–Claro. No te pude llamar antes... pero ya vendieron el restaurante...
–¿Cómo es esto? ¿A quién se lo vendieron? –pregunté asustada, despertándome en ese momento del sueño.
–Discúlpame, Dani. No te pude avisar. Fue todo muy rápido. Llegó un empresario de São Paulo, con mucho dinero. Él está comprando todo por aquí.
–¿Quién es ese tipo? –pregunté, indignada.
–Es un amigo de Tchelo, que trabaja aquí, en la marina –continuó diciéndome.
Fastidiada por la vuelta atrás de mi compañero, fui a aprovechar la playa con un matrimonio de amigos que estaba en la isla a fin de pasar unos días conmigo. Cuando les conté acerca del restaurante, ellos quisieron conocer el lugar, para verificar las condiciones en las que este se encontraba. Y había algo que me decía que tenía que volver allí.
Cuando llegué a la embarcación, al estacionar el automóvil frente a un jet ski , pude notar que había un hombre que arreglaba el motor de la máquina. Y entonces descendí del automóvil.
–Hola. Mi nombre es Daniela –me presenté–. Sé que el restaurante ya fue vendido, pero ¿podría dar una mirada con mis amigos?
–Sí –me respondió el hombre de una manera indiferente, sin siquiera mirarme, mientras sostenía varias herramientas en las manos.
–Y, por casualidad... ¿sabes quién lo compró? –insistí.
Dejando las herramientas en un rincón, se volvió hacia mí y, con cara de sorpresa, me dijo:
–Sí. Es un amigo mío, de São Paulo. Él también es japonés. Resolvió venirse para aquí con la intención de huir de la rutina y del estrés que ha estado soportando en los últimos años. Y, dicho sea de paso, está buscando un socio. ¿Por qué no lo llamas? Estoy seguro de que ustedes van a llevarse bien –me sugirió, anotando los datos del contacto en una tarjeta.
Aquello, simplemente, no podía ser una coincidencia. ¡Parecía que todo se estaba preparando para que yo viviera en la tan soñada “Isla de la Magia”!
CONSTRUYENDO MI CASTILLO EN LA ARENA
Por Daniela
–¡Mamá, es de verdad! –dijo la criatura pellizcándome el brazo.
–¡Discúlpeme, señorita! Resulta que en Floripa nosotros solamente vemos a los japoneses en los libros –dijo la madre, intentando arreglarlo.
Esto había sucedido cuando yo todavía era una niña, en un período de vacaciones que pasé con mi familia en la isla. Realmente, encontrar descendientes de orientales en Florianópolis era una rareza. Y ese era uno de los motivos por los cuales mi madre no había aprobado mi mudanza a ese lugar.
–¿Cómo vas a encontrar un marido allá? –preguntaba ella, preocupada por mantener las tradiciones de la cultura.
Mi madre es la más pequeña de ocho hermanos. Todos los miembros de la familia, aun cuando se pusieron de novios en el Brasil, se casaron con descendientes de japoneses. Al primer primo que se puso de novio con una gaijin (en japonés significa “extranjero”) acabaron mandándolo al Japón para estudiar, en una tentativa de la familia de deshacer la relación entre ellos.
Desde que era pequeña, siempre viví en ambientes en los cuales la cultura japonesa estaba presente: la primera escuelita, la música, la comida. En la facultad, la colonia japonesa también era muy activa. Hasta el alojamiento de estudiantes en el que viví desde el momento en que llegué a Botucatu estaba siendo patrocinado por una entidad del Japón.
Mantener la cultura y las tradiciones de nuestros ancestros era una preocupación que siempre estuvo muy presente en nuestra familia.
La decisión de mudarme a Florianópolis quebrantó a todos, principalmente a mis padres. Yo no sabía mucho acerca de mi futuro socio; sin embargo, el hecho de que él fuera japonés me trajo cierta seguridad.
Sentí que estaba en el lugar correcto, a la hora correcta.
*****
Las primeras emociones en la “Isla de la Magia”
Mis primeros días fueron intensos después de conocer a Marcos. Mi socio era muy comunicativo y enérgico; su ritmo de trabajo era el de alguien que recién hubiera llegado del Japón:
–¡Tenemos que agilizar las cosas! ¡La temporada comienza en dos semanas! –ordenaba él, con aires de general.
Igual que yo, él no tenía experiencia en el ramo gastronómico. Abrir la empresa, contratar empleados, comprar la vajilla, conseguir proveedores, hacerse de un stock , hacer la propaganda, armar el menú... todo era nuevo; para mí y para él. Sin embargo, a los tropezones, armamos un restaurante en solamente dos semanas.
Explorar una nueva área, totalmente diferente de la Medicina, sería un gran desafío para mí. Sin embargo, como siempre me gustó enfrentar los desafíos, encaraba todo con naturalidad. Hasta que comenzó la temporada de verano.
“Triiiiiinnnnn”, sonó el teléfono del restaurante.
Era una amiga que había vivido conmigo en la facultad, y que participaba de los estudios bíblicos en São Paulo.
–Y, todavía mejor –continuó contándome ella–; mi novio y yo vamos a entregar nuestras vidas a Dios, y el bautismo de todo el grupo será en las vísperas del casamiento. ¡No puedes dejar de venir, amiga!
–Ven, Tim Tim. Todos nos vamos a bautizar. ¡Tienes que estar aquí! –me dijo otra amiga.
Pude percibir que todos estaban muy felices.
Estando de acuerdo con todo lo que ya había estudiado, también me gustaba la idea de bautizarme. Sin embargo, estaba tan concentrada en el nuevo emprendimiento que resolví postergarlo.
–Lo siento mucho, pero no estaré con ustedes. ¡Que sean muy felices! –les respondí–. Más adelante, quizá yo también haga esta entrega a Dios.
*****
–¿Se acabó el shimeji ? ¿Dónde has visto un restaurante japonés sin shimeji ? –gritaba mi socio, disconforme conmigo–. Y el sakê , ¿todavía no llegó?
Terminé abriendo un restaurante donde no existía la mano de obra especializada ni los productos para elaborar los platillos del menú. Todo llegaba desde São Paulo, o de Curitiba.
–Por favor, ¿tienes pescado para el sashimi ? –le pregunté al empleado de la pescadería.
–¿Eh? –me respondió él, con cara de quien nunca había escuchado aquella palabra.
–Sa–shi–mi –deletreé–. SA–SHI–MI. ¿Me has entendido? –repetí, desesperadamente.
Nunca me imaginé que sería tan difícil conseguir comprar pescado para hacer sashimi en una isla. Por no tener muchos orientales, Floripa no ofrecía lo mejor en materia prima para proveer a un restaurante japonés.
No me llevó mucho tiempo percibir que si quería ofrecer algo de buena calidad yo misma tendría que entrar en las cámaras frigoríficas de los pesqueros, para escoger los mejores pescados. Con botas blancas en los pies, delantal de plástico y cofia en la cabeza, allí estaba la médica convertida en gourmet , observando las branquias y los ojos de los pescados, aprendiendo a seleccionar los que estaban más frescos para el consumo del shasimi .
–¿Quiere llevar un salmón?
–¿Cuánto pesa? –le pregunté.
–Veinticuatro kilogramos. ¡Está fresquito! –me lo ofreció el vendedor, todo orgulloso.
–Lo voy a llevar –respondí.
Al sacar el pescado de la cámara frigorífica, apenas lograba cargarlo. ¡Era casi de mi tamaño!
–Deja que yo te ayude, muchacha. ¡Este no lo puedes manejar tú; no! –afirmó el vendedor.
Llegué al restaurante oliendo a pez muerto.
–Dani, están faltando nabos y el pepino japonés. El camión no los trajo de São Paulo –me dijo el sushiman .
–¿Cómo qué no? Ya lo pedí hace dos semanas.
Y así fueron mis primeros días en el nuevo negocio. Con el pensamiento de que Dios estaba dirigiendo las cosas, nutría la esperanza de que todo fuera a andar bien.
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