La razón posmoderna se rinde ante la presencia predominante de la religiosidad en sus diversos matices. La ausencia de certezas y la diversidad de conceptos y movimientos debilitan la noción de moralidad objetiva, y la cultura se vuelve un condicionante de la noción de verdad y moralidad. Rouanet prosigue, afirmando que, en el mundo de la diversidad:
No hay conocimiento objetivo, no hay normatividad universal: todas las verdades, cognitivas o morales, están condicionadas por la cultura. No existe el hombre en abstracto, solo existen hombres, en plural, siempre situados en sus respectivas culturas, que les prescriben el horizonte de lo que puede ser vivido y pensado. Como las culturas son inconmensurables entre sí, lo que es verdadero en una no lo es en otra, y las normas y los valores de una son diferentes de las normas y valores de la otra. No somos nosotros los que pensamos, es la cultura que piensa en nosotros. Existe una verdad yanomami como existe una verdad africana, y no hay ningún puente visible entre las dos. Esa posición, que tenía su origen en el relativismo metodológico de los antropólogos, donde obtenía su legitimidad, salió del campus y se transformó en sentido común. [...] No hay verdades transversales, todas son contextuales, significativas solo cuando son inscritas y leídas dentro de los respectivos universos culturales (1996, p. 293).
El relativismo y la multiplicidad de elecciones parecen hacer libre al individuo; sin embargo, no lo hacen más feliz. De acuerdo con Lyon, “valores y creencias pierden cualquier sentido de coherencia, sin mencionar el sentido de continuidad, en el mundo de la elección del consumidor”; e incluso, “en el ámbito de la elección, la incertidumbre, la duda, la vacilación y la ansiedad son vértigos generalizados” (1998, p. 994).
La emancipación y la independencia se han convertido en valores generalizados y deseados, y la gente se engaña a sí misma ante la posibilidad y la multiplicidad de opciones de productos, conceptos y valores, como si fueran iguales al estado de libertad real. Sin embargo, la ausencia de valores universales sólidos y fiables es una de las causas del vértigo que conduce a las drogas y profundiza la depresión.
Rechazo a la tradición
Tanto la Era Moderna como la posmoderna surgieron con una vocación de independencia. Los ilustrados querían liberarse de la supremacía y la dominación eclesiástica, de los dogmas revelados, de los conocimientos del pasado y de la tradición mítica. El posmodernismo proclama la libertad de todos los dogmas. En los últimos siglos, ha habido un creciente rechazo del pasado. La tradición –como el proceso por el cual las normas, los conceptos religiosos y los valores morales se transmiten de una generación a otra– se ha convertido en el objetivo por excelencia del rechazo moderno y posmoderno. Por lo tanto, una profunda deconstrucción de toda la tradición es otra característica del espíritu posmoderno.
En el campo del pensamiento, el repudio a la tradición comenzó con Marx, Kierkegaard y Nietzsche, quienes, influenciados por Hegel, desafiaron los supuestos de la religión tradicional, basada en la revelación (ver Arendt, 1992, p. 53). La modernidad sustituyó las reglas de la tradición, con su carácter absolutista e incuestionable, por las leyes del Estado, las normas relativas a las rutinas de la vida de las fábricas o las regulaciones de la organización burocrática. La posmodernidad, a su vez, las sustituye por las reglas del mercado globalizado, la opinión pública, la elección individual, la sensación y la intuición. Esta creciente sustitución de la tradición genera “cuestiones de autoridad e identidad” (Lyon, 1998, p. 37).
La consecuencia de la ruptura con el pasado es una sociedad que camina sin referencias, divorciada de cualquier tradición. Como un conjunto de valores absolutos, la tradición se ha convertido en un adversario. Alexis de Tocqueville dice que, desde la Revolución Francesa, “los intelectuales han roto con la tradición, la religión y, finalmente, con la esencia de la sociedad y la historia” (1979, p. 21). “Los escritores han despreciado todas las instituciones fundadas en el respeto al pasado” ( ibíd. , p. 142). Para él, una vez que las leyes religiosas fueron “abolidas”, y el pasado ya no ilumina el futuro, el espíritu humano vaga en la oscuridad. Para la pensadora judía Hannah Arendt, “la ruptura de nuestra tradición es un hecho acabado. No es el resultado de una elección deliberada de nadie, ni está sujeto a una decisión ulterior” (1992, p. 54).
En el debate sobre la ruptura con el pasado, es necesario saber, sin embargo, con qué tradición específica el posmodernismo causa la ruptura.
Dos vertientes principales formaron el pensamiento y la moralidad occidentales: las tradiciones hebreas y griegas. Bornheim afirma que “de la tradición hebrea vinieron la religión y la moral”. De Grecia, “heredamos la diversidad de las artes y las letras, [...] recibimos la filosofía y la ciencia, es decir, de un modo racional” (1996, p. 55).
Hay una paradoja en la forma en que se articulan las dos fuentes del pensamiento occidental, y una clara diferencia entre el producto de cada una. “El judío parte de un Dios que es garantía de orden, de armonía, de sentido, y solo después viene la separación dolorosa, con la Caída. El griego, en cambio, comienza a partir del caos y el orden se convierte en objeto de una dolorosa conquista” ( ibíd. , p. 57). Excepto por la perspectiva mesiánica, el pensamiento hebreo, por lo tanto, es negativista; comienza con el orden de la Creación y termina con el caos resultante de la Caída. El griego, por otro lado, es positivo: eleva al hombre a la categoría de constructor de la historia.
La modernidad y la posmodernidad, al descartar la tradición moral y el conocimiento teológico sostenidos por la Iglesia, rompen, por lo tanto, con la tradición revelada de origen hebreo y bíblico, pero no rechazan necesariamente la herencia griega. La ruptura, entonces, con la tradición por parte del mundo posmoderno es en relación con los valores morales y éticos de origen religioso, aunque la religión se cultive en la posmodernidad.
Para Lefort, la crisis de la razón, vivida en la posmodernidad, merece ser examinada detenidamente, ya que se dirige hacia “una pérdida definitiva de los criterios del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto; abre un abismo”, y “esta crisis no significa el fin de la tradición, sino el fin de cualquier tradición” (1996, p. 28).
La pérdida de la noción del bien y del mal, de lo correcto y lo incorrecto, ya identificada con el nihilismo de Nietzsche, afecta a uno de los conceptos más sensibles de la moral occidental: la expectativa de un Juicio Final, una creencia hebrea y bíblica. Lefort observa que el rechazo de la tradición, tan evidente en el siglo XX, afecta, si no elimina, “la fe en una verdad por encima de los hombres, la fe en una ley trascendente, que se definiría como un derecho natural o que emana de los mandamientos de Dios” (1996, p. 29). Hannah Arendt dice:
Tal vez nada mejor que la pérdida de la fe en un juicio final distingue a las masas modernas tan radicalmente de las de siglos pasados: los peores elementos han perdido el miedo, los mejores han perdido la esperanza. Incapaces de vivir sin miedo y sin esperanza, las masas se sienten atraídas por cualquier esfuerzo que parezca prometer una imitación humana del Paraíso que deseaban y del infierno que temían (1998, p. 497).
La libertad que se busca en la ruptura con la tradición y el pasado en la posmodernidad termina en una ruptura con los valores morales y religiosos que siempre han representado un fundamento de la cultura y la moralidad occidentales. Sin embargo, más que la herencia griega, la herencia hebrea y bíblica contribuyó en gran medida al desarrollo de la noción occidental de los derechos humanos, la justicia social y la libertad.
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