»Y como el muy amado dijo a su Padre: «O quiere bien a éstos o quiere mal a mí, porque yo me ofrezco por el perdón de sus pecados y porque sean incorporados en mí», venció el mayor amor al menor aborrecimiento, y somos amados, y perdonados, y justificados, y tenemos grande esperanza que no habrá desamparo donde hay nudo tan fuerte de amor. Y si la flaqueza nuestra estuviere con demasiados temores congojada, pensando que Dios se ha olvidado –como la vuestra lo está–, provee el Señor de consuelo, diciendo en el profeta Isaías: ¿Por ventura se puede olvidar la madre de no tener misericordia del niño que parió de su vientre? Pues si aquélla se olvidare, yo no me olvidaré de ti, que en mis manos te tengo escrita. ¡Oh escritura tan firme!, cuya pluma son duros clavos, cuya tinta es la misma sangre del que escribe, y el papel su propia carne, y la sentencia de la letra dice: Con amor perpetuo te amé, y por eso con misericordia te atraje a mí.
»Por tanto, no os escandalicéis ni turbéis por cosa de éstas que os vienen, pues que todo viene dispensado por las manos que por vos y en testimonio de amaros se enclavaron en la cruz. Sea para siempre Jesucristo bendito, que éste es a boca llena nuestra esperanza, que ninguna cosa me puede atemorizar, cuanto Él asegurar... Cérquenme pecados pasados, temores de lo por venir, demonios que acusen y me pongan lazos, hombres que espanten y persigan; amenácenme con infierno y pongan diez mil peligros delante: que con gemir mis pecados y alzar mis ojos pidiendo remedio a Jesucristo, el manso, el benigno, el lleno de misericordia, el firmísimo amador mío hasta la muerte, no puedo desconfiar, viéndome tan apreciado, que fue Dios dado por mí.
»¡Oh Cristo, puerto de seguridad para los que, acosados de las ondas tempestuosas de su corazón, huyen de ti! ¡Oh Cristo, diligente y cuidadoso pastor, cuán engañado está quien en ti y de ti no se fía de lo más entrañable de su corazón, siquiera enmendarse y servirte!... Por esto dices: Yo soy, no queráis temer; yo soy aquel que mato y doy vida; quiere decir que atribulo al hombre hasta que le parece que muere, y después le alivio y recreo y doy vida; meto en desconsolaciones que parecen infierno, y después de metidos no los olvido, más los saco... Yo soy vuestro abogado, que tomé vuestra causa por mía. Yo soy vuestro fiador, que salí a pagar vuestras deudas. Yo Señor vuestro, que con mi sangre os compré, no para olvidaros, mas engrandeceros, si a mí quisiésedes venir, porque fuisteis con grande precio comprados.
»¿Cómo os negaré a los que me buscáis para honrarme, pues salí al camino a los que me buscaban para maltratarme?... No volví la faz a quien me la hería, ¿y he de volverla a quien se tiene por bienaventurado en mirarla para adorarla? ¡Qué poca confianza es aquésta, que viéndome de mi voluntad despedazado en mano de perros que por amor a los hijos, estar los hijos dudosos de mí si los amo, amándome ellos! ¿A quién desprecié que me quisiese? ¿A quién desamparé que me llamase?».
Si crees que el Padre te dio a su Hijo, ten también por seguro que te dará lo demás, pues es infinitamente menos que el Hijo. No pienses que Jesucristo se haya olvidado de ti, pues en memoria de su amor te dejó la mayor prenda que tenía, que no es otra que Él mismo en el Sacramento del Altar.
Afectos y súplicas
¡Oh Jesús mío y amor mío, cuán firme esperanza me infunde vuestra pasión! ¿Cómo puedo temer no alcanzar el perdón de mis pecados, el paraíso y todas las gracias, que me son necesarias, si considero que sois el Dios omnipotente que me dio toda su sangre?
Jesús mío, mi esperanza y mi amor, vos, para que yo no me perdiera, quisisteis perder vuestra vida. Os amo sobre todo otro bien, Dios, y Redentor mío. Os disteis por completo a mí, y en retorno yo os doy mi voluntad, con la que repito: os amo, os amo y quiero siempre repetir que os amo, os amo, y así quiero exclamar en la vida presente, y así quiero morir, exhalando hasta mi postrer suspiro esta hermosa palabra: os amo, Dios mío, os amo, y con ella quiero empezar el amor eterno, que durará para siempre, sin dejar ya de amaros por toda la eternidad.
Os amo, pues, y porque os amo me arrepiento sobre todo otro mal de haberos disgustado. ¡Desgraciado de mí, que por no perder una breve satisfacción preferí perderos a vos, bien infinito! Esta pena me atormenta sobre todas las demás, pero me consuela pensar que, siendo vos bondad infinita, no rehusaréis recibir un corazón que os ama. ¡Ojalá pudiera morir por vos, que por mí quisisteis morir!
Amado Redentor mío, en vos tengo cifrada la esperanza de alcanzar mi eterna salvación y la santa perseverancia en vuestro amor en esta vida presente. Vos, por los merecimientos de vuestra muerte, dadme la perseverancia en la oración.
Esto es lo que también os pido y espero de vos, Reina mía, María.
CAPÍTULO IV:
DE CUÁN OBLIGADOS ESTAMOS A AMAR A JESUCRISTO
Jesucristo, por ser verdadero Dios, tiene derecho a todo nuestro amor; mas con el afecto que nos ha mostrado, quiso como ponernos en la estrecha necesidad de amarlo, siquiera en agradecimiento a cuanto hizo y padeció por nosotros. Nos amó sobremanera para ganarse todo nuestro amor. «¿Para qué ama Dios –pregunta San Bernardo– sino para ser amado?». Y ya antes lo había dicho Moisés: Y ahora, Israel, ¿qué te pide Yahveh, tu Dios, sino que le temas... y lo ames? [1]. De ahí el primer mandamiento que nos impuso: Amarás, pues, a Yahveh, tu Dios, con todo tu corazón [2]. San Pablo afirma que el amor es la plenitud de la ley [3]. El texto griego, en vez de plenitud, lee complemento de la ley. Y ¿quién, al ver a un Dios crucificado por su amor, podría resistirse a amarlo? Bien alto claman las espinas, los clavos, la cruz, las llagas y la sangre, pidiendo que amemos a quien tanto nos amó. Harto poco es un corazón para amar a un Dios tan enamorado de nosotros, ya que para compensar el amor de Jesucristo se necesitaría que un Dios muriese por su amor. «¿Por qué –exclamaba San Francisco de Sales– no nos arrojamos sobre Jesús crucificado, para morir enclavados con quien allí quiso morir por nuestro amor?». El Apóstol nos declara positivamente que Jesucristo vino a morir por todos, para que no vivamos ya para nosotros, sino para aquel Dios que murió por nosotros [4].
Aquí hace muy al caso la recomendación del Eclesiástico: No olvides los favores de quien te dio fianza, pues que ha dado por ti su alma [5]. No te olvides de tu fiador, que en satisfacción de tus pecados quiso pagar con su muerte la pena por ti debida. ¡Cuánto agrada a Jesucristo nuestro recuerdo frecuente de su pasión y cuánto siente que lo echemos en olvido! Si uno hubiera padecido por su amigo injurias, golpes y cárceles, ¡qué pena le embargaría al saber que el favorecido no hace nada por recordar tales padecimientos, de los que ni siquiera quiere oír hablar! Y, al contrario, ¡cuál no sería su gozo al saber que el amigo habla a menudo de ello y siempre con ternura y agradecimiento! De igual modo se complace Jesucristo con que nosotros evoquemos con agradecimiento y amor los dolores y la muerte que por nosotros padeció. Jesucristo fue el deseado de los patriarcas y profetas y de los pueblos que existían cuando aún no se había encarnado. Pues, ¡cuánto más le debemos nosotros desear y amar, ya que le vemos entre nosotros y sabemos cuánto hizo y padeció para salvarnos, hasta morir crucificado por nuestro amor!
Con este fin instituyó el sacramento de la Eucaristía la víspera de su muerte, recomendándonos que, cuantas veces comiéramos su carne, hiciésemos memoria de su muerte: Éste es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria de mí [6]. Por eso ruega la Iglesia: «¡Oh Dios, que debajo de este admirable sacramento nos dejaste memoria de tu pasión»; y en otro lugar añade: «¡Oh sagrado banquete, en el cuál se recibe a Cristo y se renueva la memoria de su pasión!». Por aquí podemos entender cuán agradecido nos queda Jesucristo si con frecuencia nos recordamos de su pasión, ya que, si mora con nosotros en el sacramento del altar, es para que de continuo renovemos con alegría el recuerdo de todo lo que por nosotros padeció y crezca de esta manera nuestro amor para con Él. Llamaba San Francisco de Sales al Calvario monte de los amantes, porque no es posible recordarse de aquel monte y dejar de amar a Jesucristo, que quiso en él morir por nuestro amor.
Читать дальше