San Alfonso María Ligorio - Práctica del amor a Jesucristo

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San Alfonso vuelve a sorprendernos con un magnífico ensayo en el que evoca un canto a la caridad, y una invitación para amar a Jesucristo, en humilde correspondencia al amor que Él nos ha mostrado y nos muestra con su Pasión, y al quedarse como alimento en la Eucaristía. La mayor parte del libro está dedicada a exponer el íntimo sentido de las dotes de la caridad, que describe San Pablo, y con ese espíritu, el autor llama a amar a Cristo con todas sus consecuencias. Porque quien ama al Señor ama la mansedumbre; huye de la envidia y de la tibieza; es humilde y no se ensoberbece; no se apega a nada de lo creado y no ambiciona más que a Jesucristo; no se irrita contra el prójimo, y todo lo sufre por el Señor, especialmente la pobreza, las enfermedades y los desprecios. En suma, sólo quiere lo que quiere Cristo, cree cuanto Él ha dicho, y todo lo espera de Él.

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San Alfonso María de Ligorio

Práctica del amor a Jesucristo

PRESENTACIÓN

El mismo título del libro que presentamos indica claramente su contenido. No es una obra que permanezca en el campo de la teoría: se trata de una invitación suave y apremiante para amar a Jesucristo. La mayor parte del pequeño libro está dedicada a desentrañar el íntimo sentido de las dotes de la caridad, que describe San Pablo: La caridad es sufrida y bienhechora; la caridad no tiene envidia, no obra precipitadamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca sus intereses, no se irrita, no piensa mal, no se huelga de la injusticia, se complace, sí, en la verdad; a todo se acomoda, cree todo, todo lo espera y lo soporta todo.

Los profundos conocimientos de los textos sagrados y de los Santos Padres y de la literatura ascética y mística, que, en sus largas horas de estudio, había adquirido el poderoso talento de San Alfonso María de Ligorio, están al servicio de estas palabras reveladas. Es la vida misma de la Iglesia la que sentimos palpitar cuando vemos surgir, de las escuetas palabras de San Pablo, el noble edificio de la santidad cristiana, asequible a todas las almas, con la ardua dificultad de lo heroico y la suprema sencillez del amor. Porque la vasta ciencia de Alfonso adquiere unidad y vida de su amor ardiente al Crucificado. Las numerosísimas citas que se entrelazan en el texto no son nunca apostillas eruditas. No existe nunca una interrupción del discurso. El autor las ha hecho ya carne de su carne y vida de su vida, y es su corazón quien sigue hablando con el ropaje humilde de las palabras prestadas.

Habla su corazón, pero a la luz siempre de su criterio claro y seguro. Inculca una piedad doctrinal. Por ejemplo, cuando tranquiliza a las almas que, afincadas por largo tiempo en la virtud, dudan de haber consentido en un pecado mortal: «Cuando las personas –explica– que han hecho mucho tiempo vida espiritual y son temerosas de Dios, dudan o no saben con certeza si han consentido en alguna culpa grave, han de tener por cosa segura que no han perdido la gracia divina, porque es moralmente imposible que una voluntad, confirmada durante mucho tiempo en los buenos propósitos, cambie repentinamente y consienta en un pecado mortal sin darse claramente cuenta de ello». Y San Alfonso es el moralista cuyas obras han recibido el espaldarazo de la Iglesia: nihil censura dignum –nada digno de censura– se ha encontrado en sus afirmaciones, que pueden seguirse siempre en la práctica: inoffenso pede percurri possunt.

Mas la Moral, a pesar de su primordial importancia en el terreno práctico, no es todo el Cristianismo, ni siquiera su parte más destacada. Antes está el Dogma, del que la Moral deriva sus conclusiones, reguladoras de la conducta de los hombres.

Por eso, la Práctica del amor a Jesucristo encuentra en la teología dogmática el asiento firme y seguro de la piedad. Así, San Alfonso, penetrando en la esencia de la visión beatífica, purifica nuestra esperanza y toda nuestra vida de un posible y sutil egoísmo. En efecto, el hombre suele empezar a amar a Dios –ya lo notó San Bernardo– con un amor de concupiscencia, con un amor egoísta: se ama a sí mismo más que a Dios, y le busca como medio para la propia gloria, felicidad y plenitud. En esta situación el hombre no tiene caridad, amor verdadero y sobrenatural para con Dios. La caridad exige precisamente lo opuesto: que nosotros amemos a Dios con amor de benevolencia, sobre todas las cosas, y nos consideremos como medios para su gloria, para la plenitud de Cristo. Por las veredas de la vida interior, nuestro amor a Dios se va purificando de su original egoísmo, y San Alfonso, al afirmar que el que ama a Jesucristo todo lo espera de Jesucristo –caritas omnia sperat– , nos muestra cuál será la suprema generosidad de nuestro amor en el Cielo, que ya debemos empezar a vivir de algún modo en la tierra: «Todo bienaventurado, por el amor que tiene a Dios, se contentaría con perder toda su felicidad y con padecer todas las penas para que no faltase a Dios (si faltarle pudiese) una pequeña parte de la felicidad de que goza. Por lo cual, todo su paraíso es ver que Dios es infinitamente feliz y que su felicidad nunca puede faltar. Así se entiende lo que dice el Señor al alma, cuando le da posesión de la gloria: «Entra en el gozo de tu Señor». No es el gozo el que entra en el bienaventurado, sino que es el bienaventurado el que entra en el gozo de Dios, el cual es, a la vez, el goce del bienaventurado».

No quiero descubrir más secretos íntimos de esta Práctica del amor a Jesucristo. Te diré solamente, lector, que la escribió San Alfonso, en 1768, a los setenta y dos años, y que su autor, aquel abogado italiano, joven y brillante, que llegó a ser sacerdote y obispo y santo, y fundador de familias religiosas en el seno de la Iglesia, te ayude a conseguir lo que él se propuso al escribir todas sus obras.

* * *

Debemos la pulcra traducción de esta obra al P. ANDRES GOY, C. SS. R. A él y a la B. A. C., en cuyo volumen núm. 78 se incluyó por primera vez la versión del P. Goy, vaya nuestro más reconocido agradecimiento.

CRISTINO SOLANCE

CAPÍTULO I:

CUÁNTO MERECE SER AMADO JESUCRISTO POR EL AMOR QUE NOS MOSTRÓ EN SU PASIÓN

Si quis non amat Dominum Iesum Christum, sit anathema Si alguno no ama al Señor, sea anatema ( I Cor, XVI, 22).

Toda la santidad y perfección del alma consiste en amar a Jesucristo, Dios nuestro, sumo Bien y Salvador. El Padre –dice el propio Jesús– os ama porque vosotros me habéis amado [1]. «Algunos –expone San Francisco de Sales– cifran la perfección en la austeridad de la vida, otros en la oración, quiénes en la frecuencia de sacramentos y quiénes en el reparto de limosnas; mas todos se engañan, porque la perfección estriba en amar a Dios de todo corazón». Ya lo decía el Apóstol: Y sobre todas estas cosas, revestíos de la caridad, que es el vínculo de la perfección [2]. La caridad es quien une y conserva todas las virtudes que perfeccionan al hombre; por eso decía San Agustín: «Ama, y haz lo que quieras», porque el mismo amor enseña al alma enamorada de Dios a no hacer cosa que le desagrade y a hacer cuanto sea de su agrado.

¿Por ventura no merece Dios todo nuestro amor? Él nos amó desde la eternidad. Hombre, dice el Señor, mira que fui el primero en amarte. Aún no habías nacido, ni siquiera el mundo había sido creado, y ya te amaba yo. Te amo desde que soy Dios; desde que me amé a mí, te amé a ti. Razón tenía, pues, la virgencita Santa Inés cuando, al pretenderla por esposa un joven que la amaba y reclamaba su amor, le respondía: «¡Fuera, amadores de este mundo!; dejad de pretender mi amor, pues mi Dios fue el primero en amarme, ya que me amó desde toda la eternidad; justo es, por consiguiente, que a Él consagre todos mis afectos y a nadie más que a Él».

Viendo Dios que los hombres se dejan atraer por los beneficios, quiso, mediante sus dádivas, cautivarlos a su amor, y prorrumpió: «Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor» [3]. Quiero obligar a los hombres a amarme con los lazos con que ellos se dejan atraer, esto es, con los lazos del amor, que no otra cosa son cuantos beneficios hizo Dios al hombre. Después de haberlo dotado de alma, imagen perfectísima suya y enriquecida de tres potencias, memoria, entendimiento y voluntad, y haberle dado un cuerpo hermoseado con los sentidos, creó para él el cielo y la tierra y cuanto en ellos hay: las estrellas, los planetas, los mares, los ríos, las fuentes, los montes, los valles, los metales, los frutos y todas las especies de animales, a fin de que, sirviendo al hombre, amase éste a Dios en agradecimiento a tantos beneficios. «El cielo, la tierra y todas las cosas me están diciendo que te ame», decía San Agustín. Señor mío, proseguía, todo cuanto veo en la tierra y fuera de ella, todo me habla y me exhorta a amaros, porque todo me dice que vos lo habéis creado por mí. El abate Rancé, fundador de la Trapa, cuando desde su eremitorio se detenía a contemplar las colinas, las fuentes, los regatillos, las flores, los planetas, los cielos, sentía que todas estas criaturas le inflamaban en amor a Dios, que por su amor las había creado.

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