Ante nuestro azoro y expectación, el maestro Suárez abandonaba la tarima magisterial, se acomodaba en cualquiera de las bancas estudiantiles y sólo intervenía ocasionalmente para hacerle preguntas al personaje en turno. Recuerdo que Rebolledo le llegó a decir que debería hacer públicas sus habilidades resurrectivas, a lo que el maestro Suárez respondió con un simple "Ve y diles. Nadie te lo creerá". De manera que durante dos semestres, y a tres veces por semana, los afortunados alumnos del Benemérito Suárez tuvimos la envidiable oportunidad de entrevistar personalmente a Francisco Cervantes de Salazar, llenito Díaz de Gamarra, fray Bernardino de Sahagún y al propio Benito Juárez. De la asistencia de este último mencionaré que su aspecto era realmente diferente a lo que muestran las estatuas y las estampitas de papelería y que sus comentarios —en plena aula— cambiaron radicalmente la imagen que tenían muchos alumnos de él.
Muchos años antes de que las computadoras profesaran una educación "interactiva", el maestro Suárez brindó a sus alumnos la sabrosa oportunidad de dialogar en persona con los hombres y mujeres de nuestra historia que sólo conocíamos como villanos irredimibles o héroes insoslayables. El Otro Benemérito los bajaba de sus pedestales e incluso a algunos les hablaba de tú y con confianza. Ya no eran ni siervos de la Nación ni Padres de la Patria, Niños Héroes o Epónimos intachables; se volvieron personas con nombres propios, tan cercanos como José María, Miguel, Juan o Josefa. De hecho no todos los invitados del maestro Suárez fueron célebres: nos presentó a una monja novohispana del siglo xvii que no escribió ni una sola línea en su vida, pero que nos reveló infinidad de detalles culinarios y espirituales de su vida conventual que nos fueron más útiles de lo que esperábamos. Lo mismo pasó con un minero guanajuatense del siglo xviii y un anónimo soldado de principios del siglo xix: nos relataron los hechos pero con climas, las batallas con todo y miedos, los proyectos con prejuicios e ignorancias.
Algunos alumnos —entre ellos el mentado Rebolledo— le llegaron a pedir al maestro Suárez que formara tertulias, en vez de invitar a un solo personaje del pasado. Querían juntar a Bernal Díaz del Castillo con algún azteca octogenario para confirmar o desmentir lo de "Historia Verdadera", pero el maestro Suárez confesó que sólo tenía el secreto para invitar personajes o convocar a los muertos de uno en uno.
Posteriormente, y también a petición de Rebolledo, el Benemérito Suárez nos sacó del aula e inició un programa integral de convivencia con los pasados: su habilidad resucitadora también se manifestaba en las calles y en cualquier edificio de la Ciudad de México. Lo único que nos exigió para estos paseos era que lleváramos trajes o abrigos, capas o gabardinas que ayudaran a disfrazar al invitado en turno, para evitar engorrosas explicaciones con policías o directores de museos. Así, caminamos en pleno Zócalo con el Virrey Revillagigedo enfundado en un elegante traje Macazaga (que le prestó Rebolledo) y desayunamos con Pedro de Alvarado —de suéter (o jersey), pantalón de mezclilla y botas Siete Leguas—en la terraza del Hotel Majestic. Si queríamos verlos vestidos a su respectiva usanza, teníamos que encerrarnos en el aula, pero si queríamos escuchar in situ sus testimonios y memorias nos cooperábamos para el ajuar. Nunca olvidaré la cara de un dependiente de cierta tienda de ropa cuando le llevamos a Cuitláhuac para que nos lo vistiera: seguramente pensó que hacíamos una obra de caridad.
Al acercarse el final de nuestro curso de Historiografía Mexicana le sugerimos al maestro Suárez que nos impartiera Historiografía Mundial I y II, incluso Teoría y Método de la Historia, para no interrumpir nuestro delirio. Sin embargo, el maestro Benemérito tenía otros planes: nos dijo que pensaba viajar por todo México con Alexander von Humboldt para llevarlo a conocer el estado actual del mismo país que recorrió el alemán hace más de un siglo. A pesar de nuestra insistencia, el maestro Benito Suárez llegó al final del curso con una determinada resignación de clausurar nuestros encuentros con el pasado a través de sus magias. Hizo dos exámenes escritos y un examen oral, calificó con un rigor inusitado y nos felicitó, ya que no hubo reprobados.
Con todo, la despedida del maestro Benemérito no fue triste. Nos exhortó a que buscáramos en lectura o en reflexión, viajes por el país y el mundo, o caminatas por calles y visitas a los edificios antiguos la manera personal de convivir con los pasados. A manera de graduación nos invitó a Palacio Nacional y al pie de la escalinata del patio central nos presentó al maestro Miguel Ángel, "amigo de muchos años que continuará su formación de historiadores". Regordete y de muy baja estatura, el maestro Miguel Ángel inclinó la cabeza como juglar medieval o mimo coyoacanense y con un leve gesto imprimió movimiento, sonido, ruido, estruendo y barullo al mural de Diego Rivera que allí se encuentra.
Los doce atónitos alumnos veíamos con sorpresa y gusto una nueva aventura de nuestra vocación: ahora hablaríamos con murales y pinturas, cobrarían vida los cuadros y retratos. Mientras algunos subían la escalera para ver y escuchar mejor los movimientos del mural, quise abrazar al Benemérito Benito Suárez pero, como en las películas, al buscarlo ya no estaba.
Cuando trabajé en la Secretaría de Proyección y Rendimiento compartía mesa —no cubículo, ni escritorio— con un grupo burocrático que se había ganado el apodo de "Los cuatro fantásticos": Mendívil, contador público y portero de un equipo de futbol llanero; Lozada, ingeniero frustrado y guitarrista ocasional; Rebolledo, médico retirado, pero laboratorista aficionado y el gran Bedoya, protoejemplo del aviador burocrático. Los cinco formábamos la "Quinta del Olvido", apodo que nos ganamos por nuestra clara afición y adicción a los libros, chismes, anécdotas y leyendas de la historia de México.
Todas las mañanas nos repartíamos el periódico por secciones e iniciábamos nuestra ronda de lectura; no sólo era una democrática manera de compartir la prensa, sino una excelente estrategia para dejar pasar las primeras horas de la mañana gubernamental. Nunca olvidaré la mañana del 9 de julio cuando Lozada descubrió entre los anuncios clasificados el enigmático recuadro que anunciaba las Clases Vivas de Historia Heterodoxa de la Miss Weber. (Por cierto, este anuncio aparecía en columnas bajo otro que ponía: "Señora enseña el búlgaro. Llamar tardes." Tuvimos que explicarle a Bedoya que se trataba de un idioma.)
Esa misma mañana hablé con la Miss Weber e inscribí —telefónicamente— a la "Quinta del Olvido" en lo que sería una de las más alucinantes aventuras de nuestra verdadera vocación. Historiadores de medio tiempo, noctámbulos lectores e investigadores de madrugada, los que formábamos la ya mentada "Quinta" sólo habíamos tomado algunos cursos aislados —en calidad de oyentes— de historia en general o de historia de México. Poco nos imaginábamos de las sorpresas que nos revelaría la Miss Weber
Para empezar, su escuelita: un lúgubre y pequeñísimo departamento enclavado en un vetusto edificio de la calle Donceles. Para continuar, su aspecto y presentación: una modosita y madura mujer que lucía suéter tejido por ella misma, pelo más que canoso, azulado, y su voz con el típico acento de los oriundos o nacidos en Moroleón. Desde la primera entrevista se refirió a nosotros como "mis muchachos" y con un despliegue casi maternal de cariño, evidente en el hecho de que con nosotros cerró inscripciones. "Les dedicaré mi tiempo completo, muchachos, para que realmente aprovechen su cursito."
Como en todas nuestras decisiones burocráticas —asuetos, cantinazos, justificantes médicos apócrifos, pretextos de emergencia, colectas, deudas, etcétera— la "Quinta del Olvido" votó esa misma tarde si proseguir con el curso de la viejita o programar una nueva ronda de visitas a museos y bibliotecas de la Ciudad de México, instead. Fue Mendívil el que nos convenció de inscribirnos —ya con pago— en el curso de Miss Weber con el nada débil argumento de que se trataba de un pretexto ideal para estar fuera de la oficina (en esa época, los cursos académicos extra-laborales no sólo eran bien vistos, sino incluso alentados por la H. Secretaría de Proyección y Rendimiento).
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