Jorge F. Hernández - Espejo de historias y otros reflejos

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Estas páginas guardan cuentínimos que pretendían divertir al lector dominical de periódicos, aunque Gabriel Zaid los elogiara como fábulas que, al desmitificar a la historia y a los historiadores, podrían servir como útil argumento contra la infinidad de pretenciosos que creen saberlo todo e injustos que siempre tienen que tener la razón. Fueron escritos para lectura efímera, aunque me consta que no pocos familiares, muchos amigos, un buen número de desconocidos y por lo menos dos taxistas recortaban estos artículos con el afán de conservarlos. Con eso y a sugerencia de Carlos Monsiváis, Espejo de historias queda ahora en forma de libro junto con otros reflejos donde intenté seguir la conjugación entre la supuesta objetividad de la realidad con la encantadora subjetividad de los sueños.
Jorge F. Hernández

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Creí que me abandonaría en esa época con claras intenciones musicales, mas la aventura que me preparaba Patrimonio era de otro tono. Al doblar por Donceles y llegar a la calle de Argentina, a la altura de lo que ahora ocupa el Museo del Templo Mayor, descubrí que ya era otra época, otros trajes y sonidos. Patrimonio paró entonces su taxi, me abrió la puerta con cortesía y con un leve guiño, que me señalaba hacia San Ildefonso, me dijo que allí mismo me esperaría.

Guiado por un desconocido propósito me encontré de pronto en el centro del salón conocido como El Generalito, rodeado de los que ahora son mis maestros aunque aquí los veía con mucho menos años. En las adornadas butacas de madera se instalaban distintos autores, historiadores y escritores en perfecta revoltura de épocas y de idiomas. Michel de Montaigne al lado de Ramón Iglesia, Alfonso Reyes que se acercaba a escuchar a Samuel Johnson, Marc Bloch y Diderot se reían de un comentario de Heródoto y éste tomaba del brazo a quien reconocí al instante como Lucas Alamán.

Con la emoción que me provocaba mi azoro, quise preguntarle al joven que se sentaba a mi lado (que ahora he leído y releído con frecuencia), si todo aquello era realidad palpable o ilusión etílica, ¿cada cuándo se juntan?, ¿son clases o tertulias?, ¿hay examen?... pero adivinando mi inquietud, mi ahora maestro me susurró: "Que no te sorprenda, pero esta reunión es infinita. Aquí vienes, ves y escuchas cuanto leas y recuerdes. Esta es el aula de la memoria, jardín de Clío, refractario de Cronos, vasija de todo saber y cátedra sin calificación".

Una hora después, recuerdo una campanada, cuando sentí el mismo e inexplicable propósito de regresar al taxi de Patrimonio. Con una sonrisa, que merece el adjetivo de deslumbrante, Patrimonio Balvanera me esperaba vestido áhora de impecable chaqué y, una vez que me cerró la puerta, acelerando la mágica nave del irónico olvido, me reiteró la posibilidad de más y más viajes a las reuniones de El Generalito con la conclusión de su cátedra: "La clave que necesitas está en que recorras los pasados en tanto recorras los espacios y que camines todos los espacios en tanto reconozcas, leas o conozcas, todos los tiempos posibles".

Me dieron ganas de preguntarle más detalles a Patrimonio Balvanera cuando observé que paraba en la misma esquina donde arrancó nuestro recorrido. Con el mismo guiño que me había lanzado anteriormente, me abrió la puerta y se despidió al desvanecerse entre humos. Ante el vacío que dejó el taxi desaparecido, mi mirada quedó fija en el reloj otomano de la esquina de Carranza y Bolívar, que marcaba las seis en punto con la implacable fidelidad de siempre.

Severiano en Coyoacán

Someday I'll have a disappearing hairline

Someday I'll wear pyjamas in the daytime

"Afternoons and coffeespoons"

Crash Test Dummies

A Severiano le colocan una sillita en el centro del jardín de una vieja casa en Coyoacán. Haga sol o sombra, Severiano ya no levanta sus manos de las rodillas, levanta su frente y recuerda una trayectoria que cumple ochenta y nueve años el mes que entra. Licenciado en Derecho, aunque él insista en llamarle Jurisprudencia, Severiano dedicó su vida al oficio de historiar.

Muy a su pesar, ningún miembro de la familia lo ha llamado historiador. Al contrario, desde hace ya varios lustros sólo se refieren a él como Severiano, sin don ni abuelito, de tú y sin cortesías. Sin embargo, todos los días desde su silla Severiano realiza gesticulaciones y mutaciones que lo hacen el más raro ejemplar del gremio de los historiadores. Sucede que en su cara lleva impresas las huellas de todas las épocas de nuestra historia: ralo bigote prehispánico —a a la usanza del tío Bernardino del Beato Juan Diego—; ceja derecha con cortada virreinal —como si fuera un hierro de sometimiento colonial—; mirada independentista, con mentón liberal; cierto rubor conservador y nariz de águila soberana —como la defensora de la Patria. De lado, hay mañanas en que se le ve un perfil porfiriano —como si se despidiera desde el Ypiranga en Veracruz— que se puede tornar —según el ángulo del sol— en silueta revolucionaria, digna de aparecer en algún mural de nuestros edificios públicos.

Su labor como historiador estuvo siempre a la sombra de sus labores en el despacho de abogados Medina-Murillo-Cifuentes y Veragua, lúgubre caverna leguleya desde donde Severiano se especializó en la redacción de actas y testamentos, en la constante relectura de códigos y constituciones de empresas y en la obligación semanal de atestiguar embargos, citatorios y matrimonios. De aquí que las horas que lograba dedicar a la investigación histórica no sólo fueran desdeñadas por su familia, sino incluso tipificadas como "desperdicio mental".

A lo anterior habrá que agregar que Severiano nunca tuvo tiempo de formalizar académicamente su verdadera vocación. Además de que le producía una pereza infinita tener que cuadricular con créditos y horas de clase la efervescente emoción que le producían las tardes en el Archivo General de la Nación. Por otro lado, Severiano descubrió desde muy temprana edad que sus mutaciones faciales se producían con mayor facilidad ante la lectura o conversación de temas históricos. Sus gestos se aceleraban con solo hojear México a través de los siglos y con la obra de Lucas Alamán era capaz de cambiar de pigmentación. Enfrentarse a ocho semestres de explicaciones y burlas de parte de maestros o compañeros, le resultaba francamente inaceptable.

Tengo la fortuna de conocer a este Zelig mexicano y, mientras que su familia insiste en que su don es materia para algún cirujano plástico, he procurado visitarlo por lo menos dos veces a la semana. Ante mis propios ojos he visto como su rostro —al hablar de Porfirio Díaz— se transforma de una filiación oaxaqueña y morena hacia una faz europea, blanqueada y con luengos bigotes. En el breve lapso de unas horas, al releerle unos párrafos de La sucesión presidencial de 1910, el rostro de Severiano se encogió y rejuveneció con todo y barbita de candado.

Hace unos meses hice el experimento de leerle a Severiano, en una misma mañana, párrafos selectos y alternados de dos excelentes biografías de Hernán Cortés y Nezahualcóyotl escritas por mi querido maestro José Luis Martínez. Valga como elogio agradecido al autor, que Severiano no sólo pasaba de las barbas y el castellano, que lo hacían don Hernán, al antiguo rostro casi lampiño del Rey-Poeta, sino que además tuvo a bien comentar un sinfín de circunstancias y datos que complementaban mi lectura de esos libros.

Las mañanas con Severiano me han permitido conocer en persona los gestos —que yo creía hoscos y altaneros— de Antonio López de Santa Anna y me han conferido el privilegio de platicar con Bernal Díaz del Castillo, como joven soldado y como viejo memorioso, ¡en un mismo día! Incluso, he probado si la memoria de Severiano es internacional y, una mañana que preparaba un artículo sobre el fascismo europeo, este genial coyoacanense me divirtió con las ridículas gesticulaciones de Benito el Duce, los grotescos movimientos de bigotito y fleco del deleznable Führer y la voz tipluda casi inconcebible del Caudillo Franco.

Además del gran valor historiográfico que he obtenido con las enseñanzas de Severiano, he de informar que también domina la literatura. Así, hay mañanas en que lo he visto encanecer y filosofar como Alonso Quijano el Bueno y me consta que Sancho Panza no era tan gordo como lo pintó Gustave Doré. De este tipo de pláticas, la mejor mirada que se le pone a Severiano es cuando hemos releído juntos a Marcel Proust, ojos a media asta, gomina en el pelo, etcétera.

En el Prefacio a sus Vidas Imaginarias, Marcel Schwob ataca a los historiadores que desdeñan a los individuos a cambio de enfatizar las acciones generales, subrayar procesos colectivos o ensalzar movimientos impersonales. Schwob menciona que los razonamientos del filósofo Pascal en torno a si la longitud de la nariz de Cleopatra —o las arenillas en la uretra de Cromwell— hubieran influido en el curso de la historia son "hechos individuales (que) no tienen más valor sino porque modificaron los acontecimientos o porque hubieran podido cambiar su ilación". El extraño caso de Severiano en Coyoacán, la extravagante rareza de sus mutaciones histórico-faciales, me han llevado a reconocer la importancia significativa de las biografías dentro de las crónicas; gestos, ánimos y humores se me han vuelto igual de importantes que los números de las cuentas económicas o los anónimos desencantos de la política.

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