También Santa María Magdalena de Pazzi, cuando cogía una hermosa flor, se sentía abrasar en amor divino y exclamaba: «¿Con que Dios desde toda la eternidad pensó en crear esta florecita por mí?»; así que la tal florecilla se trocaba para ella en amoroso dardo que la hería suavemente y unía más con Dios. A su vez, Santa Teresa de Jesús decía que, mirando los árboles, fuentes, riachuelos, riberas o prados, oía que le recordaban su ingratitud en amar tan poco al Creador, que las había creado para ser amado de ella. Se cuenta a este propósito que a cierto devoto solitario, paseando por los campos, se le hacía que hierbezuelas y flores le salían al paso a echarle en cara su ingratitud para con Dios, por lo que las acariciaba suavemente con su bastoncico y les decía: «Callad, callad; me llamáis ingrato y me decís que Dios os creó por amor mío y que no le amo; ya os entiendo; callad, callad y no me echéis más en cara mi ingratitud».
Mas no se contentó Dios con darnos estas hermosas criaturas, sino que, para granjearse todo nuestro amor, llegó a darse por completo a sí mismo: Porque así amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo unigénito [4]. Viéndonos el Eterno Padre muertos por el pecado y privados de su gracia, ¿qué hizo? Por el inmenso amor que nos tenía, o, como dice el Apóstol, por su excesivo amor, mandó a su amadísimo Hijo a satisfacer por nosotros y devolvernos así la vida que el pecado nos había arrebatado [5]. Y, dándonos al Hijo –no perdonando al Hijo para perdonarnos a nosotros–, junto con el Hijo nos dio toda suerte de bienes, su gracia, su amor y el paraíso, porque todos estos bienes son ciertamente de más ínfimo precio que su Hijo [6].
Movido, además, el Hijo por el amor que nos tenía, se nos entregó completamente [7]. Y, para redimirnos de la muerte eterna y devolvernos la gracia divina y el paraíso perdido, se hizo hombre y se vistió de carne como nosotros [8]. Y vimos a la majestad infinita como anonadada [9]. El Señor del universo se humilló hasta tomar forma de esclavo y se sujetó a todas las miserias que el resto de los hombres padecen.
Pero lo que hace más caer en el pasmo es que, habiéndonos podido salvar sin padecer ni morir, eligió vida trabajosa y humillada y muerte amarga e ignominiosa, hasta morir en cruz, patíbulo infame reservado a los malhechores [10]. Y ¿por qué, pudiéndonos redimir sin padecer, quiso abrazarse con muerte de cruz? Para demostrarnos el amor que nos tenía [11]. Nos amó, y porque nos amó se entregó en manos de los dolores, ignominias y muerte la más amarga que jamás hombre alguno padeció sobre la tierra.
Razón tenía el gran amador de Jesucristo, San Pablo, al afirmar: El amor de Cristo nos apremia [12], que equivalía a decir que le obligaba y como forzaba más a amar a Jesucristo, no tanto por lo que por él había padecido, cuanto el amor con que lo había sufrido. Oigamos cómo discurre San Francisco de Sales acerca del citado texto: «Saber que Jesucristo, verdadero eterno Dios omnipotente, nos ha amado hasta querer sufrir por nosotros muerte de cruz, ¿no es sentir como prensados nuestros corazones y apretados fuertemente, para exprimir de ellos el amor con una violencia que cuanto es más fuerte es tanto más deleitosa?». Y prosigue: «¿Por qué no nos abrazamos en espíritu a Él, para acompañarle en la muerte de cruz, ya que en ella quiso morir por nuestro amor?... Un mismo fuego consumirá al Creador y a su miserable criatura; mi Jesús es todo mío y yo todo suyo. Viviré y moriré sobre su pecho, y ni la muerte ni la vida serán poderosas para separarme de Él. ¡Oh amor eterno!, mi alma os busca y os elige para siempre. Venid, Espíritu Santo, e inflamad nuestros corazones en vuestro amor. ¡O amar o morir! ¡Morir y amar! Morir a todo otro amor para vivir en el de Jesús y así no morir eternamente, y viviendo en nuestro amor eterno, ¡oh Salvador de las almas!, cantaremos eternamente: ¡Viva Jesús! ¡Yo amo a Jesús! ¡Viva Jesús, a quien amo! ¡Yo amo a Jesús, que vive y reina por los siglos de los siglos! Amén».
Tanto era el amor que Jesucristo tenía a los hombres, que le hacía anhelar la hora de la muerte para demostrarles su afecto, por lo que repetía: Con bautismo tengo que ser bautizado, y ¡qué angustias las mías hasta que se cumpla! [13]. Tengo de ser bautizado con mi propia sangre, y ¡cómo me aprieta el deseo de que suene pronto la hora de la pasión, para que comprenda el hombre el amor que le profeso! De ahí que San Juan, hablando de la noche en que Jesucristo comenzó su pasión, escribiera: Sabiendo Jesús que era llegada su hora de pasar de este mundo al Padre, como hubiese amado a los suyos..., los amó hasta el extremo [14]. El Redentor llamaba aquella hora la suya, porque el tiempo de su muerte era su tiempo deseado, pues entonces quería dar a los hombres la postrer prueba de su amor, muriendo por ellos en una cruz, acabado de dolores.
Mas ¿quién fue tan poderoso que movió a Dios a morir ajusticiado en un patíbulo, en medio de dos malhechores, con tanto desdoro de su divina majestad? ¿Quién hizo esto?, pregunta San Bernardo, y se responde: Lo hizo el amor que no entiende de puntos de honra. ¡Ah!, que cuando el amor quiere darse a conocer, no hace cuenta con lo que hace a la dignidad del amante, sino que busca el modo de darse a conocer a la persona amada. Sobrada razón tenía, por lo tanto, San Francisco de Paula al exclamar ante un crucifijo: «¡Oh caridad, oh caridad, oh caridad!». De igual modo, todos nosotros, mirando a Jesús crucificado, debiéramos decir: ¡Oh amor, oh amor, oh amor!
Si no nos lo asegurara la fe, ¿quién hubiera jamás creído que un Dios omnipotente, felicísimo y señor de todo cuanto existe, llegara a amar de tal modo al hombre que se diría había salido como fuera de sí? «Vimos a la misma Sabiduría –dice San Lorenzo Justiniano–, es decir, al Verbo eterno, como enloquecido por el mucho amor que profesa a los hombres». Igual decía Santa María Magdalena de Pazzi cuando, en un transporte extático, tomó una cruz y andaba gritando: «Sí, Jesús mío, eres loco de amor. Lo digo y lo repetiré siempre: Eres loco de amor, Jesús mío». Pero no, dice San Dionisio Areopagita, no es locura, sino efecto natural del divino amor, que hace al amante salir de sí para darse completamente al objeto amado, «que éste es el éxtasis que causa el amor divino».
¡Oh si los hombres se detuvieran a considerar, cuando ven a Jesús crucificado, el amor que les tuvo a cada uno de ellos! «Y ¿cómo no quedaríamos abrasados de ardiente celo –exclamaba San Francisco de Sales– a vista de las llamas que abrasan al Redentor?... Y ¿qué mayor gozo que estar unidos a Él por las cadenas del amor y del celo?». San Buenaventura llamaba a las llagas de Jesucristo «llagas que hieren los más duros corazones y que inflaman en amor a las almas más heladas». Y ¡qué de saetas amorosas salen de aquellas llagas para herir los más puros corazones! Y ¡qué de llamas salen del corazón amoroso de Jesús para inflamar los más fríos corazones! Y ¡qué de cadenas salen de aquel herido costado para cautivar los más rebeldes corazones!
San Juan de Ávila estaba tan enamorado de Jesucristo, que en todos sus sermones no dejaba de predicar del amor que nos profesó, y en un tratado suyo sobre el amor de este amantísimo Redentor a los hombres, se expresa con tan encendidos afectos, que, por serlo tanto, prefiero transcribirlos. Dice así: «¡Oh amor divino, que saliste de Dios, y bajaste al hombre, y tornaste a Dios! Porque no amaste al hombre por el hombre, sino por Dios; y en tanta manera lo amaste, que quien considera este amor no se puede esconder de tu amor, porque haces fuerza a los corazones, como dice tu Apóstol: La caridad de Cristo nos hace fuerza... Ésta es la fuente y origen del amor de Cristo para con los hombres, si hay alguno que lo quiera saber. Porque no es causa de este amor la virtud, ni bondad, ni la hermosura del hombre, sino las virtudes de Cristo, y su agradecimiento, y su gracia, y su inefable caridad para con Dios. Esto significan aquellas palabras suyas que dijo el jueves de la Cena: Para que conozca el mundo cuánto yo amo a mi Padre, levantaos y vamos de aquí [15]. ¿Adónde? A morir por los hombres en la cruz.
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