Al regresar a la facultad continué con mis dudas, y la ansiedad iba en aumento. Hasta que, a una semana de la graduación, un amigo que sabía de mi situación y compartía las mismas angustias que yo se me acercó, diciendo:
–¡Tim, Tim, ya sé lo que vas a hacer tú! El ministro de Salud está lanzando un nuevo proyecto en São Paulo, y ellos necesitarán profesionales con tu perfil para poder implantar el programa. Es en el área de Salud Pública.
Mi amigo comenzó a describir el programa, y era realmente lo que más se acercaba a la idea de la medicina con la cual era mi ideal trabajar. Sentí alivio al saber que mi futuro, de alguna manera, se estaba encaminando. Era como si un nuevo aliento de vida hubiera entrado en mí.
Me quedé más tranquila. Con el diploma en la mano y todas las pruebas ya realizadas, resolví tomarme algunos días para descansar.
Por Daniela
“¡Florianópolis! ¡Qué lugar maravilloso!”, pensé, acostada en una hamaca paraguaya, mientras contemplaba el mar verde esmeralda y sentía una suave brisa que acariciaba mi rostro. “Algún día voy a vivir aquí”.
Ya había aprendido a disfrutar de esta isla cuando todavía era adolescente, mientras pasaba algunas vacaciones con la familia. El sol, el mar, las bellas playas y la vida mucho más tranquila me atraían hacia aquella pequeña porción de paraíso. Realmente, ¡aquella era la “Isla de la Magia”!
Después de descansar algunos días allí volví a São Paulo. Había llegado la hora de comenzar a trabajar e iniciar mi especialización.
Mi primer empleo fue en un centro de salud en Mauá, en el ABC Paulista. El municipio estaba iniciando el Programa de Salud de la Familia, una estrategia del Gobierno que había surgido para mejorar las condiciones de salud en el país. El programa invierte en la atención primaria de la salud, es decir, en la prevención y en la promoción. Para esto, se contratan equipos de salud con médicos, enfermeros y técnicos, a fin de que trabajen en conjunto con los agentes comunitarios, que son personas de ese mismo lugar. Para conocer mejor a la comunidad, estos agentes actúan como facilitadores, a fin de que los equipos puedan desempeñar sus actividades en concordancia con la realidad local.
Además de atender en el consultorio del centro de salud, yo realizaba visitas en las casas, dentro de las villas miseria. Inmediatamente, en el comienzo de mis actividades allí, comencé a enfrentarme con una realidad totalmente diferente de aquella que yo había experimentado en la universidad: los protocolos de atención no podían llevarse a cabo, por falta de presupuesto y organización; los medicamentos de última generación ni siquiera existían en la farmacias populares, y el pueblo hablaba un lenguaje bastante diferente del académico. Apenas llegaba al centro de salud, en el primer horario de la mañana había una fila inmensa de personas que aguardaban. Tenían sus rostros desfallecientes, cansados, anémicos. Realizaba una consulta cada diez o quince minutos. Con una historia clínica en la mano, llamaba a un paciente detrás de otro.
–¡James Dean [Djeimes Dim]! ¡James Dean Da Silva! –llamé un día.
Nadie respondió.
Después de atender a toda esa fila, me había sobrado la historia clínica del primero que había llamado. “¡Madre mía!”, pensé, “¡creo que no es hoy el día en que voy a conocer al famoso artista de Hollywood!”
Cuando ya estaba saliendo del consultorio, lista para ir a almorzar, oí a alguien que golpeaba a mi puerta.
–Doctora, usted se olvidó de llamar a mi hijo –me abordó una mujer mulata, con un pañuelo sucio en la cabeza, con los dientes amarillentos y la apariencia de la misma miseria estampada en el rostro.
Observando que la muchacha estaba con un bebé en los brazos, envuelto en una pañoleta ajada y sucia, inmediatamente me anticipé:
–¡Oh, sí! ¡Entonces este es James Dean! –afirmé–. Yo ya lo había llamado, y tú no respondiste...
–No, doctora, ¡es James Dean [Jãmes Deã]!
*****
Iniciando el tratamiento natural
–Señor Juan, su presión está en 17/10! Usted tiene que tomar los medicamentos todos los días, ¿me entendió? –le dije con autoridad.
–¡Ah, hija mía, ni siquiera sé cuál es el remedio de la presión! –me respondió, sacando de su bolsillo una bolsa plástica llena de comprimidos fuera de sus embalajes originales–. ¿Es el amarillito o el verdecito?
–Señor Juan, ¿qué medicamentos son estos? ¿Por qué usted mezcló todo así? –le pregunté, ya perdiendo la paciencia.
–Estos remedios son de la diabetes de mi “ muié ” ( mulher, en portugués: mujer); este es de mi nietito, que está con gripe; y este, para tratar el dolor en las “ cóistas ” ( costas, en portugués: espaldas).
Respiré hondo y conté hasta diez.
Conocer y convivir con la dura realidad del país no fue nada fácil. La distancia que separaba mi mundo del de estos pobres miserables, el universo académico de la realidad, ¡era del tamaño del infinito!
Parecía sentir todo el peso de la responsabilidad de la profesión y la condición social de esas personas sobre mis espaldas. Sentía culpa, tristeza, y una cierta frustración.
Entonces, decidí desahogarme con alguien.
–Teresa –dije llamando a una enfermera de mi equipo–, creo que tenemos que hacer alguna cosa, no es posible continuar así...
Teresa era una señora cristiana, muy experimentada como enfermera. Siempre que yo estaba insegura, allí estaba ella, con toda la seguridad que solamente la experiencia te puede dar.
–Quédese tranquila, Dani, ¡Dios nos ayudará! –respondía ella, con una sonrisa en el rostro.
En esa misma época, el secretario de Salud del municipio, percibiendo que se gastaba mucho dinero en medicamentos que se utilizaban de manera inapropiada, contrató a una monja con experiencia en tratamientos naturales, para dar entrenamiento a todos los equipos del centro de salud.
–Coloquen la arcilla y el agua en un recipiente de vidrio; mézclenlo y aplíquenlo en la región donde la persona siente el dolor –nos explicaba la monja, muy segura de aquello que nos estaba enseñando.
“¿Arcilla para tratar el dolor? No lo creo”, pensé. “Me van a revocar el diploma”.
Nunca había visto algo parecido. Sin embargo, sabiendo que los tratamientos propuestos no tenían contraindicaciones ni efectos colaterales, y que la iniciativa venía de la propia Secretaría, resolví hacer la prueba en algunos pacientes.
En los comienzos, se compraba la arcilla en pequeñas cantidades. La enfermera preparaba todo en una sala, y me llamaba para que aplicara los emplastos alrededor de las rodillas, en las manos y en las caderas de las personas que tenían artritis y artrosis. Dejábamos a los pacientes en una sala de reposo, acostados en las camillas, hasta que la arcilla aplicada comenzara a secarse. Después de haberla retirado, los pacientes nos relataban la mejoría de sus dolores.
Comencé a mostrarme impresionada con los resultados positivos. ¡Tan simples y tan eficaces! Interesada por conocer un poco más acerca de ese método de tratamiento, intenté estudiar más acerca de cómo podría utilizar los recursos naturales de la mejor manera posible con el propósito de poder ayudar a mis pacientes. El propóleo para el dolor de garganta y el jugo de coles para el dolor de estómago ya eran tratamientos que mi familia utilizaba, con resultados positivos. En ese momento, decidí que también formarían parte de mis prescripciones.
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Subiendo y bajando los morros, huyendo de los tiroteos que se suscitaban cuando llegaba la droga, entrando en la casa de aquellas personas tan sufridas, comencé a reflexionar acerca del significado de la vida.
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