Juan Guillermo Gómez García - Rafael Gutiérrez Girardot y España, 1950-1953

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Rafael Gutiérrez Girardot y España, 1950-1953: краткое содержание, описание и аннотация

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Rafael Gutiérrez Girardot y España, 1950-1953 constituye una investigación de carácter aproximativo. Su estancia en Madrid fue decisiva en la formación intelectual del ensayista colombiano y en estas páginas se logran resaltar aspectos inexplorados, inéditos y decididamente insospechados. La política cultural franquista aparece como un trasfondo grisáceo del que va emergiendo una personalidad que se va a definir posteriormente como heterodoxa. Este libro recrea la vida cotidiana, la petit histoire de la vida del becario Gutiérrez Girardot en la Madrid o los «Madriles» de los años cincuenta. Pero va más allá. El filósofo Xavier Zubiri, el descubrimiento de la cultura latinoamericana, de manos de Alfonso Reyes y, sobre todo, sus densas y fecundas relaciones con poetas, novelistas, literatos, sociólogos, libreros y editores españoles perfilan los elementos culminantes de estos «años de formación». Cada una de estas relaciones fue fecunda, duradera y determinante en la formación del joven becario, y contribuyeron a su maduración temprana, que culmina con la publicación de su breve libro La imagen de América en Alfonso Reyes. En este punto, el epistolario de Gutiérrez Girardot ha sido de inestimable apoyo. Las cartas con Pepe Valente, Gonzalo Sobejano o los hermanos Goytisolo nos ofrecen una fuente rica de matices humanos e intelectuales. Madrid, en una palabra, da consistencia fecunda a su idea de Utopía de América. Ellos posibilitan la migración a la Alemania y su encuentro con Martin Heidegger y Hugo Friedrich.

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¿Qué se construye, reconstruye y destruye? Se debe dejar que los otros hablen, que los restos existentes, al decir de Droysen, o las fuentes (ensayos, entrevistas, cartas, fotografías, etc.) hablen por nosotros y nos entreguen ese otro: el pasado en su desnuda mudez, lo que no somos y lo que somos ahora. Porque esas fuentes nos hablan y nos interrogan, nos ocultan y sugieren, en forma necesariamente fragmentaria y discontinua; porque el pasado no es el presente, aunque vive en él. Un juego de la máquina incontrolable del tiempo, que debe pasar por el telos de una comunidad ideal. Porque hay una angustia existencial y casi una falta de consideración y respeto en la tarea investigativa de hacer surgir de los documentos muertos y mudos a un ser con vida propia. Por supuesto, todo investigador social podrá argüir esto o algo semejante en sus trabajos. ¿Cómo darle vida a un sindicato, un movimiento social, una región, un partido político, una corriente literaria, una nación o un continente? ¿Cómo operan los que hoy se atreven a hacer historia universal, en contra de todo pronóstico y con un éxito comercial que apabulla? Todos estos, al fin y al cabo, son sujetos históricos que se deben individualizar, caracterizar y tipificar en el curso de un lapso determinado, en una cronología y periodización adecuada. Sin embargo, la biografía intelectual corre el riesgo más agudo de la sobreidentificación con su objeto de estudio por el carácter personal, individual y aparentemente más concreto que se estudia. Endiosar o heroizar al biografiado es una tentación que parte del ego del mismo investigador: queremos ser o al menos sentimos que somos aquel individuo sobre quien escribimos, nos proyectamos en él y deseamos darle un perfil idealizado, como compensando nuestras deficiencias y frustraciones proyectivas en el otro ideal. Queremos y deseamos, pues, darle un carácter abstracto unitario: un dios terrenal. Una labor que tiene que ver más con la exaltación teológica que con la ciencia social moderna.

Pero invoquemos una nota autobiográfica para eludir de una vez el riesgo de identificación entre biógrafo y biografiado, entre biografía y autobiografía del supuesto biógrafo. Gutiérrez Girardot nos invadió en nuestra juventud, se metió en cada una de nuestras neuronas de estudiantes de Filosofía en la sede bogotana de la Universidad Nacional, acaparó y monopolizó cada una de nuestras apasionadas discusiones durante semestres y años en que formamos una secta de cuasifanáticos, de iluminados provocadores y de marginados a nuestro placer. Hicimos de la irreverencia una profesión cercana a la pedantería. Esto era algo natural, casi lógico, en un país atroz donde la desesperanza y las malas pasadas eran el pan amargo de cada día. Un país que odiábamos a fondo, por su orquestada capacidad de humillación y desamparo a que somete a su mayoría desde que Colón pisó por primera vez una playa americana. El rencor personal era un trasunto del rencor y la desesperanza de todo un continente, de cinco siglos de horror, violencia e injusticias sin par. Nadie esperaba nada de nadie, aparte de la puñalada en el riñón. Esta era la razón de una sobreidentificación con el monstruo Gutiérrez Girardot, que iluminó y dio calor vital a nuestra existencia de pobres estudiantes en la edad más febril.

En una expresión, fuimos como una secta saint-simoniana minúscula, que, antes de haber leído a Saint-Simon o a Cabet, conspiraba para cambiar el mundo. Unos utopistas tardíos. Nuestro père era José Hernán Castilla, pero nunca logramos, en el curso de las décadas, tener a nuestra mère. No salimos como los extraviados hijos del gran Saint-Simon al Medio Oriente en busca del ideal femenino, no tuvimos la suerte de ser leídos por Goethe, Balzac o Heine, ni fuimos los banqueros de Napoleón III; pero sí adoptamos, como toda secta, costumbres y lenguaje típico que nos aislaron del entorno, nos dejaron como parias en el mundo social. Como tales afirmamos, en forma cada vez más extravagante, los ademanes sectarios, las formas de una colectividad pequeñísima que se siente y se sabe dueña de la verdad, el camino y la vida. No éramos tan ingenuos para creer que sin partido radical, sindicato revolucionario o movimiento de masas podríamos hacer la revolución, pero confiábamos imperativamente en que solo de este modo nos liberábamos de lo más absurdo. Éramos semidioses truncados, de derrota en derrota. Si viviéramos otra vez, repetiríamos nuestra manera extraña de ser, en el encantamiento de esa soberanía cognitiva que, como a cierto personaje de Cien años de soledad, nos hacía levitar ante el altar.

Algo todavía queda de esa semilla que nos hacía creer muy especiales e imbatibles. Sin esa convicción de fondo, esta biografía de Gutiérrez Girardot sería un trámite nada más que burocrático, una rendición pasiva al mundo de nuestra vida universitaria, en uno de sus sórdidos aspectos. La devoción, que por definición implica vasallaje, era para nosotros la forma alegre y ágil de nuestra libertad de saltar a los matones de nuestra diaria realidad. Así descargábamos toda nuestra furia moral en el escupidero sin fondo de la vida nacional. O lo presuponíamos… La actitud teorética que implica retar el mundo y negarlo era la típica actitud cognitiva de valor absoluto sobre todas las cosas, la cual se traducía en un ajuste de cuentas diario contra todo y contra todos. Borrosa quedó la pregunta sobre el riesgo del escepticismo estéril de esa actitud y sus posibilidades de automutilación intelectiva. Esta vida afectada no era, sin embargo, un juego irónico, sino una descarga incondicional con visos de autodestrucción a flor de piel. Nadie, pues, nos entendía, y en ello consistía en términos cotidianos ser gutierrista.

Los artículos que Gutiérrez Girardot nos enviaba para publicar en Colombia, especialmente los periodísticos, dirigidos a El Espectador de los Cano o La Prensa de los Pastrana, o las cartas dirigidas a José Hernán Castilla y a mí, eran textos venerables que no hacían sino enardecer el pathos desencadenado. Estos textos eran bendecidos una y otra vez con la lectura, la exégesis, la relectura y la divulgación, actos reiterativos en los que confiábamos para mejorar el mundo, para redimir de la postración al país. Adoptamos los ademanes lingüísticos, el estilo; hicimos propia la jerga como grito de combate. Nos figurábamos que él había hecho su sello irreconocible de “Mi defensa” de Domingo Faustino Sarmiento: “Yo he excitado siempre grandes animadversiones y profundas simpatías. He vivido en un mundo de amigos y enemigos, aplaudido y vituperado al mismo tiempo”. Eran y siguen siendo sus juicios fulminantes, su capacidad de herir a fondo con el bisturí de su ensayística, sus intensas imprecaciones y diatribas lo que más nos cautivaba; por supuesto, esto no es lo único ni lo más fundamental de su personalidad intelectual, pero sí algo imprescindible e indisociable.

Toda esta pasión se tradujo en Hispanoamérica. Imágenes y perspectivas de 1989, hasta ahora la mejor antología de Gutiérrez Girardot, según especialistas como Carlos Rivas Polo. Editada por José Hernán Castilla, pudimos publicarla gracias al decidido apoyo del doctor Jorge Guerrero, propietario de la editorial Temis. Gustavo Zalamea Traba, diseñador en esa época de La Prensa, distinguió la portada con una litografía (expresaba así su gratitud por la amistad que unió al antologado con la connotada crítica de arte Marta Traba, trágicamente desaparecida en 1983). Durante los dos años de elaboración del librajo, cada martes Jorge Guerrero nos invitaba a José Hernán y a mí a almorzar en el Restaurante Internacional, sito a espaldas de la Universidad del Rosario. Como estudiantes al garete, los tres platos nunca nos defraudaron. Estas invitaciones semanales eran más bien un festejo, una dichosa manera de enterarse, por boca del agudo jurista, de los más picantes chismes de la Bogotá del presente y del pasado (son inolvidables sus recuerdos de Gaitán, de Osorio Lizarazo, de Sanín Cano y de la mezquindad de Eduardo Santos).

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