Cuando los padres de los adolescentes me cuentan acerca de sus hijos, sus dudas y sus nervios con los exámenes de ingreso a las universidades, me acuerdo de mi historia y las comparto con ellos, a fin de que se queden más tranquilos. No resulta fácil decidirse por una profesión cuando todavía no tenemos casi nada de vivencias y experiencias de vida.
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“Triiiiiinnnnn”, sonó el teléfono de mi casa.
–Dani, soy la madre de Érika. Salió la lista de aprobados en el examen de ingreso, y ¡vi tu nombre en el diario!
–¿Mi nombre?
Terminé aprobando en uno de los exámenes más demandados del país, casi sin quererlo. Tantos años estudiando, y ahora había llegado la hora de comenzar una nueva faceta de mi vida. Sin embargo, yo no estaba muy feliz. Me sentía insegura.
–Vamos a Botucatu, a fin de hacer tu matrícula y conocer la ciudad –me dijo mi padre.
“¿Botucatu?”, pensé, “¿Dónde quedará ese lugar?”
La facultad quedaba en el interior del Estado, a 250 km de São Paulo, en el Brasil. ¡Todo fue tan rápido! Ni siquiera tuve tiempo de pensar en lo que estaba sucediendo. Por primera vez estaría lejos de mi familia, viviendo con estudiantes de todos los lugares del Brasil, e iniciando una carrera a la cual le dedicaría la mayor parte de mi vida.
Vivir en el interior no formaba parte de mis planes; siempre fui metropolitana. Me gustaba mucho la vida agitada de São Paulo, las fiestas y los amigos.
–Dani, Érika va a vivir en un alojamiento de estudiantes japoneses. ¿Te gustaría compartir el cuarto con ella? –me preguntó mi madre.
El alojamiento de los estudiantes cobijaba a cerca de cincuenta alumnos, de los más variados cursos. Las alas masculina y femenina estaban separadas por una escalera en “T”, que estaba justo en el medio del edificio. Los cuartos estaban distribuidos en un corredor, y cada uno era para dos estudiantes. Dentro de los cuartos, solamente había una pequeña mesa para estudiar y un armario para colocar la ropa. Todo era muy simple, sin ningún confort. Los baños se compartían, así como también el lavadero y el comedor. Existía solo una heladera, para que pudiéramos dejar nuestras golosinas. Sin embargo, aun dejando el nombre escrito en letras gigantescas, no existía ninguna garantía de que tu yogur o tu chocolate estuvieran allí cuando tú los procuraras. Muy acostumbrada a tener todo muy organizado, siempre todo muy “derechito”, inmediatamente percibí que para sobrevivir tendría que cambiar mis conceptos. Mi vida de “niña mimada” había llegado a su fin.
Entonces, rápidamente me fui adaptando y armonizando con todos.
En los primeros días de clases, los veteranos hacían una fiesta de recepción a los recién llegados, donde todos eran “bautizados”. Después de un ritual en el que cada novato se quedaba en el centro de una ronda, se cantaba una canción; acabada esta ceremonia, teníamos que beber un vaso grande de cachaça (la bebida alcohólica destilada de la caña de azúcar más popular del Brasil). Los veteranos, todos a nuestro alrededor, aplaudían hasta que el novato tomara el último sorbo. Yo no estaba acostumbrada a tomar bebidas alcohólicas; sin embargo, ofrecer resistencia hubiese sido peor. Me acuerdo de que los ingresantes que se rebelaban contra esta chacota quedaban “marcados” para siempre con los veteranos. Aceptar las bromas de mal gusto parecía ser la única solución. En ese bautismo, cada uno recibía un apodo. Y el que yo recibí, inmediatamente después de haberme matriculado, fue “Tim Tim”.
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Mis primeras impresiones acerca de la medicina
–En este salón de clases, nadie entra y nadie sale –dijo mi profesor de Anatomía, omnipotente en su chaquetilla mugrienta, mientras ponía una traba a la puerta del aula.
El olor al formol se desprendía de los cadáveres, que habían sido retirados de un gran tanque de acero inoxidable. A los alumnos se los distribuyó en grupos. Cada grupo recibió una camilla, con un cadáver para disecar. Me quedé observando durante un instante, alrededor de mí, la reacción de mis compañeros de clase: algunos sentían náuseas a causa del fuerte olor del formol, que impregnaba todo el salón de clases; otros estaban atónitos, por la presencia de aquellos difuntos endurecidos. El silencio imperaba en el siniestro ambiente, y todos intentaban contener las emociones y los sentimientos que aquella escena les producía.
Durante el primer año, la grilla de materias estaba casi totalmente cubierta por las clases de Anatomía. Yo me pasaba horas y horas intentando memorizar los nombres de cada arteria, casa nervio, cada músculo del cuerpo. La complejidad de cada estructura impresionaba cada vez más mi mente; sin embargo, yo no sentía el más mínimo placer por convivir con los cadáveres. El formol se me quedaba impregnado en las fosas nasales, y todo parecía que tenía ese mismo olor: mi ropa, mis libros, la comida.
–¿Quiere comer carne? –me preguntaba la cocinera que servía las bandejas de comida en el almuerzo.
Solamente al observar los bifes, sentía náuseas.
–¡Es igual al cadáver! –comentaban los alumnos en el comedor, comparando la carne bovina con los músculos que disecábamos en las clases.
Desde ese momento, comencé a dejar de comer carne.
Apenas sí podía esperar a que llegara el viernes para ir a pasar el fin de semana en mi casa.
–Me parece que no me está gustando Medicina –le comenté a mi padre.
–Pero ¿por qué, hija mía?
–No soporto estar viendo personas muertas todo el día –le respondí.
–Aguanta un poco más. Durante el segundo año, mejora –me respondía él, esperanzado.
Ya en el segundo año, salí del laboratorio de Anatomía para entrar en el de Microbiología. En esta materia, estudiábamos los parásitos, los hongos y las bacterias en láminas.
Al regresar a mi casa, mis padres me preguntaban:
–¿Cómo marcha la carrera?
–Me parece que no me está gustando...
–¿Por qué, hija mía? –me preguntaban mis padres, un poco preocupados.
El año anterior lo había pasado enteramente con difuntos; y ahora con “bichos” muertos. ¿Cómo era posible que estuviese feliz?
–Aguanta un poco más. El tercer año es muy interesante –decía mi padre, convencido de que todo iba a mejorar.
Durante el tercer año, los alumnos comenzaban a ir frecuentemente al hospital. Con nuestros estetoscopios en el cuello y vistiendo ropa blanca, ya comenzábamos a sentirnos “más médicos”. A esa altura de la carrera, los alumnos comienzan a tener los primeros contactos con pacientes “vivos”.
Un hospital universitario funciona como un centro de referencia. Y, como tal, acaba recibiendo los peores casos de la región.
–Dani, ¿cómo está yendo la carrera? –insistía en preguntarme mi padre.
–Creo que no me está gustando...
–Aguanta, que el año que viene todo va a mejorar.
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El tiempo fue pasando, y yo ya estaba entrando en el cuarto año de la facultad: noches enteras sin dormir, estudios y más estudios... y una infinidad de enfermedades y palabras diferentes con las cuales tenía que familiarizarme.
A fin de poder soportar todo eso, finalmente acabé encontrando mis “válvulas de escape”: participaba de todas (o casi todas) las fiestas de la Universidad; aprendí a contemplar la naturaleza en las innumerables cascadas y valles de la región. ¡Hasta participé de una banda de rock integrada solamente por mujeres! ¡Cuántas juergas y peligros pasé durante ese período!
En esa época, ya no vivía más en la casa de los estudiantes japoneses. Érika se había ido, a fin de realizar pasantías. Entonces me fui a vivir en una casa en la que compartía el alquiler con otras tres muchachas. La casa siempre estaba llena de gente, ¡todo era solamente fiesta! Desde temprano por la mañana hasta la noche, siempre estábamos recibiendo las visitas de amigos de otros cursos de la Universidad. Las personas se sentían muy cómodas: siempre había algo para comer, espacio para tomar sol, un atelier de arte en el fondo... ¡Todo era una maravilla! Sin embargo, a pesar de toda la alegría, el tiempo estaba pasando...
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