Huyendo del hambre, cierta familia de judíos que habitaba en Belén migró al país de Moab. Se trataba de Elimelec, su esposa Noemí y sus dos hijos, Majalón y Guilyón. Elimelec murió. Los hijos, casados con mujeres moabitas, perecieron también. Así, las tres mujeres quedaron viudas. Noemí decidió volver a su tierra; en el camino, insistió a Rut y Orfa, sus nueras, que volvieran a sus familias y a su religión, porque el futuro era incierto. Orfa siguió su consejo, pero Rut se mantuvo firme y decidió quedarse con su suegra, diciéndole que solo la muerte podría separarlas: “No me obligues a dejarte yéndome lejos de ti, pues a donde tú vayas, iré yo; y donde tú vivas, viviré yo; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios” (Rut 1,16-17).
Las viudas llegaron a Belén cuando comenzaba la cosecha de la cebada. Noemí tenía en aquel lugar un pariente político importante, llamado Booz. Rut pidió permiso a su suegra para recoger espigas en algún sitio donde el propietario se lo permitiera. Era costumbre que los indigentes recogieran las sobras de las espigas cuando los segadores terminaban su trabajo. Sin saberlo, la nuera moabita fue a espigar justamente en la propiedad de Booz, y trabajó todo el día, sin descansar.
Al enterarse de cuán generosa era Rut con su suegra, Booz comenzó a tratarla muy bien, invitándola a comer a su mesa y permitiéndole espigar sin problema. Noemí recordó entonces que la ley establecía que las viudas podían casarse con el pariente más próximo del marido fallecido, para que tuvieran un hijo de él y pudieran así rescatar su herencia. De esta manera, Rut siguió los consejos de su suegra. Booz hizo las negociaciones, rescató el derecho de otro pariente cercano, cumplió los protocolos y rituales, y se casó con Rut. Dios los bendijo con un hijo: Obed, padre de Jesé y este, a su vez, padre del rey David.
Noemí se hizo cargo de su nieto adoptivo, y las mujeres le decían: “Bendito sea Yahvé, que no ha permitido que un pariente cercano de un difunto faltase a su deber con este, sin conservar su apellido en Israel. Este niño será para ti un consuelo y tu sustento en tus últimos años, pues tiene por madre a tu nuera, que te quiere y vale para ti más que siete hijos” (Rut 4,14-15).

Doblemente pobres son las mujeres
que sufren situaciones de exclusión,
maltrato y violencia…
entre ellas encontramos constantemente
los más admirables gestos
de heroísmo cotidiano en la defensa
y el cuidado de la fragilidad de sus familias.
(Papa Francisco, Evangelii Gaudium 212).
¡Oh Espíritu Divino, Padre de los pobres,
luz de los corazones!
En ti, la fuerza femenina
vence todas las flaquezas.
Concédeme tus dones
para que siga yo el camino
de las mujeres buenas y valerosas,
que se unen solidariamente
en la construcción de la justicia y la paz.
Creo en la fuerza de la unión
que llena el vacío, y hace florecer la vida
en medio del desierto.
Amén.
Mujeres sanadas por Jesús:
Con toda la dignidad
Jesús dejó de lado las leyes sociales y religiosas que marginaban y excluían a las personas, especialmente a las mujeres. Con ellas se mantuvo cercano y en diálogo. Escuchaba sus peticiones y dejaba que lo tocaran; las sanó, las hizo vivir con dignidad y hasta aprendió de ellas. Las incluyó en su movimiento, y muchas de ellas se convirtieron en discípulas suyas.
En particular, Jesús quebrantó las normas y rituales del sistema de pureza. Las mujeres eran consideradas impuras, sobre todo en sus días de menstruación y en la etapa posterior al parto. En tales momentos no podían tocar a las personas ni ciertos objetos.
El evangelio de Marcos (5,21-43) habla de una mujer considerada permanentemente impura, porque padecía un flujo crónico de sangre. Además de la aflicción física, tenía que soportar el sufrimiento social, al verse privada de la convivencia con los demás. Sin poder relacionarse ni tener hijos, estaba condenada a la marginación y a ser vista como una pecadora.
Hacía ya doce años que aquella mujer luchaba por curarse. Había gastado en médicos todo lo que tenía, pero la hemorragia solo empeoraba. Entonces, aprovechando que Jesús se dirigía a casa de Jairo para sanar a su hija, la dismenorreica se le aproximó en medio de la multitud. Su fe en Jesús era tan firme, que tenía esta certeza: le bastaría tocar la orla de su manto. Así, se le acercó por detrás y lo tocó. La hemorragia cesó al instante; la mujer trató de alejarse sin que se dieran cuenta.
Sin embargo, Jesús percibió aquel tacto. Sintió que de él había brotado una energía, de manera que interrumpió su caminata y preguntó quién lo había tocado. La mujer se postró temblando a sus pies, le confesó que había sido ella y le contó su historia. Jesús le dijo entonces: “Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda sana de tu enfermedad”.
Jesús liberaba a las mujeres por completo, dándoles la oportunidad de llevar la cabeza erguida. Así queda constatado en Lucas 13,10-17. Era un sábado, y Jesús enseñaba en una sinagoga cuando vio a una mujer tan encorvada que era incapaz de ver el rostro de las personas. Había vivido ya dieciocho años en esa condición. Jesús la llamó y le dijo: “Mujer, quedas libre de tu mal”. Le impuso las manos y ella se irguió al instante, ¡curada! Después, al discutir con el presidente de la sinagoga que lo criticó por haber realizado la sanación en día de sábado, Jesús se refirió a la mujer como “hija de Abraham”.
Durante la pasión de Jesús, atemorizados, casi todos los discípulos se encerraron en una morada. Sin embargo, varias mujeres lo acompañaron, aunque fuera desde lejos. Algunas de ellas incluso se mantuvieron junto a la cruz, lo mismo que su madre y el apóstol Juan.

La ley humana no debe controlar
la intimidad del ser humano.
(Tomás de Aquino).
¡Oh Jesús misericordioso,
tú eres el camino, la verdad y la vida!
Creo en ti, resucitado, amigo y libertador.
Aléjame del miedo y el conformismo,
quítame el complejo de inferioridad,
ayúdame a cambiar los hábitos insanos,
líbrame de la arrogancia
que disfraza mis inseguridades.
No permitiré que me traten
como el sexo débil,
ni que usen mi cuerpo como un objeto
o resten importancia a mis sentimientos.
Que, como tú, me deje tocar
por quien padece,
que sea yo un instrumento de tu fuerza,
para que tu poder brille en la dignidad
de todo ser humano.
Amén.
Marta y María:
Escuchar la Palabra y actuar
Si unimos las versiones del Evangelio de Jesús difundidas por Lucas (10,38-42) y Juan (11,1-44), nos encontramos con esta hermosa anécdota:
Las hermanas Marta y María, junto con su hermano Lázaro, vivían en Betania, una aldea muy cercana a Jerusalén. Jesús visitaba con frecuencia su casa, donde compartía la amistad, el alimento, el descanso y la consagración al Reino de Dios.
María acostumbraba dejarlo todo para sentarse a los pies de Jesús y escucharlo atentamente. Su actitud era inusitada, en comparación con las tradiciones y las costumbres sociales y religiosas que primaban en aquel tiempo. Jesús, el divino maestro, daba lugar al aprendizaje y el liderazgo de las mujeres. Por su parte, Marta, ama de casa presa de las actividades del hogar, se ahogaba en los detalles. Pero Jesús le abrió el horizonte, mostrándole su capacidad para crecer como persona y como discípula.
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