Jorge F. Hernández - Espejo de historias y otros reflejos

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Estas páginas guardan cuentínimos que pretendían divertir al lector dominical de periódicos, aunque Gabriel Zaid los elogiara como fábulas que, al desmitificar a la historia y a los historiadores, podrían servir como útil argumento contra la infinidad de pretenciosos que creen saberlo todo e injustos que siempre tienen que tener la razón. Fueron escritos para lectura efímera, aunque me consta que no pocos familiares, muchos amigos, un buen número de desconocidos y por lo menos dos taxistas recortaban estos artículos con el afán de conservarlos. Con eso y a sugerencia de Carlos Monsiváis, Espejo de historias queda ahora en forma de libro junto con otros reflejos donde intenté seguir la conjugación entre la supuesta objetividad de la realidad con la encantadora subjetividad de los sueños.
Jorge F. Hernández

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El aeróstato de Epigmenio Bedoya es imaginación sin sentido publicitario, creatividad sin afanes científicos y oficio de historiar. Sus viajes hacia el pretérito de nuestras alturas equilibran el inmenso peso de nuestro pasado con una graciosa levitación: la invención que comulga con la memoria, en donde la levedad se entiende como fineza y nunca como venialidad. Bedoya se inventa y recorre las calles de una ciudad siempre cambiante, levita, por sus pasados y conoce sus distintas caras como un raro observador absorto en la maravilla y el azoro de esta irrealidad navegable.

El laboratorio de Rosendo Rebolledo

En un lúgubre sótano del corazón de la ciudad más grande del mundo se oculta el laboratorio fantástico del doctor Rosendo Rebolledo. Aunque pocos pue den acceder a las fantasías que emanan de este amplio centro de experimentación, tengo para mí que se trata de un verdadero patrimonio de nuestra historia, baluarte de nuestra crónica y medidor inigualable de nuestras respectivas cronologías.

El curriculum fantasmal del doctor Rebolledo incluye un trienio de estudios preparatorianos en el Colegio de San Ildefonso y ocho años —literalmente, profesionales, pues reprobó cuatro veces anatomía y sólo con mordidas aprobó neurofisiología— en la Antigua Escuela de Medicina. El verdadero perfil que caracteriza a Rebolledo es que se trata de un auténtico habitante de lo que ahora llaman el Centro Histórico: Rosendo Rebolledo nació, creció, estudió y ha pasado todas sus vidas sin salir del Centro de la Ciudad de México. Salvo algunas escapadas a Tacubaya, un memorable pic-nic en San Ángel en 1942 y el inolvidable paseo a Xochimilco en 1962, Rebolledo no ha salido de ese mágico perímetro que reúne todos los sabores y poderes de México.

Sin embargo, Rebolledo conoce todos los confines del país y, más aún, tiene las suficientes pócimas en su laboratorio para asegurar que también conoce todas nuestras épocas, cualquier pretérito y todo hecho histórico. Su secreto es orgánico y científico, se desenvuelve entre matraces y tubos de ensayo y sólo será perceptible para algún visitante ocasional. A falta de recorridos geográficos, el doctor Rebolledo ha exagerado sus conocimientos geológicos; intercambio de paisajes y de cerros por frascos de creolita y manganeso. Tiene frascos con jugo de magueyes jaliscienses y tunas de San Luis Potosí que, combinadas con sus propias recetas rebollescas, le han permitido no sólo conocer esas comarcas, sino incluso vivir momentos culminantes de su historia.

Me explico: Rebolledo es uno más de los historiadores sin cartera y sin título que considera la aventura de los recorridos por el pasado como una de las formas más sublimes de la experimentación psicotrópica. Aunque discípulo de Hipócrates y poseedor de su título de galeno operario, el gran Rosendo lleva ya más de treinta años combinando peyote con jugos de tuna y cáscaras de guayaba con jarabes de chía, brebajes que le han permitido no sólo presenciar en vivo la entrada de Miguel Hidalgo a Guadalajara, sino incluso conversar con Francisco I. Madero en la cárcel de San Luis Potosí.

La mayoría de los frascos que se encuentran en su laboratorio fantástico son en realidad alimento y combustible para el conocimiento y vivencia de la Ciudad de México. En grandes garrafones color ámbar —que alguna vez fueron recipientes de la afamada marca homeopática Similia— el doctor Rosendo Rebolledo almacena desde limaduras de tezontle hasta raspaduras de cal y concreto —que él mismo ha raspado con su navajita de los afamados muros del centro de la ciudad. En unas inmensas cajas de madera —también homeopática— Rebolledo tiene un buen arsenal de varilla oxidada, aluminio moderno, cristales de colores, pedazos de semáforo (recogidos luego de choques automovilísticos en calles céntricas) y hasta confetis de desfiles célebres.

Las combinaciones de piedras con frutas, hongos con cal, minerales de diccionario con verduras de mercado, son cuidadosamente calculadas por este Doctor de los tiempos, de manera que al invitado se le ofrecen licuados o cocteles según su inquietud histórica: chocolate prehispánico, champurrado virreinal, licores independentistas, aguardientes liberales, infusiones conservadoras, humos imperiales o tequilas revolucionarios. El invitado pasa entonces a ocupar alguno de los espaciosos sillones y, a ojos cerrados y sin desplazarse, literalmente viajar por los pasados de México.

Aunque no se pueden revelar las recetas de Rebolledo, valga mencionar que con una combinación de menta, manzanilla y raspaduras de la fachada de la antigua Cámara de Diputados de la calle Donceles, Rebolledo logró aparecer en una de las fotos de paseo de don Porfirio Díaz. En otro viaje, Rebolledo combinó tezontle raspado del antiguo Palacio de Heras y Soto, de la actual calle de Chile, con hierbas que le trajeron de Guanajuato, y sólo así pudo presenciar la entrada triunfal dé Agustín de Iturbide a la Ciudad de México, el 27 de septiembre de 1821, aunque para él siguió siendo el 2 de marzo de 1984.

Viajes sin duración fija, con destinos que llegan a precisarse casi al instante deseado, los brebajes de Rosendo Rebolledo son una más de las confirmaciones de las bellezas de la musa Clío. Lejos de la pretensión y el acartonamiento, el oficio de historiar ofrece viajes ilimitados y sus circunstancias, aunque registrables y narrables, son alimento ideal de la imaginación y del ensueño. Ante el laboratorio secreto del doctor Rosendo Rebolledo nos queda la prohibida tentación de rascar los muros de nuestro pasado, confeccionar recetas de viaje al pretérito, combinando historias y biografías, como sólo se encuentra en el paralelo placer de la lectura.

Sueño de un sueco en México

De entre los mágicos libros que se encuentran en el laboratorio del doctor Rosendo Rebolledo, me permito transcribir en forma íntegra una nota insertada entre las páginas 346 y 347 del manoseado volumen "Suecia: sueño de los vikingos". Esta nota manuscrita por el doctor Rebolledo reafirma la universalidad de sus intereses científico-culturales y confirma el inagotable encanto de su laboratorio.

"Conocí a Ingemar Olaf Larsson ante una aromática penca de carne al pastor en una taquería de la calle Motolinía. Me sorprendió su tez transparente y el deslumbrante color rubio-blanco de su larga cabellera, pero despertó mi azoro la mirada devota —y perdida— con la que miraba girar la carne que acariciaba al fogón. Supongo que sintió mi interés y en perfecto castellano me dijo: 'No es que tenga mucha hambre. Sucede que me embelesan todos los tipos de giros, y más, si son ante el fuego...'.

"Sentí que por metiche me esperaba una larga perorata sobre danzas rituales ante fogatas y que el rubio era antropológico. Sin embargo, luego del obligado gesto de pagar la primera ronda de tacos, descubrí una verdadera revelación fantástica. Ingemar Olaf Larsson me contó el giro supremo de su vida: abandonar climas y prosperidades nórdicas por el solo afán de una aventura en México. Su embeleso por estas tierras comenzó con unos cursos de español, unas fotografías de las pirámides y un video que mostraba la historia de las corridas de toros en México.

"Pronto, su inclinación por convertir a México en un sueño o utopía lo llevó a configurar su mítica gira: voló a Nueva York, bajó en autobús a Texas y cruzó la frontera caminando. Llegó a esta antigua Ciudad de los Palacios con un ejemplar de la gira tarahumara de Antonin Artaud, una edición en inglés de Bajo el volcán de Lowry y una postal de Jorge Luis Borges fotografiado en Teotihuacán. A este bagaje hay que agregar dos pantalones, un espejo y el dominio —ya sin acento— de nuestro idioma.

"Habíamos terminado de comer cuando me invitó a caminar hacia la Alameda. Sobre la ya famosa calle de Cinco de Mayo me sorprendió su conocimiento de edificios, estilos y épocas que se alinean sobre esas aceras. Cruzamos la explanada de Bellas Artes y a espaldas del monumento a Beethoven —con el consiguiente rumoreo que suscita el merolico que siempre se encuentra por allí— prosiguió su retahíla de asombros y admiraciones. Lo común sería que dijera que me asombraba su amor por México con el clásico sólo los extranjeros aprecian sus bellezas... Sin embargo, no fue asombro, sino miedo lo que me provocaron sus palabras. Hablaba desde la palidez de un semblante casi inexistente y sus palabras, aunque sin acento, parecían emanar de la boca de un personaje más que de labios de una persona.

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