San Alfonso María Ligorio - Práctica del amor a Jesucristo

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San Alfonso vuelve a sorprendernos con un magnífico ensayo en el que evoca un canto a la caridad, y una invitación para amar a Jesucristo, en humilde correspondencia al amor que Él nos ha mostrado y nos muestra con su Pasión, y al quedarse como alimento en la Eucaristía. La mayor parte del libro está dedicada a exponer el íntimo sentido de las dotes de la caridad, que describe San Pablo, y con ese espíritu, el autor llama a amar a Cristo con todas sus consecuencias. Porque quien ama al Señor ama la mansedumbre; huye de la envidia y de la tibieza; es humilde y no se ensoberbece; no se apega a nada de lo creado y no ambiciona más que a Jesucristo; no se irrita contra el prójimo, y todo lo sufre por el Señor, especialmente la pobreza, las enfermedades y los desprecios. En suma, sólo quiere lo que quiere Cristo, cree cuanto Él ha dicho, y todo lo espera de Él.

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Siendo esto así, habíamos de confesar que el alma no puede hacer ni pensar cosa más grata a Jesucristo como hospedar en su corazón, con las debidas disposiciones, a huésped de tanta majestad, porque de esta manera se une a Jesucristo, que tal es el deseo de tan enamorado Señor. He dicho que hay que recibir a Jesús no con las disposiciones dignas, sino con las requeridas, porque, si fuese menester ser digno de este sacramento, ¿quién jamás pudiera comulgar? Sólo un Dios podría ser digno de recibir a un Dios. Digo dignas en el sentido en que convienen a la mísera criatura vestida de la pobre carne de Adán. Ordinariamente hablando, basta que el alma se halle en gracia de Dios y con vivo deseo de aumentar en ella el amor a Jesucristo. «Sólo por amor se ha de recibir a Jesucristo en la sagrada comunión, ya que sólo por amor se entrega Él a nosotros», dice San Francisco de Sales. Por lo demás, con qué frecuencia haya de comulgar cada uno, negocio es éste que debe resolverse según el prudente dictamen del director espiritual. Sépase, con todo, que ningún estado o empleo, ni aun el de casado o comerciante, es obstáculo a la comunión frecuente cuando el director la juzga oportuna, como declaró el pontífice Inocencio XI en su decreto del año 1679, en que dice: «La comunión más o menos frecuente queda al juicio del confesor, quien indicará a los casados y a los hombres de negocios lo que sea más conveniente».

Téngase también muy entendido que no hay cosa que más aproveche al alma que la sagrada comunión. El Eterno Padre puso en manos de Jesucristo todas sus divinas riquezas [16]; de ahí que, al bajar Jesús al alma en la comunión, lleva consigo inmensos tesoros de gracias, por lo que todo el que comulga puede decir verdaderamente: Me vinieron los bienes a una todos con ella [17]. Dice San Dionisio que el sacramento de la Eucaristía tiene, más que los restantes medios espirituales, suma virtud santificadora de las almas. Y San Vicente Ferrer aseguraba que más aprovecha el alma con una sola comunión que con una semana de ayuno a pan y agua.

Primeramente, como enseña el sagrado Concilio de Trento, la comunión es el gran remedio que nos libra de los pecados veniales y nos preserva de los mortales. Dícese que nos libra de los pecados veniales porque, en sentir de Santo Tomás, este sacramento inclina al hombre a hacer actos de amor, con los que se borran los pecados veniales. Y dícese que la comunión nos preserva de los pecados mortales porque aumenta la gracia, que nos preserva de las culpas graves, razón por la cual escribía Inocencio III que «si Jesucristo nos libró con su pasión de la esclavitud del pecado, con la Eucaristía nos libra de la voluntad de pecar».

Además, este sacramento inflama principalmente a las almas en el amor divino. Dios es amor [18] y es fuego que consume en nuestros corazones todo afecto terreno [19]. Pues este fuego del amor vino el Hijo del hombre a encender en la tierra [20]. ¡Ah, y qué llamas de divino amor enciende Jesucristo en cuantos le reciben devotamente en este sacramento! Santa Catalina de Siena vio cierto día en manos de un sacerdote a Jesucristo en forma de globo de fuego, y quedó admirada la Santa al ver cómo aquellas llamas no inflamaban y consumían en amor todos los corazones de los hombres. Santa Rosa de Lima, después de comulgar, despedía tales rayos del rostro, que deslumbraba la vista, y desprendía tal calor de su boca, que abrasaba la mano de quien se la acercaba. Cuéntase de San Wenceslao que con sólo visitar en la iglesia al Santísimo Sacramento se inflamaba tanto en santo ardor, que el paje que le acompañaba, caminando sobre la nieve, no sentía los rigores del frío; y es que, según San Juan Crisóstomo, «la Eucaristía es una hoguera que de tal modo inflama a los que a ella se acercan, que como leones que echan fuego por la boca debemos levantarnos de aquella mesa, hechos fuertes y terribles contra los demonios».

Decía la Esposa de los Cantares: Me condujo a la casa del vino, enarbolando sobre mí el pendón del amor [21]. Escribe San Gregorio Niseno que la comunión es la bodega, donde el alma de tal modo queda embriagada de amor divino, que la hace como enloquecer y perder de vista todas las cosas criadas; que esto significa aquel languidecer de amor del que a continuación nos habla la Esposa: Reanimadme con manzanas, porque estoy enferma de amor [22].

Habrá quien diga: Por eso, precisamente, no comulgo más a menudo, porque me veo frío en el amor; y a este tal le responde Gersón diciendo: «Y ¿porque te ves frío quieres alejarte del fuego?». Cabalmente porque sientes helado tu corazón debes acercarte más a menudo a este sacramento, siempre que alimentes sincero deseo de amar a Jesucristo. «Acércate a la comunión –dice San Buenaventura– aun cuando te sientas tibio, fiándolo todo de la misericordia divina, porque cuanto más enfermo se halla uno, tanta mayor necesidad tiene del médico». Cosa igual decía San Francisco de Sales en su Filotea: «Dos clases de personas tienen que comulgar con frecuencia: los perfectos, por hallarse bien dispuestos, y los imperfectos, para llegar a la perfección». Pero no hay que olvidar que para comulgar frecuentemente se necesitan tener grandes deseos de santificarse y crecer en el amor a Jesucristo. El Señor dijo en cierta ocasión a Santa Matilde: «Cuando te acerques a comulgar, desea tener en tu corazón todo el amor que se puede encerrar en él, que yo te lo recibiré como tú quisieras que fuese».

Afectos y súplicas

¡Oh Dios de amor!, ¡oh amante infinito y digno de infinito amor!, decidme: ¿qué más invenciones pudierais hallar para haceros amar de nosotros? No os bastó haceros hombre y sujetaros a nuestras miserias; no os bastó derramar por todos nosotros la sangre a fuerza de tormentos y después morir consumado de dolores en el patíbulo destinado a los reos más infames. Acabasteis por ocultaros bajo las especies de pan para haceros nuestro alimento y así uniros por completo con cada uno de nosotros. Decidme, os pregunto nuevamente, ¿qué más invenciones pudierais hallar para haceros amar de nosotros? ¡Desgraciados si no os amáramos en esta vida; porque, al entrar en la eternidad, cuáles no serían nuestros remordimientos!

Jesús mío, no quiero morir sin amaros, y sin amaros con todas mis fuerzas.

Siento dolor por haberos causado tanta pena; me arrepiento de ello y quisiera morir de puro dolor.

Ahora os amo sobre todas las cosas, os amo más que a mí mismo y os consagro todos los afectos de mi corazón. Vos que me inspiráis este deseo, dadme fortaleza para llevarlo a la práctica.

Jesús mío, Jesús mío, no quiero de vos otra cosa sino a vos; ya que me habéis atraído a vuestro amor, todo lo dejo y renuncio a todo para unirme a vos, pues vos sólo me bastáis.

María, Madre de Dios, rogad a Jesús por mí y hacedme santo; vos que a tantos trocasteis de pecadores en santos, renovad otra vez este prodigio con vuestro siervo.

CAPÍTULO III:

DE LA GRAN CONFIANZA QUE NOS DEBE INSPIRAR EL AMOR QUE JESUCRISTO MANIFESTÓ EN CUANTO HIZO POR NOSOTROS

David depositaba toda su confianza en el futuro Redentor, y exclamaba: En tus manos mi espíritu encomiendo; me librarás; Señor, Dios de verdad [1]. ¡Con cuánta mayor razón habremos nosotros de confiar en Jesucristo después de venido al mundo y acabado la obra de la redención! Por eso, con mayor confianza, debe repetir cada uno de nosotros: En tus manos mi espíritu encomiendo; me librarás, Señor, Dios de verdad.

Si tenemos sobrados motivos de temer la muerte eterna, merecida por nuestros pecados, mayores y más fuertes motivos tenemos para esperar la vida eterna, apoyados en los méritos de Jesucristo, que son de infinito valor y más poderosos para salvarnos que lo fueron nuestros pecados para perdernos. Habíamos pecado y merecido el infierno, pero el Redentor vino a cargar con todas nuestras culpas y las expió con sus padecimientos: Mas nuestros sufrimientos Él los ha llevado, nuestros dolores Él los cargó sobre sí [2].

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