Jorge F. Hernández - Espejo de historias y otros reflejos

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Estas páginas guardan cuentínimos que pretendían divertir al lector dominical de periódicos, aunque Gabriel Zaid los elogiara como fábulas que, al desmitificar a la historia y a los historiadores, podrían servir como útil argumento contra la infinidad de pretenciosos que creen saberlo todo e injustos que siempre tienen que tener la razón. Fueron escritos para lectura efímera, aunque me consta que no pocos familiares, muchos amigos, un buen número de desconocidos y por lo menos dos taxistas recortaban estos artículos con el afán de conservarlos. Con eso y a sugerencia de Carlos Monsiváis, Espejo de historias queda ahora en forma de libro junto con otros reflejos donde intenté seguir la conjugación entre la supuesta objetividad de la realidad con la encantadora subjetividad de los sueños.
Jorge F. Hernández

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Jorge F. Hernández

Espejo de historias y otros reflejos

E1 Ediciones

Para Aura, Santiago, Sebastián y todos los que me ayudaron a confirmar que las sombras amanecen.

El mundo es una mancha en el espejo.

David Huerta

Os entrego este librito no como

un lente para ver a los demás,

sino como un espejo.

Georg Christoph Lichtenberg

Pátina

Espejo de historias apareció en forma semanal —y luego, ocasionalmente— en el suplemento cultural El Ángel del periódico Reforma, de noviembre de 1993 a abril de 1996. Durante ese tiempo tuve la oportunidad de convivir y aprender de Christopher Domínguez Michael, Sergio González Rodríguez, Gerardo Kleinburg, Fernando de Ita y Andrés Ruiz, un grupo lúcido, pensante y polifacético. También agradezco la amistad de Rosa María Villarreal, Dinorah Basáñez, Lázaro Ríos, Ramón Alberto Garza y de todo el equipo que diseñaba, armaba y apoyaba los vuelos de El Ángel. En particular, a Alejandro Rosas que con su Relicario de historias ha dado continuidad magnificada al Cajón de historiador que también publiqué en Reforma de 1994 a 1996.

Los otros reflejos son un puñado de artículos que tuve el honor de publicar en el entrañable periódico El País, en su edición mexicana de junio de 1996 a febrero de 1997. Desde que llegaba a México —impreso en finísimos papeles como piel de cebolla—, los años que he vivido en Madrid con un ejemplar diario bajo el brazo, hasta el día de hoy —que llega puntualmente a la puerta de mi casa— El País es un magnífico mirador de los diferentes rostros del mundo y de los diversos paisajes de uno mismo.

Marco

Entre Clío y la loca de la casa, entre el pasado y el deseo, entre lo que soñamos y lo que vivimos, se debate no sólo el oficio de historiar sino también el placer de novelar. Quien contrae el silencioso gusto de la lectura no puede evitar que la historiografía suscite el acompañamiento instantáneo de lo imaginario y que las grandes novelas se vuelvan pasajes inolvidables de nuestra memoria personal. Entre la memoria colectiva —que se puede convertir en civismo institucional o palpitación cultural— y la memoria personal —que puede tener vigencia evidente o convertirse en mitología familiar— está el álgebra secreta de la lectura.

A veces leemos como si recordásemos textualmente a Mesopotamia o como si hubiésemos conocido al Quijote en persona. A veces recordamos párrafos íntegros de novelistas esenciales y creemos recordar puntualmente tramas verídicas o inventadas, de libros de historia o novelas ejemplares. También hay lecturas de paisajes conocidos que recorremos como si viajáramos a un país ignoto y personajes en párrafo que jamás imaginábamos que existían. Igual pasa con las lecturas al paso de los años que nos descubren que el desenlace de una trama no es como lo recordábamos o que las circunstancias de una batalla no fueron las que nos enseñaron en la escuela.

Inoculado con el mal de lectura, uno va conformando una torre de papel. El lector construye una Babel de párrafos, políglota e inacabable, como si fuese un cómodo refugio para escaparse del mundo cuando en realidad es el comprometido mirador para observarlo mejor. Desde su torre, Quevedo conversaba con los difuntos y escuchaba con su mirada a los muertos, pero también poblaba los desiertos, se reía de los serios y despertaba a los sueños de su poético letargo. Desde su torre, Michel de Montaigne abandonaba el bullicio de las plazas públicas para cabalgar por todo el mundo conocido a través de la montura incansable de sus ensayos. Desde su torre morada en San José de Gracia, Michoacán, Luis González nos ha revelado la monumentalidad de lo minúsculo, la trascendencia de lo efímero y que el pasado es impredecible.

Quizá encerrarse en los libros sea en realidad abrirse al mundo y montarse en las nubes de una torre de papel sea en verdad aterrizar cualquier andanza. El lector que profesa la detallada observación de los demás, como si se asomara constantemente a una ventana, en realidad está observándose a sí mismo con el mismo escrutinio con el que se mira al espejo. Quizá la conciencia esté diseñada en la forma de un libro y el paraíso sea de veras una biblioteca, como lo quiso Borges. Cada lector arma con el tiempo y con la lectura su particular refugio y observatorio, como si cualquier espacio destinado a convertirse en biblioteca fuera una forma de cifrar el universo de nuestras ideas y el páramo de nuestra imaginación. Como afirma Fernando Savater, nuestra biblioteca "es como la farmacia de un viejo alquimista, donde pueden buscarse analgésicos y afrodisiacos, tónicos y conjuros diabólicos, visiones de gloria o pesadilla y la seca agudeza descarnada que desvela lo real".

Lo inabarcable y lo infinito caben sobre el espacio de una página. Sobre un interminable campo blanco una multitud de letras pueblan la mancha tipográfica que se descifra con palabras que son nombres, que señalan lugares y revelan sentimientos. Sobre una cuadrícula vertical que ennoblece a la madera, los libros pueblan los estantes con un juego policromado que los convierte en ventanas de lectura, prolongación de la imaginación, imitación de la vida, o incluso, su superación. Dueño de las páginas que congela en su memoria, el lector se vuelve el capitán Nemo al sumergirse en los inventos de cualquier novela y el Almirante de la Mar Océano a la conquista de todos los mares del pasado.

La literatura hace palpable a la imaginación: a riesgo de correr la suerte de Alonso Quijano, el lector alarga los días con cada noche que acompaña a Scherezade. Quizá porque, como dijo Pessoa, "la realidad no basta". La historiografía hace presente al pasado: a riesgo de no enterarse de alguna vicisitud actual o de alguna de las muchas trivialidades cotidianas, el lector resucita los gritos de la Conquista de México y el bullicio que en algún momento se escuchó sobre los prados de Waterloo. Quizá porque la actualidad no se explica por sí sola o porque también en esto "la realidad no basta". Imaginamos novelas porque queremos transformar al mundo como lo conocemos. Historiamos nuestra memoria porque queremos conocer al mundo como ya no es. Si la literatura es, como afirma Georges Bataille, "la infancia al fin recuperada", la historia sería la posible resurrección de la adolescencia en donde la prolongación de la imaginación infantil e ilimitada se combina con la sed insaciable por conocer y cortejar lo memorable. Enamorar a Clío con el amor incondicional del viajero sin fronteras, sabiendo que Mnemósina es inalcanzable.

Entre el ensueño y la realidad, parecería que el lector se evade en la quietud de sus páginas cuando en realidad está ante el estanque de papel que refleja y refracta su mirada. Más allá de las actas de nacimiento, carnets de identidad, calificaciones escolares, pasaportes de viajero, cuentas hipotecarias, finanzas consuetudinarias, recados secretos, decretos públicos, directorios y currícula... somos de papel. Frágiles como la hoja de un poemario, convencidos como cualquiera de las delgadas páginas de la Biblia, absortos como páginas de una crónica histórica y azorados como los párrafos de algún cuaderno de viajes. Somos lo que nos leyeron, lo que hemos leído y lo que leeremos. Somos leídos a diario como quien se recuerda nítidamente proyectado en un sueño o como si se disipara el vapor que acompaña al agua de todas las mañanas.

Somos de papel al leer leyéndonos, al recordar evocándonos, al resucitar a cada autor y cada personaje como si cada que se leyera La Ilíada parpadeara un ciego ante el Mediterráneo, como si cada que se leyera a Bernal Díaz del Castillo relinchara alguno de los anónimos caballos que llegaron por vez primera a América, como si al leer a Shakespeare reconstruyésemos el instante exacto en que se le ocurrió redactar una mirada de amor imposible. Desde que se inscribieron los Mandamientos en piedra, creemos en tanto esté escrito, creemos en tanto que se lea. También soñamos, y todo imposible se vuelve realizable en tanto queda impreso en papel y en nuestra vida, sobre la geografía de la mancha tipográfica y en el universo de nuestra propia imaginación. Somos de papel en cada libro y en la inevitable propensión a leer y recortar periódicos, en la filiación diaria o semanal que establecemos con escritores admirados y memorables que engrandecen la función de los periódicos, más allá de su finalidad informativa.

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