones parciales. En realidad, este deseo subyace en la búsqueda para descubrir quiénes son las personas, el significado de nuestra relación con ellas, y el propósito de nuestras vidas. El deseo natural de conocimiento y verdad nos conduce hacia un significado más completo de la vida humana, a nivel racional, interpersonal, ético, metafísico y místico. Al hacerlo, nos afirmamos sobre cómo actuamos, cómo nos comprometemos y en quiénes nos convertimos (Wojtyła, 1979, 1993). Este deseo natural funciona como una semilla de virtud y como una forma de conocer la dirección que nos ofrece la ley moral natural. Nuestro deseo natural va creciendo. Partiendo de inclinaciones no desarrolladas, llegamos a la intuición de lo que es bueno y correcto y lo que no lo es, a qué constituye nuestro fin, así como al discernimiento sobre los medios para conseguir ese fin, y a los actos responsables, a las disposiciones virtuosas, a la madurez moral y espiritual. Este deseo es también profundamente interpersonal, ya que el conocimiento se adquiere tanto a través de las relaciones interpersonales, como en nuestras comunidades y sus narrativas.

Filosóficamente hablando, llegamos a la ley moral natural a través de nuestra participación racional humana en una realidad objetiva ordenada. Teológicamente hablando, la participación racional en la ley moral natural constituye asimismo una participación racional en la ley eterna (Rom 1:19-20 y 2:14-15; Aquino, 1273/1981, I-II, 91.2). Su origen divino se afirma y clarifica a través de la revelación divina, que se encuentra, por ejemplo, en las dos tablas del Decálogo (Ex 20, 1-17; véase asimismo el capítulo 17, «Creada a imagen y semejanza de Dios», en particular el apartado «Orden divino y moral»). San Juan Pablo II (1993) identifica cómo en la creación Dios da a la humanidad sabiduría y amor, así como un «fin último, por medio de la ley inscrita en el corazón» (1993, §12; cf. Rom 2:15); y la denomina, de acuerdo con la tradición clásica, ley natural.

El conocimiento de la ley moral natural tiene una influencia directa sobre nuestra agencia humana. Este conocimiento es transformador y performativo. Conocer la verdad de la realidad nos muestra los verdaderos bienes a perseguir, y favorece los actos virtuosos, así como la verdadera realización. La ley natural subyace en el deseo de las virtudes morales o espirituales, que construyen positivamente las relaciones con los demás y con la fuente de la realidad (capítulo 11, «Realizada en la virtud», especialmente el apartado «Inclinaciones naturales, ley natural y norma personalista»). Nuestro impulso por saber está entrelazado con el impulso de hacer lo que es bueno, así como de nuestra realización, de acuerdo con la naturaleza de la persona. El precepto básico de la ley moral natural es este: hacer el bien y evitar el mal (Aquino, 1273/1981, I-II, 94.2). Los preceptos secundarios comprenden aquellos deberes y virtudes que prohíben el asesinato y protegen la vida, prohíben el adulterio o la promiscuidad y favorecen la fidelidad. Impiden el abandono de los padres y respaldan el honrarlos, etc. Estos preceptos están confirmados por la tradición católica cristiana, tal y como se encuentra en el Decálogo (Ex 20:1-17), en el sermón de la montaña (Mt 5:6) y en las exhortaciones morales de san Pablo (Gál 5; Ef 5), así como en fuentes magisteriales, como los documentos del Concilio Vaticano II (1965b) y las encíclicas de san Juan Pablo II (1993). A nivel teológico, los preceptos secundarios (deberes y virtudes) que conciernen a Dios incluyen no descuidar la adoración a Dios, sino lo contrario: reconocer a Dios; no tomar el nombre de Dios en vano, sino honrarlo; no desatender el domingo o el día de descanso del sábado, sino usarlo para buscar un ocio con significado, incluyendo, especialmente, la adoración a Dios.

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