Notamos ya que desde el mismo comienzo de la iglesia cristiana comenzaron a surgir filosofías que tendían a minimizar, de una manera u otra, la persona del Señor Jesús. Algunas negaban su divinidad; y otras, su humanidad. Los escritores del Nuevo Testamento estuvieron en guardia defendiendo la verdad bíblica. Un ejemplo lo tenemos en una de las cartas que escribió el apóstol Pablo:
“Cuídense de que nadie los engañe mediante filosofías y huecas sutilezas, que siguen tradiciones humanas y principios de este mundo, pero que no van de acuerdo con Cristo. Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, y en él, que es la cabeza de toda autoridad y poder, ustedes reciben esa plenitud (Col. 2:8-10).
Además del pasaje mencionado, donde el apóstol establece que en Cristo habita “toda la plenitud de la Deidad”, hay una cantidad de otros textos que enfatizan lo mismo. Por ejemplo: “El cual [Jesucristo] es Dios sobre todas las cosas. ¡Bendito sea por siempre!” (Rom. 9:5); “Dios mismo era la Palabra. […] Y la Palabra se hizo carne” (Juan 1:1, 14); “Del Hijo dice: ‘Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre’ ” (Heb. 1:8); “Este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (Juan 5:20); “A Dios nadie lo vio jamás; quien lo ha dado a conocer es el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre” (Juan 1:18); “Antes de que Abraham fuera, yo soy” (Juan 8:58); “Tomás respondió y le dijo: ‘¡Señor mío, y Dios mío!’ ” (Juan 20:28); “La gloriosa manifestación de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tito 2:13).
Además de los textos que en forma directa atestiguan de la divinidad de Cristo, hay otros pasajes que si bien no lo mencionan en forma tan directa, también corroboran la misma verdad. El Evangelio de Juan registra, por ejemplo, un episodio entre Jesús y los judíos. Jesús había sanado a un paralítico junto al estanque de Betesda, donde solían congregarse los enfermos. El hecho de que Jesús le haya ordenado al hombre sanado que se levantara, tomara su lecho y se fuera molestó profundamente a los judíos porque el milagro fue hecho en sábado, y según sus tradiciones el hombre no debía estar llevando su lecho en ese día. Él respondió que lo hacía en obediencia a quien lo había sanado porque él mismo le había indicado que llevara su lecho. Dice el relato que “los judíos lo perseguían y procuraban matarle, porque hacía esto en el día de reposo” (Juan 5:16). La respuesta de Jesús fue: “Hasta ahora mi Padre trabaja, y yo también trabajo” (vers. 17). Los enfureció a lo sumo. “Por esto los judíos con más ganas procuraban matarlo, porque no solo quebrantaba el día de reposo sino que, además, decía que Dios mismo era su Padre, con lo cual se hacía igual a Dios” (vers. 18).
¿Por qué las palabras de Jesús “Hasta ahora mi Padre trabaja, y yo también trabajo” enfurecieron tanto a los judíos? ¿Por qué vieron que con esas palabras se hacía igual a Dios? Según las tradiciones que habían desarrollado, Dios era el único que podía trabajar en sábado, y además debía hacerlo, porque él mantenía en su lugar la complejidad del universo. Además, a veces llovía el día sábado, y Dios es quien manda la lluvia; niños nacían en sábado, y Dios es quien abre la matriz; personas morían en sábado, y Dios es quien da la vida y quien la quita. Por eso, cuando Jesús afirmó que él trabajaba por la misma razón que su Padre lo hacía, ellos vieron claramente que se hacía igual a Dios. Aunque la evidencia aquí es, en un sentido, indirecta, es sumamente clara. Jesús quiso que los judíos entendieran precisamente eso, su procedencia divina. Si lo hubieran entendido mal, él muy fácilmente podría haberlo aclarado; pero no, habían entendido bien. Mencionaremos, sin mucho comentario, otros pasajes que afirman lo mismo.
La autoridad de su persona: “Les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas” (Mat. 7:29). Los profetas, como mensajeros de Dios, hablaban con autoridad, pero con frecuencia expresaban la Fuente de su autoridad, al decir: “Vino a mí la palabra del Señor”, o “Así ha dicho el Señor”. Pero a diferencia de los profetas, la autoridad de Jesús era inmediata, no derivada. Él podía decir: “Han oído que se dijo a los antiguos […]. Pero yo les digo” (Mat. 5:21, 22). “Pero si bien sus modales eran amables y sencillos, impresionaba a los hombres con una sensación de poder escondido que no podía ocultarse totalmente” (E. G. de White, El Deseado de todas las gentes , p. 111).
Su autoridad sobre el sábado: La manera en que Jesús se relacionó con el sábado revela mucho cuando se trata de entender su identidad. La santidad y la permanencia del sábado como día de reposo están claramente establecidas en la Biblia. Al finalizar la semana de la Creación, “Dios bendijo el día séptimo, y lo santificó” (Gén. 2:3). También, en el Sinaí, cuando Dios dio la Ley al pueblo de Israel poco tiempo después de que salió de la esclavitud en Egipto, quedó para siempre registrado: “Te acordarás del día de reposo, y lo santificarás” (Éxo. 20:8). Es muy claro que el sábado fue instituido por Dios. Por lo tanto, solo Dios tiene la autoridad para abrogarlo o modificar sus obligaciones; solo él tiene autoridad sobre su creación. Cierto día, al ser criticado por los fariseos porque sus discípulos recogieron espigas en el día de sábado al pasar por un sembradío, Jesús se defendió con las palabras bien conocidas: “El día de reposo se hizo por causa del género humano, y no el género humano por causa del día de reposo. De modo que el Hijo del hombre es también Señor del día de reposo” (Mar. 2:27, 28). Es que en tiempos de Jesús el sábado había dejado de ser “santo y glorioso del Señor” (Isa. 58: 13), y se había convertido en una carga con innumerables reglamentos de cómo debía guardarse, qué podía hacerse y qué estaba prohibido.
Recibe adoración: Los evangelios registran ocasiones en que alguien adoró a Jesús, ante lo cual él guardó silencio, no lo impidió (ver, p. ej.: Mat. 28:9). La Escritura es clara al afirmar que solo Dios es digno de adoración. El libro de los Hechos registra, por ejemplo, la historia de Cornelio, el centurión romano, que instruido por una visión celestial, mandó a buscar a Pedro para que le hablase del evangelio. Cuando Pedro llegó a su casa, Cornelio no pudo contenerse y se postró a sus pies para adorarlo, pero Pedro no se lo permitió; lo reprendió cortésmente diciendo: “Levántate. Yo mismo soy un hombre, como tú” (Hech. 10:26). Durante su primer viaje misionero, el apóstol Pablo llegó a Listra acompañado por Bernabé; allí fue sanado un paralítico. Al ser testigos de esta maravilla, los habitantes de la ciudad se entusiasmaron y quisieron rendirles culto. La reacción de Pablo y de Bernabé fue inmediata y decidida: rasgaron sus ropas en señal de desaprobación y corrieron ante la multitud para detenerlos, diciendo: “Nosotros somos unos simples mortales, lo mismo que ustedes” (Hech. 14:15).
El apóstol Juan relata un incidente interesante que ocurrió durante su estadía en la isla de Patmos. Recibió la visita de un ángel del Señor y Juan se dispuso a adorarlo. Dice el discípulo amado: “Yo me postré a sus pies para adorarlo, pero él me dijo: ‘¡No hagas eso! Yo soy consiervo tuyo, y de tus hermanos que retienen el testimonio de Jesús. Adora a Dios’ ” (Apoc. 19:10). Después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, el señor Jesús recibió la visita del tentador, quien en un momento le ofreció todos los reinos del mundo si lo adoraba. Jesús le respondió: “Vete, Satanás, porque escrito está: ‘Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás’ ” (Mat. 4:10). Así pues, es claro que el hecho de que Jesús aceptara adoración es una evidencia clara de su divinidad.
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