Y cuanto más practicaba lo que yo juzgaba que era lo correcto, más dinero perdía.
–¡El Dios al cual tú sirves no existe! ¡Necesitas de esto, del dinero! ¡DI–NE–RO! –vociferó otro, con los ojos muy abiertos y los dedos apuntando hacia los dólares.
–¡Yo maldigo este lugar! –gritó otro más, deambulando por el restaurante, con los brazos levantados hacia arriba.
Era totalmente comprensible que la mayoría de los clientes no estuviera de acuerdo con los cambios. Sin embargo, la agresividad con la cual muchos reaccionaban no era normal. Los empleados y yo nos quedábamos asustados.
–Madre mía, Dani, ¿te parece que estas reacciones son normales? –me preguntó uno de ellos.
–No sé... –respondí con el corazón acelerado–. Creo que esta es una guerra espiritual.
Al ser bautizada, las personas me alertaron sobre que el diablo no se pondría feliz con mi entrega a Jesús, y que alguna cosa en el mundo espiritual comenzaría a suceder. Y en ese momento estaba viviendo ese conflicto. No eran las personas las que estaban enojadas conmigo, sino el enemigo de Dios. La convicción de que alguna cosa se había sacudido en ese universo paralelo aumentaba a medida que se iban sucediendo los cambios.
“Nadie puede servir a dos señores, pues menospreciará a uno y amará al otro, o querrá mucho a uno y despreciará al otro. No se puede servir a la vez a Dios y a las riquezas”. (Mat. 6:24). “Así mismo serán perseguidos todos los que quieran llevar una vida piadosa en Cristo Jesús” (2 Tim. 3:12).
La batalla se había iniciado, y decidí firmemente que no volvería hacia atrás. Cuanto más buscaba a Dios, más problemas aparecían. “Señor, ¿por qué tengo que pasar por todo esto?”, cuestionaba yo.
Satanás quiere que los hijos de Dios queden confundidos en el medio del camino; quiere que duden de su Palabra y terminen desistiendo de seguirlo. Sin embargo, cuando me sentía desanimada, esto venía a mi mente: “Así que sométanse a Dios. Resistan al diablo, y él huirá de ustedes” (Sant. 4:7).
Aquella estaba siendo una dura prueba de fidelidad y confianza en Dios. Sin embargo, la Palabra de Dios renovaba mis fuerzas: “Cuando cruces las aguas, yo estaré contigo; cuando cruces los ríos, no te cubrirán sus aguas; cuando camines por el fuego, no te quemarás ni te abrasarán las llamas” (Isa. 43:2).
Mi fe estaba siendo probada; y mi carácter, lapidado. Necesitaba aprender a confiar en Dios, y no en el dinero; en sus planes, y no en los míos.
2No podría ser coincidencia. Dios, realmente, estaba intentando mostrarme algo.
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