De un salto me subí en su dorso y el animal no se movió para nada; eso sí, el ojo lo tenía más vivo y atento que nunca, pero la gran habilidad del señor Luis con la cuerda hizo que no se moviese. Eso era tener la cara hecha, respetando y cediendo a la presión de la mano.
–Muy bien, acaríciale y agárrate, que va a andar contigo arriba. Eso es, ¿ves? Si llega a tener la montura y te caes no hubieras podido deslizarte a causa de los estribos. El potro prácticamente no ha hecho nada; otros se lían a botarse y eso sí que es peligroso, tanto para el jinete como para el proceso de doma. El animal ha estado pendiente de ti nada más. Si lo haces con la montura las primeras veces y sacas un pie del estribo, entre tu equilibrio, los estribos bailando en la montura y los toques míos de la nariz haríamos que el animal tuviera deseos de escaparse a toda costa. –Esto me lo estaba contando según el potro le seguía por el lateral del picadero al paso; yo no dejaba de acariciarlo y hablarle.
–Lo que ha sucedido hoy es un gran adelanto en su proceso de adiestramiento al no haberse salido con la suya y haber finalizado con el jinete dando una vuelta por el picadero.
Llegado al lugar donde me había montado, lo acaricié y me bajé. Lo paseé un poco y acabamos la lección.
Al día siguiente fue una repetición de lo mismo, como un resumen si los animales se portaban bien. Y fue lo que sucedió, fue una sesión de confianza.
Les dimos un día de descanso, repitiendo lo mismo, hasta que un día mi maestro dijo de poner el cinchuelo. «Soñador» parecía el más dócil y por eso siempre era el primero.
–Bien, Juan, sujeta al potro, de tal manera que él sepa que lo tienes cogido, mientras le pongo el cinchuelo. Observa que se lo ajusto cuando observo que él no tiene aire en los pulmones, ni muy flojo para que se le pueda mover, ni muy apretado para que la presión no le produzca encogidas provocándole algunos botes.
El potro dio cuerda con el cinchuelo perfectamente; ni se enteró de que lo llevaba puesto. Pero como mi maestro me decía, nunca bajes la guardia, porque lo que hoy no ha hecho puede que mañana lo haga.
Cuando le tocó el turno a «Campero», la cosa cambió. Al darle cuerda sintió la cincha y salió dando lanzadas. Mi maestro le dio un poco de cimbreo a la cuerda de tal manera que, al llegarle a la nariz, la respetase, pero sujetando y relajando alternativamente, ya que esa es una parte sensible, lo que provocó que estuviese atento a la nariz, desviando la atención de la cincha, y que acabase trotando de modo parejo, pero con más energía. Yo no dejaba de hablarle para calmarlo y una vez conseguida la regularidad en el trote, mi maestro dejó la cuerda que solamente utilizaba para que el animal supiese que tenía que respetarla.
Finalizó dando cuerda a las dos manos perfectamente, pero como por su forma de emplearse estaba sudando un poco más de lo habitual, el señor Luis me dijo:
–A veces no está mal que los potros tengan estas reacciones, pues sacan todo lo que tienen dentro. Ahora se le ducha, se le seca y a la cuadra. Este seguro que esta noche piensa en el trabajo de hoy. Los animales también tienen que saber que no todo es recreo; si de vez en cuando un día se aprietan en el trabajo no sucede nada. Son ellos; nosotros no les hemos obligado para nada, y eso los potros lo entienden bien.
No sé el tiempo que estuvimos alternando la cincha, la manta, montándome a pelo, cuerda con el serretón, cuerda con el cabezón, y en libertad. Pero el día que les pusimos la baticola, lo más que hicieron fue encogerse un poco. El pecho petral, la montura y las riendas de atar se los tomaron con naturalidad. Con los estribos también dudaron un poco, pero fue lo último que se les puso. Llega un momento en que aceptan todo. Los primeros arreos son siempre los más difíciles y es lo que les cuesta más aceptar y superar; una vez conseguido solo es cuestión de tiempo y constancia diaria.
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