Jorje H. Zalles - Teoría del conflicto

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"A base de toda mi variada y enriquecedora experiencia, he llegado a la profunda convicción de que una razonable comprensión básica de este campo no debería estar limitada a solo una pequeña banda de académicos o de expertos. Debería, al contrario, convertirse en un elemento esencial de la educación de todo individuo y de la realidad viviente de toda comunidad.No es accidental el creciente interés que se puede observar en el campo del conflicto y su resolución. Todos estamos afectados por conflictos de todo tipo —en el hogar, en el trabajo, en las calles y, en un nivel más macro y más peligroso, entre estados, grupos étnicos, sistemas de creencias y de valores—. Todos estos conflictos amenazan continuamente con destruir nuestro bienestar, e incluso nuestras vidas.De otro lado, un impresionante cuerpo de teoría y de propuestas metodológicas para la intervención de terceras partes ha emergido en el transcurso de las últimas tres décadas para ofrecernos alguna razonable esperanza de que los conflictos —aun los más altamente escalados, violentos y destructivos— pueden ser resueltos.No estamos ante una panacea, ni debemos esperar estarlo. Pero sí contamos con un sensato, cuidadosamente desarrollado y empíricamente probado marco conceptual que proporciona una guía inteligente para el manejo y la eventual resolución de los conflictos, no importa entre quiénes, a causa de qué, o cuán altamente escalados. Bien vale la pena la adquisición de una razonable comprensión básica de este marco conceptual". 
Jorje H. Zalles, de la Introducción del libro «Teoría del conflicto: Orígenes, evolución, manejo y resolución»

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Del otro lado, las funciones “más altas” o más complejas, que operan en la neocorteza superior del cerebro, analizan el evento que ha provocado esa respuesta, que en sicología se describe usualmente como el estímulo , e intenta determinar si uno está frente a “un amigo o un enemigo”, para informar la resolución del clásico dilema de si “enfrentar o huir”.

Cuando la respuesta neural primaria y no diferenciada del sistema límbico se junta con un juicio con mayor contenido analítico, que nos dice que, en efecto, estamos siendo amenazados, o que se está bloqueando la satisfacción de nuestras necesidades o nuestros deseos, con frecuencia desarrollamos ese conjunto de estados emocionales o afectivos que llamamos ira.

La ira tiene efectos físicos que incluyen un incremento del pulso, sudor en las manos, tensión nerviosa perceptible, cambios en las expresiones faciales y una frecuente tendencia a elevar el tono de la voz. La ira también influye en nuestras actitudes, induciéndonos a una mayor voluntad de actuar de manera agresiva contra la persona que provocó esa reacción, que es especialmente relevante en el escalamiento del conflicto.

Otro estado afectivo que con frecuencia está involucrado en el escalamiento de los conflictos es el temor . En el capítulo 2ya se exploró cómo influye el temor en la adopción de una estrategia contenciosa: podemos temer los posibles daños que pudiera causarnos la otra parte, incluidos dolores, físicos o emocionales, u otros tipos de privación (por ejemplo, la pérdida del empleo o una mala nota en clase).

Según lo han demostrado varias investigaciones, una de las cosas que la mayoría de personas más temen es la pérdida de su buena imagen, sea de fuerza, de habilidad o de bondad, 2que también exploramos brevemente en el capítulo 2. La percepción de una amenaza contra nuestra buena imagen, es decir, el temor a pérdida de imagen es en consecuencia una de las fuerzas más poderosas que operan en el escalamiento de conflictos.

El temor provoca algunas reacciones físicas diferentes de las que provoca la ira, incluidas una inyección interna de adrenalina que provoca mayor fuerza física, y una excitación de todo el sistema neural que explica por qué se nos “paran los pelos” (literalmente), y explica también un efecto muy interesante en la circulación de la sangre. ¿Ha visto alguna vez a una persona que “casi se muere del susto”? Si la ha visto, entonces seguramente se fijó que estaba terriblemente pálida. ¿Sabe usted por qué? La respuesta es que el sistema límbico, la porción más primitiva del cerebro humano, responde a una potencial amenaza enviando una porción sustancial de todo el torrente sanguíneo a los pies, para mejorar la capacidad de huida de la persona. La próxima vez que vea a una persona que está más pálida que una hoja de papel, recuerde que, aunque tal vez ni lo sepa, su cerebro la ha preparado para que pueda huir rápidamente. En general, los efectos del temor en nuestras actitudes y nuestro comportamiento tienden a ser similares a los de la ira: también incluyen una mayor voluntad de comportarnos de manera hostil y agresiva, y de castigar a quienes nos han asustado.

Otra realidad sicológica que está involucrada de manera importante en el escalamiento es la voluntad de culpar al otro. Algunos investigadores han constatado que la intensidad de la ira hacia la otra parte puede aumentar de manera significativa cuando se cree que la otra persona actuó con premeditación, estaba consciente de los daños que podría causar, o violó normas aceptadas de comportamiento. 3Cualquiera de estas creencias constituye una base convincente para culpar a la otra persona, tanto por la existencia en sí del conflicto como por su escalamiento, y proporciona incentivos para castigar al otro y para justificar o racionalizar el propio comportamiento contencioso y agresivo, que ayuda al mantenimiento de una buena autoimagen. Como puede verse, las condiciones sicológicas más prevalecientes en el escalamiento del conflicto tienden a reforzarse mutuamente: el temor y un sentido de amenaza pueden reforzar a la ira con gran facilidad; echarle la culpa al otro puede reforzar la ira, el temor y la protección de la propia imagen; y así, sucesivamente.

La agresión y la agresividad

Con mucha frecuencia, la ira, el temor, la defensa de la propia imagen y la tendencia a culpar a la otra parte, que alimentan el escalamiento, también inducen a una o más de las partes a comportarse de manera agresiva. La agresión y la agresividad, que es la tendencia a frecuentes episodios de comportamiento agresivo en diferentes circunstancias, merecen una breve exploración en su propio derecho.

Muchos de los pensadores más influyentes de la tradición intelectual de Occidente, incluidos San Agustín, Macchiavello, Hobbes, Marx, y el fundador de la sicología moderna, Sigmund Freud, han sostenido que nosotros los humanos somos agresivos por impulso natural. Freud sostuvo que hay cuatro impulsos humanos naturales: el hambre, la sed, el impulso sexual y la agresión. 4La esencia de un impulso es que su satisfacción es necesaria , y que su no satisfacción conlleva consecuencias negativas que, en el extremo, amenazan la supervivencia del individuo y de su especie.

Esta noción nunca fue universalmente aceptada, pero recibió su más firme desafío en 1939, cuando cinco sicólogos de la Universidad de Yale, Dollard, Doob, Miller, Mowrer y Sears propusieron una radicalmente nueva teoría de la agresión, que la entiende como una respuesta a la frustración de las necesidades y aspiraciones. 5Es muy claro el contraste entre esta nueva teoría y la anterior: la antigua teoría entiende a la agresión como un impulso natural que necesariamente debe ser satisfecho ; la nueva teoría la entiende, en términos exactamente opuestos, como una respuesta, también natural, pero respuesta a estímulos limitantes externos, que nunca tendría lugar en ausencia de dichos estímulos.

Se esgrimen argumentos razonablemente persuasivos de un lado y del otro de este debate. Aquellos para quienes resulta más convincente la teoría del ‘‘impulso innato” sustentan su creencia señalando la facilidad y frecuencia con la cual casi todos nosotros, para no decir todos, nos ponemos agresivos en algún momento. El principal argumento del otro lado es que, si la agresión fuese, en efecto, un impulso innato que necesita ser satisfecho, entonces cada uno de nosotros tendría que cometer un acto de agresión de tiempo en tiempo, de igual manera que necesitamos comer alimentos o beber líquidos cada cierto tiempo.

Probablemente sea válido afirmar que en este caso, como en el de muchos otros temas, no es posible llegar a una conclusión que esté más allá de duda razonable. No importa cuál de las teorías nos parezca más convincente, no podemos probar su validez. En tal virtud, resulta tal vez más importante, especialmente en el contexto de la teoría del conflicto y su resolución, explorar las implicaciones de creer lo uno o lo otro.

La idea de que la agresión y la agresividad son parte de nuestra naturaleza innata y esencial tiende a dar pábulo a i) la creencia de que son inevitables, y que nada se puede hacer para evitar los propios actos individuales o grupales de agresión, y ii) la creencia de que una persona o un grupo que comete un acto de agresión no es, en último caso, moralmente responsable por las consecuencias que pudieran derivarse. Ambas creencias subyacen afirmaciones como “no lo pude evitar,” o “¿Qué esperabas? Soy solo humano”, detrás de las cuales quienes cometen actos de agresión se escudan con frecuencia ante pedidos de que controlen su agresividad o que asuman la responsabilidad por ella.

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