Los evangelios lo presentan, además, como poseyendo toda la gama de emociones y necesidades de un hombre normal. “Jesús tuvo compasión de él” (Mar. 1:41); “Jesús los miró con enojo” (3:5); “Jesús se indignó” (10:14); “En ese momento, Jesús se regocijó” (Luc. 10:21); “Siento en el alma una tristeza de muerte” (Mat. 26:38); “Cuando Jesús volvió a la ciudad por la mañana, tuvo hambre” (21:18); “Jesús estaba cansado del camino” (Juan 4:6); “Tengo sed” (19:28). Su vida terrenal fue genuinamente humana. Era verdaderamente hombre.
No tenemos información alguna en la Biblia de su aspecto físico. Evidentemente, no había nada en él que llamara la atención; se había despojado de su gloria al venir a vivir entre los hombres. Como dijera el filósofo Kierkegaard hace 150 años, si alguien se cruzaba con Jesús en la calle, nunca iba a decir: “Ahí va el Dios encarnado”. Era un hombre entre los hombres. Contrariamente a ciertas impresiones que algunos han tratado de proyectar acerca de Jesús: débil y pálido, los evangelios dan la idea de que Jesús era fuerte y saludable, y llevaba un programa de trabajo que pocos podrían soportar. Caminaba largas distancias bajo todo tipo de climas. Entre Capernaúm y Jerusalén había por lo menos 120 kilómetros, y Jesús recorrió esa distancia varias veces. Solía pasar la noche orando y temprano por la mañana salía a cumplir su misión. No hay ninguna evidencia en los evangelios de que haya estado enfermo. El profeta Isaías se había referido proféticamente al Mesías diciendo: “No tendrá una apariencia atractiva, ni una hermosura impresionante. Lo veremos, pero sin atractivo alguno para que más lo deseemos” (Isa. 53:2).
Estas palabras no significan que la persona de Cristo fuera repulsiva. Ante los ojos de los judíos, Cristo no tenía belleza para que ellos lo desearan. Buscaban un Mesías que viniera con ostentación externa y gloria terrenal; que hiciera grandes cosas para la nación judía; que la ensalzara sobre toda otra nación de la Tierra. Pero Cristo vino con su divinidad oculta por la vestimenta de la humanidad: modesto, humilde, pobre ( Comentario bíblico adventista , t. 7A, p. 1.169).
La doctrina bíblica de la Trinidad ha sido con frecuencia cuestionada, incluso desde el mismo comienzo de la iglesia. A veces se usa como argumento para negar esta doctrina el hecho de que la palabra “Trinidad” no se encuentra en las Escrituras. Es verdad que no se encuentra, pero eso no necesariamente la niega. La palabra “encarnación” tampoco se encuentra en el Nuevo Testamento, pero se usa para referirse a una verdad claramente revelada: “Dios mismo era la Palabra. […] Y la Palabra se hizo carne” (Juan 1:1, 14); es decir, se encarnó. Tampoco se encuentra en la Escritura la palabra “milenio”, pero simplemente se usa para designar un período de mil años del que sí habla la Biblia (Apoc. 20).
Más significativo, sin embargo, es el hecho que se trata de un misterio que va mucho más allá de la capacidad humana para comprenderlo. Al acercarnos a este tema, debemos recordar la experiencia de Moisés al acercarse a la zarza ardiente; la orden fue: “Quítate el calzado de tus pies, porque el lugar donde ahora estás es tierra santa” (Éxo. 3:5). Además, Dios no ha revelado en detalle todo lo que tiene que ver con su persona. Hay cosas que por alguna razón Dios ha mantenido en secreto mientras que hay otras que han sido reveladas (Deut. 29:29). Un estudio serio de la Escritura debe limitarse a lo que está revelado, porque todo intento de ir más allá de eso será sencillamente especulación.
El Antiguo Testamento dice categóricamente que hay un solo Dios: “Oye, Israel: el Señor nuestro Dios, el Señor es uno” (Deut. 6:4). El rey David expresó: “¡Cuán grande eres, Señor y Dios! ¡No hay nadie como tú! Tal y como lo hemos sabido, ¡no hay más Dios que tú!” (2 Sam. 7:22). Pero el Nuevo Testamento dice, también en forma categórica, que el Señor Jesús es Dios. El apóstol Pablo también dice que “Dios sí es uno” (Gál. 3:20), pero al mismo tiempo afirma también en forma categórica que Jesús es Dios. Notemos. “El misterio de la piedad es grande: Dios fue manifestado en carne” (1 Tim. 3:16).
La Deidad es un misterio, pero la Biblia sí dice que, en la encarnación, “Dios fue manifestado en carne”. En otro lugar afirma que “en él [Cristo] habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Col. 2:9). Todo esto pareciera paradójico, contradictorio, hasta que leemos más cuidadosamente el Antiguo Testamento.
La Deidad en el Antiguo Testamento
Algo que llama la atención es el hecho de que en el Antiguo Testamento la Deidad es presentada a veces en forma plural. En el relato de la Creación, se lee: “Dijo Dios: ‘¡Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza!’ ” (Gén. 1:26). Luego del pecado de Adán y Eva, Dios dijo: “Ahora el hombre es como uno de nosotros” (3:22). En ocasión de la construcción de la torre de Babel, el Señor dijo: “Descendamos allá y confundamos su lengua” (11:7). Mucho más adelante en la historia, cuando Isaías recibió un llamamiento divino, Dios hizo la pregunta: “¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros?” (Isa. 6:8).
El uso del plural, especialmente en Génesis 1:26, “hagamos”, ha sido interpretado de diversas maneras. Pero evidentemente la que mejor corresponde con el resto de la Escritura es que se trata de un plural de plenitud, lo que sugiere una complejidad en la Deidad. Aunque no está dicho en forma específica, el plural sugiere o insinúa la idea de una pluralidad en la Deidad. “Este plural presupone que existe dentro del Ser divino una distinción de personalidades, una pluralidad dentro de la Deidad” (Gerhard Hasel, “The Meaning of Let Us in Gn. 1:26”, en Andrews University Seminary Studies , vol. XIII, primavera de 1975, núm. 1). Se trata, entonces, de una unidad compuesta; Dios es uno, pero hay tres Personas que lo componen.
Es difícil para la mente humana captar un concepto que no admite comparación con algo conocido. Algunos, tratando de ayudar en la comprensión de este misterio, han sugerido la idea de un triángulo: aunque está compuesto por tres lados, es un solo triángulo. O la conocida fórmula H2O. El agua está compuesta por tres partículas: dos de hidrógeno y una de oxígeno, pero es agua.
Hay quienes creen ver en el Antiguo Testamento, también en forma insinuada, una idea de pluralidad en el Ser divino en el uso repetido tres veces de la palabra “santo”. En el texto ya mencionado, en la visión de Isaías, se lee: “¡Santo, santo, santo, es el Señor de los ejércitos! ¡Toda la tierra está llena de su gloria!” (Isa. 6:3).
Es posible también ver insinuada la doctrina de la Trinidad en el evento del Éxodo, en la experiencia del pueblo de Israel al ser liberados de la esclavitud en Egipto. Aunque no es posible ni tampoco prudente tratar de determinar precisamente la función de cada una de las personas de la Deidad, se puede notar lo siguiente: cuando Dios oyó el clamor de los hijos de Israel, se acordó de su pacto y llamó a Moisés para encargarle la misión libertadora. Cuando Moisés le preguntó a Dios en nombre de quién debía presentarse en Egipto, Dios le dijo que les dijera a sus hermanos: “A los hijos de Israel tú les dirás: ‘YO SOY me ha enviado a ustedes’ ” (Éxo. 3:14). Esto sugiere la presencia del Padre, del Dios del pacto, de la primera persona de la Trinidad. La segunda, el Hijo, se identifica claramente con el cordero que fue seleccionado con cuidado y anticipación, que fue inmolado, y su sangre sirvió de amparo y protección para los primogénitos que estaban condenados a muerte. Finalmente, en la columna de nube y de fuego que apareció para guiar a los redimidos de la esclavitud en su viaje a la Tierra Prometida, puede verse representada la obra del Espíritu Santo. Dice al respecto la Escritura: “Durante el día, la columna de nube no se apartó de ellos para guiarlos en su camino; durante la noche, tampoco se apartó de ellos la columna de fuego para alumbrarles el camino que debían seguir. Les enviaste tu buen espíritu para instruirles” (Neh. 9:19). En este contexto, son notables las palabras de Jesús: “El Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, los consolará y les enseñará todas las cosas, y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Juan 14:26).
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