...»No alcanza ningún entendimiento angélico que tanto arda ese fuego ni hasta dónde llegue su virtud. No es el término hasta donde llegó, la muerte y la cruz; porque si, así como le mandaron padecer una muerte, le mandaran millares de muertes, para todo tenía amor. Y si lo que le mandaron padecer por la salud de todos los hombres le mandaran hacer por cada uno de ellos, así lo hiciera por cada uno como por todos. Y si como estuvo aquellas tres horas penando en la cruz fuera menester estar allí hasta el día del juicio, amor había para todo si nos fuera necesario. De manera que mucho más amó que padeció; muy mayor amor le quedaba encerrado en las entrañas de lo que mostró acá defuera en sus llagas.
...»¡Oh amor divino, y cuánto mayor eres de lo que padeces! Grande parece por acá defuera; porque tantas heridas y tantas llagas y azotes, sin duda nos predican amor grande; mas no dicen toda la grandeza que tiene, porque mayor es allá dentro de lo que por fuera parece. Centella es ésta que sale de aquel fuego, rama que procede de ese árbol, arroyo que nace de ese piélago de inmenso amor. Ésta es la mayor señal que puede haber de amor: poner la vida por sus amigos [16].
...»Esto es lo que les hace salir de sí (a los verdaderos hijos y amigos) y quedar atónitos cuando, recogidos en lo secreto de su corazón, les descubres estos secretos y se los das a sentir. De aquí nace el deshacerse y abrasarse sus entrañas; de aquí el desear los martirios; de aquí el sentir refrigerio en las parrillas y el pasearse sobre las brasas como sobre rosas; de aquí el desear los tormentos como convites, y holgarse de todo lo que el mundo teme, y abrazar lo que el mundo aborrece.
...»El alma –dice San Ambrosio– que está desposada con Jesucristo y voluntariamente se junta con Él en la cama de la cruz, ninguna cosa tiene por más gloriosa que traer consigo las insignias y librea del Crucificado.
...»Pues ¿cómo te pagaré yo, Amador mío, este amor? Esto sólo es digno de recompensación, que la sangre se recompense con sangre... Véame yo con esa sangre teñido y con esa cruz enclavado. ¡Oh cruz, hazme lugar y recibe mi cuerpo y deja el de mi Señor!... Para esto dice tu Apóstol moriste, para enseñorearte de vivos y muertos [17].
...»¡Oh robador apresurado y violento! ¿Qué espada será tan fuerte, qué arco tan recio y bien flechado, que pueda penetrar a un fino diamante? La fuerza de tu amor ha despedazado infinitos diamantes. Tú has quebrado la dureza de nuestros corazones. Tú has inflamado a todo el mundo en tu amor... ¿Qué has hecho, Amor dulcísimo? ¿Qué has querido hacer en mi corazón? Vine para curarme, y ¡me has herido! Vine para que me enseñases a vivir, y ¡me haces loco! ¡Oh sapientísima locura, no me vea yo jamás sin Ti!
...»No solamente la cruz, mas la misma figura que en ella tienes nos llama dulcemente a amor; la cabeza tienes reclinada para oírnos y darnos besos de paz, con la cual convidas a los culpados; los brazos tienes tendidos para abrazarnos, las manos agujereadas para darnos tus bienes, el costado abierto para recibirnos en tus entrañas, los pies clavados para esperarnos y para nunca te poder apartar de nosotros».
Mas para alcanzar el verdadero amor de Jesucristo menester es emplear los medios a ello conducentes. He aquí lo que nos enseña Santo Tomás de Aquino:
1.° Tener continua memoria de los beneficios de Dios, tanto particulares como generales.
2.° Considerar la infinita bondad de Dios, que a cada instante nos tiene presentes para colmarnos de favores, y, al mismo tiempo que nos está amando, reclama también en retorno nuestro amor.
3.° Evitar con diligencia cuanto le desagrade, aun lo más mínimo.
4.° Despegar el corazón de los bienes terrenos: riquezas, honores y placeres de los sentidos.
Otro modo muy excelente para alcanzar el perfecto amor de Jesucristo nos lo brinda el padre Taulero, y consiste en meditar en la sagrada pasión.
¿Quién podrá negar que la pasión de Jesucristo es la devoción de las devociones, la más útil, más querida de Dios, la que más consuela a los pecadores y la que mejor inflama las almas amantes? Y ¿por dónde nos vienen más gracias que por la pasión de Jesucristo? ¿Dónde se funda nuestra esperanza de perdón, la fortaleza contra las tentaciones y la confianza de alcanzar la salvación? ¿Dónde tienen su fuente tantas sobrenaturales inspiraciones, tantas llamadas amorosas, tantos impulsos a mudar de vida y tantos deseos de darnos a Dios, sino en la pasión de Jesucristo? Sobrada razón tenía, por tanto, el Apóstol cuando lanzaba anatema contra quien no amase a Jesucristo: Si alguno no ama al Señor, sea anatema [18].
Dice San Buenaventura que no hay devoción más apta para santificar el alma que la meditación de la pasión de Jesucristo, por lo que nos aconseja que meditemos a diario en ella si deseamos adelantar en el divino amor. Y ya antes dijo San Agustín, según refiere Bernardino de Bustis, que vale más una lágrima derramada en memoria de la pasión que ayunar una semana a pan y agua. De ahí que los santos siempre estuviesen meditando los dolores de Jesucristo. San Francisco de Asís llegó de este modo a ser un serafín. Le halló cierto día un caballero gimiendo y gritando, y, preguntada la razón, respondió: «Lloro los dolores e ignominias de mi Señor, y lo que más me hace llorar es que los hombres no se recuerdan de quien tanto padeció por ellos». Y a continuación redobló las lágrimas, hasta el extremo de que el caballero prorrumpió también en sollozos. Cuando el Santo oía balar a un corderillo o veía cualquier cosa que le renovara la memoria de los padecimientos de Cristo, se renovaban lágrimas y suspiros. En una de sus enfermedades hubo quien le insinuó que si quería le leyesen algún libro devoto, y respondió: «Mi libro es Jesús crucificado», por lo que continuamente exhortaba a sus hermanos que pensaran siempre en la pasión de Jesucristo.
Tiépolo escribe: «Quien no se enamora de Dios contemplando a Jesús crucificado, no se enamorará jamás».
Afectos y súplicas
¡Oh Verbo eterno!, treinta y tres años pasasteis de sudores y fatigas, disteis sangre y vida para salvar a los hombres, y, en suma, nada perdonasteis para haceros amar de ellos. ¿Cómo, pues, puede haber hombres que aún no os amen? ¡Ah, Dios mío!, que entre estos ingratos me encuentro yo. Confieso mi ingratitud, Dios mío; tened compasión de mí. Os ofrezco este ingrato corazón ya arrepentido. Sí, me arrepiento sobre todo otro mal, querido Redentor mío, de haberos despreciado. Me arrepiento y os amo con toda mi alma.
Alma mía, ama a un Dios sujeto como reo por ti, a un Dios flagelado como esclavo por ti, a un Dios hecho rey de burlas por ti, a un Dios, finalmente, muerto en cruz como malhechor por ti.
Sí, Salvador y Dios mío, os amo, os amo; recordadme siempre cuanto por mí padecisteis, para que nunca me olvide de amaros.
Cordeles que atasteis a Jesús, atadme también con Él; espinas que coronasteis a Jesús, heridme de amor a Él; clavos que clavasteis a Jesús, clavadme en la cruz con Él, para que con Él viva y muera.
Sangre de Jesús, embriágame en su santo amor; muerte de Jesús, hazme morir a todo afecto terreno; pies traspasados de mi Señor, a Vos me abrazo para que me libréis del merecido infierno.
Jesús mío, en el infierno no os podré ya amar; yo quiero amaros siempre. Amado Salvador mío, salvadme, estrechadme contra vos y no permitáis que vuelva jamás a perderos.
¡Oh María, Madre de mi Salvador y refugio de pecadores!, ayudad a un pecador que quiere amar a Dios y a vos se encomienda: por el amor que tenéis a Dios, venid en mi socorro.
CAPÍTULO II:
CUÁNTO MERECE SER AMADO JESUCRISTO POR EL AMOR QUE NOS MOSTRÓ EN LA INSTITUCIÓN DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO DEL ALTAR
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