¡Oh Dios!, y ¿por qué no aman los hombres a este Dios que tanto hizo para ser de ellos amado? Antes de la encarnación del Verbo pudiera haber el hombre dudado si Dios le amaba con verdadero amor; mas, ¿cómo dudará ahora, que lo ve nacido y muerto por amor a los hombres? «Hombre –dice Santo Tomás de Villanueva–, mira la cruz, los clavos y la acerbísima muerte que sufrió Jesucristo por ti y, después de tales y tantos testimonios de su amor, no dudes de que te ama, y de que te ama con extraordinario amor». Y San Bernardo dice que clama la cruz y dan voces las llagas del Redentor para darnos a entender el amor que nos profesa.
En este gran misterio de la redención de los hombres, ponderemos la gran solicitud de Jesucristo en inventar medios para inclinarnos y aficionarnos a su amor. Si quería, por salvarnos, dar la vida, le sobraba con creces haber sido envuelto en la general matanza que decretó Herodes contra los Inocentes; mas no, que antes de morir quiso llevar, durante treinta y tres años, una vida llena de penas y trabajos, queriendo en el transcurso de ella, y para cautivarse nuestro amor, manifestársenos en muchas y variadas formas. Primero le vimos nacer como pobre niño en una gruta, después le vimos jovencillo en un taller, y, finalmente, le vimos como reo en una cruz. Pero aun antes de morir en ella quiso pasar por circunstancias conmovedoras, y todo por nuestro amor. Se ofreció a nuestra vista en el huerto de Getsemaní agonizante y bañado en sudor de sangre; a continuación, azotado en el pretorio de Pilatos; más tarde, tratado como rey de teatro, con la caña burlesca en la mano, el jirón de púrpura sobre el hombro y la corona de espinas en la cabeza; arrastrado, finalmente, por las calles, con la cruz al hombro, y suspendido en el Calvario de tres garfios de hierro. ¿Merece o no merece ser amado por nosotros un Dios que para conquistar nuestro amor quiso pasar por tantos trabajos? Decía el P. Juan Rigoleu: «De buena gana pasaría llorando toda mi vida por un Dios que por amor de todos los hombres quiso sufrir muerte de cruz».
«Gran cosa es el amor», dijo San Bernardo; grande y sobre toda ponderación, estimable. Hablando Salomón de la divina sabiduría, que no es otra cosa que la caridad, la llamó tesoro infinito, porque el que posee la caridad goza de la amistad de Dios [7]. El angélico Santo Tomás dice que la caridad no sólo es la reina de las virtudes, sino que donde ella reina trae consigo el cortejo de las demás y las endereza todas a unir al hombre con Dios. «Oficio propio de la caridad es unir al hombre con Dios», dice San Bernardo. Y en no pocos pasajes de la Sagrada Escritura se declara esta íntima unión que hay entre Dios y quienes le aman [8]. He aquí, pues, el admirable oficio de la caridad, unir al alma con Dios. Esta virtud, además, comunica fuerzas para hacer y sufrir grandes cosas por Dios [9]. San Agustín dice que nada hay tan duro que con el fuego del amor no se ablande. No hay cosa, por difícil que se la suponga, que no sea vencida por el fervor de la caridad, porque, como añade San Agustín, en aquello que se ama, o no se siente el trabajo, o el mismo trabajo se ama.
Oigamos lo que dice San Juan Crisóstomo respecto del amor divino cuando se apodera del alma: «Cuando el amor de Dios se apodera del alma, engendra en ella insaciable deseo de trabajar por el amado, de tal manera que, por muchas y grandes obras que haga y por mucho tiempo que emplee en su servicio, todo le parece nada y anda siempre gimiendo y suspirando de hacer tan poco por Dios; y si en su mano estuviera dar la vida por Él, aún no tendría cumplido gozo. De donde resulta que siempre se considera inútil en cuanto obra, porque el amor, enseñándole, por una parte, cuánto merece Dios, le declara por otra, con clarísima luz, cuán defectuosas son sus obras, todo lo cual es para ella confusión y quebranto, al conocer la bajeza y poco valer de sus acciones ante la majestad de Señor tan poderoso».
¡Cuán fuera de camino andan, dice San Francisco de Sales, cuantos cifran la santidad en cosa que no sea amar a Dios! «Algunos cifran la perfección en la austeridad de la vida; otros, en la oración; quiénes, en la frecuencia de sacramentos, y quiénes, en el reparto de limosnas; mas todos se engañan, porque la perfección escriba en amar a Dios de todo corazón, pues las restantes virtudes, sin caridad, son solamente montón de escombros. Y si en este santo amor no somos perfectos, culpa nuestra es, pues no acabamos de entregarnos por completo a Dios.
Dijo un día el Señor a Santa Teresa: «¿Sabes qué es amarme con verdad? Entender que todo es mentira lo que no es agradable a mí». ¡Ojalá que todos entendieran esta verdad, que sólo una cosa es necesaria! No es necesario allegar en la tierra muchos caudales, ni granjearse la estima de los demás, ni llevar vida regalada, ni escalar las dignidades, ni ganar reputación de sabio; una sola cosa es necesaria: amar a Dios y cumplir su voluntad. Para este único fin nos creó y conserva la vida, y solamente por este camino llegaremos un día a conquistar el paraíso. Ponme como sello sobre tu corazón, cual sello sobre tu brazo [10]. Así dice el Señor a todas las almas, esposas suyas, que le pongan en su corazón como sello y como señal en su brazo, para que a Él vayan dirigidas todas las acciones y deseos; dice que le pongan sobre el corazón, para que no entre en él más amor que el suyo, y que le pongan sobre su brazo, para que en cuanto hagan no se propongan otro fin que agradarle. Y ¡cómo corren a pasos agigantados por el camino de la perfección los que en todas sus obras no pierden de vista a Jesús crucificado ni tienen más finalidad que hacer su beneplácito!
Éste ha de ser todo nuestro afán, alcanzar el verdadero amor a Jesucristo. Los maestros de la vida espiritual nos describen los caracteres del verdadero amor, y dicen que el amor es temeroso, porque lo único que teme es desagradar a Dios; es generoso, porque, puesta su confianza en Dios, se lanza a empresas a mayor gloria de Dios; es fuerte, porque vence los desordenados apetitos, y aun en medio de las más violentas tentaciones, sale siempre triunfador; es obediente, porque a la menor inspiración se inclina a cumplir la divina inspiración; es puro, porque sólo tiene a Dios por objeto, y le ama porque merece ser amado; es ardoroso, porque quisiera encender en todos los corazones el fuego del amor y verlos abrasados en divina caridad; es embriagador, porque hace andar al alma fuera de sí, como si no viera ni sintiera, ni tuviera sentidos para las cosas terrenas, pensando sólo en amar a Dios; es unitivo, porque logra unir con apretado lazo de amor la voluntad de la criatura con la del Creador; es suspirante, porque vive el alma llena de deseos de abandonar este destierro para volar a unirse perfectamente con Dios en la patria bienaventurada, para allí amarle con todas sus fuerzas.
Pero nadie mejor que San Pablo, el gran predicador de la caridad, nos declara cuáles sean sus caracteres y en qué consista su práctica. En su primera Carta a los Corintios, en el capítulo 13, afirma que, sin la caridad, de nada vale el hombre ni nada le aprovecha: Si tuviere toda la fe hasta trasladar montañas, mas no tuviere caridad, nada soy. Y si repartiere todos mis haberes y si entregare mi cuerpo para ser abrasado, mas no tuviere caridad, ningún provecho saco [11]. Por lo que si uno tuviese tal fe que trasladara un monte de una parte a otra, como hizo San Gregorio Taumaturgo, si no tuviera caridad, de nada le vale; si distribuyera todos sus bienes a los pobres y padeciera voluntario martirio, pero sin caridad, de modo que lo sufriera con otro fin que el de agradar a Dios, de nada le vale.
Por eso San Pablo continúa describiéndonos las contraseñas de la divina caridad, enseñándonos a la vez la práctica de aquellas virtudes que son sus hijas: La caridad es sufrida, es benigna; la caridad no tiene celos, no se pavonea, no se infla, no traspasa el decoro, no busca lo suyo, no se exaspera, no toma a cuenta el mal. No se goza de la injusticia, antes se goza con la verdad. Todo lo disimula, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera [12].
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