“¿Por qué tengo de todo y estas personas no tienen nada?” “Si Dios existe, ¿dónde está su justicia?” Estas eran algunas preguntas para las cuales yo buscaba respuestas, mientras regresaba al confort de mi hogar.
Al mismo tiempo que trabajaba, comencé mi especialización en el área de Salud Pública.
Coincidentemente, dos amigas que habían vivido conmigo en la época de la facultad también se habían mudado a la capital. Una de ellas estaba deprimida por causa de una relación conturbada. Y, como ya habíamos iniciado los estudios bíblicos en la época de la facultad, Leandro nos sugirió:
–Vamos a llevarla a la iglesia, y pedir la ayuda de algún pastor.
No recuerdo el motivo, pero no fui con mis amigos.
Ellos llegaron a una iglesia en Pinheiros, para un culto de miércoles a la noche, sin conocer a nadie. Al terminar la predicación, permanecieron en el banco, discutiendo si podrían continuar haciendo los estudios bíblicos con algún teólogo en São Paulo. El problema era que no conocían a nadie en aquella iglesia, y mucho menos a un teólogo. En el mismo instante, alguien tocó la espalda a uno de ellos:
–Encantado de conocerlos. Mi nombre es Hércules. Soy estudiante de Teología y necesito dar estudios bíblicos. ¿A ustedes les gustaría estudiar la Biblia?
–¡No lo puedo creer! –respondió mi amiga, muy entusiasmada–. ¡Vamos a comenzar ahora mismo!
–Ahora no –dijo el muchacho, sonriente–. Aunque podemos combinar para un día de la semana.
De esta manera, comenzamos nuestro primer estudio bíblico, en un departamento en Moema. Al comienzo, éramos un grupo de cuatro personas: tres médicas y un filósofo. Muy feliz y entusiasmada con el primer estudio dirigido, resolví llamar a otra amiga:
–Érika, ¿te gustaría estudiar la Biblia con nosotros?
–No creo mucho en eso –respondió ella–; sin embargo, te voy a acompañar.
Hércules nos había hecho una propuesta: que el estudio se realizara una vez por semana y que tuviera unos cuarenta minutos de duración. Sin embargo, no podíamos dejarlo ir si antes no lográbamos que respondiera a todas nuestras inquietudes. Y esto le llevaba casi tres horas.
–Chicos, el estudio está muy bien, pero me tengo que ir –nos decía el estudiante de Teología, intentando despedirse–. Tengo que tomar el tren subterráneo.
–No te preocupes, nosotros te podemos llevar –le respondía Érika sin titubear.
Después de algunos meses, advirtiendo que el grupo era muy cuestionador, Hércules decidió enviarnos con un pastor con mayor experiencia; era un señor que ya no tenía muchos cabellos. No era fácil dar estudios a un grupo como el nuestro. Además de tener muchas dudas, colocábamos, muchas veces, en jaque al pastor. Me acuerdo de la pelada del pastor, que se ponía coloradita; él sudaba. Sin embargo, siempre tenía las respuestas para todos nuestros cuestionamientos.
Pasados algunos meses, el simpático pastor se tuvo que mudar de São Paulo, y nos envió a un abogado que daba estudios bíblicos en Brooklin, otro barrio de São Paulo.
El vasto conocimiento bíblico e histórico del Dr. Ruy, quien lo transmitía de una manera tan clara que hasta los más humildes serían capaces de entender, fue lo que nos proporcionó una comprensión más profunda de la Biblia.
Nuestras dudas eran cada vez más respondidas. Y el entendimiento sobre la vida y la misión de Jesús se nos ampliaba. El significado del pecado, el plan de la salvación, el regreso de Jesús... ¡Él nos exponía cada tema de una manera tan fascinante y explicativa! Era como si estuviéramos descubriendo un nuevo mundo, revelando secretos que nos llevarían hacia la eternidad. Quedábamos tan absortos en los estudios que no sentíamos que el tiempo pasaba.
Después de que pasaron dos años, y comenzamos a poner en práctica las enseñanzas de la Biblia, empezamos a frecuentar la iglesia semanalmente, disminuimos las salidas a los bailes nocturnos e intentábamos mejorar nuestros hábitos en general. Solamente nos faltaba dar el último paso: entregar nuestra vida a Jesús, por medio del bautismo.
*****
Pasados dos años de haberme recibido, haciendo dos especializaciones al mismo tiempo y trabajando en medio de una villa miseria, comencé a estar estresada. Todos los días, al transitar por la Avenida Paulista, miraba hacia los controladores de calidad de aire, y estos decían: “Pésimo”; “Malo”; “¿Cómo puedo vivir en un lugar donde hasta el aire está pésimo?”, pensaba yo. El tránsito era infernal, los asaltos, los motoqueros, el barullo... Todo me irritaba. Lo que yo más quería era salir de la metrópoli y disfrutar de una vida más tranquila.
“Triiiiiiinnnnnnnn”, sonó el teléfono en mi casa.
–Hola, Dani. Soy Carlos, de Floripa (Florianópolis). Estoy pensando en abrir un nuevo negocio en un barrio supergenial de la isla.
–¡Qué fantástico! Y... ¿qué podría hacer yo para ayudarte? –le pregunté.
–Dado que el comercio que alquilé tiene un restaurante inactivo, ¡pensé que tú podrías montar un restaurante aquí! ¿Por qué no vienes aquí, para conocer la zona?
“¡No lo puedo creer, esta es mi oportunidad!”, pensé.
–¿Vivir en Floripa, a la orilla de la laguna? ¡Qué maravilla! –respondí yo, en voz alta.
Con mucho entusiasmo, fui a contar a mi familia la idea de salir de São Paulo y aventurarme en un restaurante.
–No me parece que sea una buena idea –me dijo mi padre, bien serio.
–¡Tú no sabes cocinar! –me recordó mi madre.
–¡Esta es una oportunidad única; no puedo perderla! –les respondí, intentando convencerlos de que aquella sería mi única chance de salir del estrés.
Estando ya recibida, con el diploma en la mano, yo pensaba que era lo suficientemente adulta como para tomar mis propias decisiones. Y mis padres sabían que discutir sería una pérdida de tiempo.
–Tú eres la que sabe –dijo mi padre–. En caso de que todo salga mal, tienes que saber que estaremos aquí, esperándote.
No aguardé un segundo más. Acomodé mis cosas y salí con un automóvil lleno de valijas. Vivir en Floripa sería realizar un antiguo sueño. Y yo sabía que para poder estar más cerca de Dios necesitaría vivir más cerca de la naturaleza, y en un lugar más tranquilo.
En medio de la carretera, me puse a reflexionar acerca de lo que sería vivir en la isla. “Tendré una vida más simple: sin miedo a los asaltos; sin tener que estar en medio del tráfico, para ir a trabajar; nada de villas miserias en las proximidades. ¡Seré la persona más feliz del mundo!” Y tuve una sensación de libertad en el alma. Estar cerca de la playa y de la naturaleza me fascinaba.
Cuando llegué allí, fui rápidamente al lugar donde tendría mi primer negocio.
El restaurante estaba dentro de una embarcación, con vista hacia el mar desde todos los ángulos. Entré en el salón: el piso estaba lleno de polvo, con algunas sillas desparramadas y puestas en pilas. Las cacerolas y la vajilla estaban dentro de armarios húmedos y arruinados por el salitre del mar, lo cual demostraba que el restaurante había estado abandonado hacía algún tiempo.
Sin embargo, los rayos de sol que se reflejaban en el agua del mar, las gaviotas que volaban y el olor del mar impedían que algún pensamiento negativo floreciera en mi mente. Yo alimentaba la convicción de que estaba en el lugar correcto, en la hora correcta. Tomé mi celular y llamé a Carlos:
–Llegué. ¡El lugar es realmente maravilloso! ¿Vamos a negociar con el propietario?
–Ah, Dani, ¿ya llegaste? –me respondió él, titubeando.
–Sí, aquí estoy. ¡Y lista para cerrar el negocio!
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