Entre los métodos que utilizó la entrañable profesora Weber para que su curso se convirtiera realmente en Clases Vivas de Historia Heterodoxa, destacaré aquí las "Excursiones por la historia", "Ejercicios de recuperación física de la memoria" y "Recreaciones heroicas", que ella llamaba "Seminarios Pedagógicos". En el primero de estos seminarios, nos hizo caminar a lo largo de todo el Paseo de la Reforma y anotar en una libreta todas las leyendas de las estatuas que alinean sus aceras. Posteriormente, teníamos que hacer una descripción —apologética o crítica— de cada uno de esos hieráticos próceres que conformaron buena parte del enrevesado siglo xix mexicano.
Los "Ejercicios de recuperación física de la memoria" consistían en recrear física y mentalmente cualquier momento —glorioso u oprobioso— de nuestra historia. Aunque a otros les parecería ridículo, mencionaré que a la "Quinta" nos sedujo particularmente este singular seminario de Miss Weber: revivimos la intensidad de la Decena Trágica, ataviados con trajes más o menos de época, en plena Ciudadela. Es decir, a pesar de que más de un transeúnte nos miró feo, los cinco entusiastas —guiados por nuestra Miss— reprodujimos no sólo el correteo de las balas y el estruendo de las bombas (cada quien hacía sonidos con la boca), sino el intercambio de órdenes, insultos y vivas.
En otro de estos memorables ejercicios, que los norteamericanos llaman reenactments, la Miss Weber nos permitió recuperar físicamente la faena de David Liceaga al toro "Zamorano" realizada en la década de los cuarenta. Por el breve lapso de unas horas, los Viveros de Coyoacán se convirtieron en la antigua Plaza El Toreo de la colonia Condesa y, a pesar de algunos desmañanados aeróbicos que cruzaron el ruedo haciendo sus ejercicios, Bedoya personificó a la perfección la nobleza y bravura de aquel memorable toro, mientras Mendívil se convirtió en Liceaga con todo y banderillas, estoconazo y vuelta al ruedo con oreja y larguísimo rabo. (Vale mencionar que Rebolledo hizo la ambientación del público con sus olés, reproducidos con un inexplicable eco, y que a mí me tocó ser peón de brega, mientras Lozada fungió de monosabio.)
Por último, y en el mismo tono, las "Recreaciones heroicas" del curso de Miss Weber consistían en la resurrección teatral y anímica de los momentos heroicos de nuestra historia de bronce o monumental. Según la entrañable viejecita, al recrear estos "grandes episodios nacionales" estaríamos en mejores condiciones de sopesar su verdadero valor y significado. Así, guiados por su atenta cátedra, los "Cinco fantásticos" recreamos el asesinato de Álvaro Obregón en lo que quedó del restaurante "La Bombilla". Bedoya puso la mesa, mantel y vajilla, por lo tanto, actuó de mesero; Lozada actuó de León Toral y a Rebolledo le tocaron los "balazos". Para no alargar más mis recuerdos, sólo mencionaré que la más célebre de nuestras recreaciones fue la Retoma del Castillo de Chapultepec. Los cinco burócratas con afición vocacional por la historia, le estaremos siempre agradecidos a Miss Weber por la oportunidad de convertirnos —aunque sólo fuera de mentiras y por unas horas— en Niños Héroes de carne y hueso.
Con todo, ¿qué extraño motivo nos movía a seguir en ese curso de la Miss Weber? ¿Qué provecho le podíamos sacar a un calendario de recreaciones Teatrales —cuasi infantiles— un reducido grupo de burócratas, historiadores de afición? Evidentemente, hay cinco diferentes respuestas: para Lozada, toda la aventura con Miss Weber se debió a que, de niños, ninguno de nosotros fue aceptado en los Boy Scouts. Según Rebolledo, todo se explica a través de la teoría del Complejo de Edipo de Freud, mientras que Bedoya nunca ha dejado de insistir en que se trató de un desenfreno más que nos permitió evadir —como debe de ser— nuestras responsabilidades laboral-burocráticas. Coincido con Mendívil en que el curso de Clases Vivas de Historia Heterodoxa de la Miss Weber por lo menos nos sirvió como una loca diversión, que según dice él, "es virtud poco mencionada de la investigación histórica".
He de subrayar que no todo fue pura diversión. Cuando recreamos la batalla de Chapultepec, Bedoya nos sorprendió a todos cuando se aventó del barandal del Castillo —no envuelto, pero sí bien agarrado de la bandera nacional— hacia la verde pendiente del cerro. Asido del lábaro patrio, quizá creyó ganarse una mejor calificación con la Miss Weber o quizá se sintió realmente la reencarnación de Juan Escutia. Lo cierto es que se rompió unos huesos y hasta la fecha se niega a compartir sus impresiones de aquel vuelo.
Martilio Cantera, el Estatuario
Nacido irónicamente en Marfil, Guanajuato, Martilio Cantera es quizá el promotor más entusiasta de nuestra historia monumental, aquella que ha quedado fundida en las estatuas de nuestros paisajes urbanos, misma que se ha colado hasta las entrañas de nuestros sentimientos cívicos. Desde los primeros años de su juventud, Martilio Cantera decidió que su vocación sería la de historiador, pero no a secas, sino historiador monumental, cronista de las estatuas, tallador intelectual de las formas y figuras que nos han dado patria.
Descendiente de arrieros esforzados, Martilio goza de una corpulencia poco común: torso minero, hombros soviéticos, bíceps de interés social, tríceps con agua caliente y estacionamiento para dos coches, cuello americano, tipo acerero de Pittsburgh... en fin, musculatura olímpica. A esto habrá que agregar sus facciones de litografía bélica, tez de calendario de taller de hojalatería, mirada felina, inexplicablemente clara, y una cabellera digna de una fábrica de brochas y pinceles. ¡Ah: los pies!, como dos canoas de bronce, con dedos perfectos y uñas impecables.
Lo conocí en la Preparatoria de Guanajuato cuando apenas iniciaba sus alardes estatuarios. Lejos de pasar las tardes en la biblioteca, Martilio posaba en el cerro del Pípila, imitando al ídem, debidamente ataviado, horas y horas sin cambiar de postura. Decían que la piedra que traía sobre sus espaldas no pesaba lo que aparentaba y decían que tanta hora desaprovechada sólo se podía deber a un desorden mental. Lo cierto es que algunos empezamos a notar en Martilio ya no sólo una declaración divagante de principios, sino la auténtica formulación de una teoría histórica. Desde entonces se le quedó el apodo de El Estatuario y se volvió referencia recurrente en toda tertulia cantarle, en broma, aquello de "A las estatuas de Marfil, una, dos y tres, así. El que se mueva baila el twist".
En efecto, Martilio Cantera —días antes de ser expulsado para siempre del sistema escolar guanajuatense— lanzó un breve pero intenso discurso en plena aula magna de la prepa en donde enfatizó su pasión por las estatuas. Decía que "el tiempo es inmóvil" y que los hechos de los hombres son hechos incólumes y que "el verdadero heroísmo sólo lo traduce y entiende la piedra". Fue por aquellos días que, para celebrar su expulsión, se aventó tres días inmóvil, vestido de Miguel de Cervantes Saavedra a las afueras de la Alhóndiga de Granaditas. (Los funcionarios de la XXXVII Muestra Cervantina lo tuvieron que consignar ante las autoridades municipales.)
En la cantina de Chencho, escuché la despedida de Martilio Cantera. Decía, con los ojos más brillosos que nunca, que se iría a la Ciudad de México, "urbe donde todavía le tienen respeto a las estatuas, y además, abundan. De ahí a París y ya verán quién es Martilio Cantera". Los allí presentes alzamos la copa en señal de despedida, convencidos de que nunca más oiríamos hablar de El Estatuario.
Sin embargo, hay quienes lo vieron —diez días seguidos— vestido de Cura Hidalgo y parado en el entronque que lleva al Santuario de Atotonilco, entre Dolores Hidalgo y San Miguel de Allende, inmóvil, hierático y monumental con un colorido estandarte guadalupano. Hay otros testigos que aseguran haberlo visto, inmóvil, con patillas y lujosamente uniformado en la esquina de la casa de Ignacio Allende en el centro de San Miguel. Dicen que su pose monumental sirvió para que más de un turista norteamericano se fotografiara con él y que, a la manera de un guardia inglés, Martilio ni chistaba.
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